domingo, 28 de octubre de 2012

Sara (Entre dos cartas)


Volvió a admirar Moses la hermosura insolente de aquel ángel sospechoso que le había librado in extremis de un final helado en el fondo del río. Sus facciones exquisitas parecían capaces de expresar la más dulce candidez y el peor de los rencores sin mudar el gesto apenas y el brillo de sus ojos despistaba la razón hacia el eterno engaño de la sublime adoración. No le cabía duda a esas alturas de que estaba allí para enredarle en alguna treta urdida por Nadir y se preguntó hasta que punto estaría dispuesta a llegar con el fin de evitar su regreso al lado de los Magos. El recuerdo del espectro oscuro en el rostro de Zenón volvió a quemarle las entrañas, mas logró esta vez calmarse en la pálida quietud de la muchacha. La misma muerte que acechaba implacable en el bandido se le antojó atractiva en el reclamo sensual de Sara.

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viernes, 26 de octubre de 2012

Tamizando sensaciones (Escogiendo pensamientos)


Hoy fue de esas mañanas que despiertas con la molesta incertidumbre del tiempo, el lugar e incluso el sentir. Una discreta maraña de pensamientos se agolpaba a las puertas de mi conciencia, esperando ansiosos a que levantara mis párpados cerrados. Acerté a no abrir los ojos y quedé quieto, fingiendo que aún dormía, con la intención de ponerlos por orden y, uno por uno, descubrir la sensación que me causaban.

No tuve demasiada suerte hoy pues ninguno llegó siquiera a ser una pizca placentero y, a duras penas, me levanté sin sentirme enfadado, alimentando un pensamiento mediocre que, sin embargo, me situó lejos de los abismos conocidos de la culpa, el odio, la desesperación y el miedo.

jueves, 25 de octubre de 2012

XXXII


Pablo pensó que Miguel Ángel querría dar parte del enojoso percance de Marcos. Tras la muerte de Antonio, cualquier incidente sería motivo de escándalo para las familias de los residentes y analizado con lupa por sus superiores. Así pues le pareció oportuno reunirse con el de Medicina para aconsejarle discreción y mesura si, llegado el caso, se le requería información sobre el asunto.

Para su sorpresa, fue el propio estudiante quien le convenció de la absoluta trivialidad del accidente. Apenas cinco puntos de sutura y podría seguir sirviendo cafés en un par de días.

Pero al director el alivio le duró un suspiro. Justo hasta que el muchacho cambió de tema y le preguntó sin más:

“¿Sabías que alguien anduvo revolviendo en las cosas de Antonio y sacó algo de su cuarto el mismo día que se lo llevaron muerto? Me lo contó uno de los enfermeros que vinieron aquel día”, explicó ante la mirada inquisitiva del cura.

“¿Uno de los chicos?” Se atrevió a preguntar.

“No sé cual”.

Usaron ambos el silencio que siguió para ordenar sus respectivas sospechas.

“¿Por qué me cuentas esto?”

Miguel Ángel recordó el comentario de Díaz aquella misma tarde.

“No te hace mucha gracia, ¿eh?”

No pudo evitar un gesto de furia que logró suavizar al encontrar el gesto serio del muchacho.

“No es un asunto agradable”, replicó.

“Creí que debías saberlo”.

Pablo se levantó de la silla y le dio la espalda para asomarse a la ventana. La persiana aún estaba levantada y un viento muy desagradable de invierno tardío agitaba un paisaje desolador.

“Yo qué voy a saber”, se lamentó al cabo de un par de minutos que se hicieron eternos.

“No me refiero a…”

“Yo sé de qué me hablo”, recalcó muy seco y, volviéndose hacia él, recalcó:

“Vaya si lo sé”.

Después de todo, pensó el director, tal vez Antonio sí hubiera escrito aquella nota de disculpa y el chico del que le había hablado y cuya identidad se negó a revelar, fuera en verdad uno de sus compañeros de residencia como él había supuesto y Antonio insistió en negar. De estar en lo cierto, la importancia del asunto, suficiente para provocar el expolio furtivo del que Miguel Ángel le acababa de informar, excedía de cuanto en un principio había supuesto.

Antonio le había confesado que se aprovechó de una muchacha un par de años atrás. Se lo había contado con un lógico azoro que apenas mitigaba la urgencia evidentísima que al cura le preocupó más que su mortal pecado.

“Cálmate”, le había tenido que ordenar.

Mas el pobre chico siguió aturullado entre excusas torpes, relatando su efímera aventura de verano.

“¿Pero tú la forzaste?”, había preguntado Pablo con aterrada cautela. Después de lo de  Martín no podía soportar la posibilidad de acoger otro violador bajo su techo.

El cura tuvo que disimular el alivio que sintió al negar Antonio con la cabeza y forzó un tono severo al recriminarle.

“Eso no te exime de haber pecado contra el sexto mandamiento; valiéndote además de malas artes”.

El muchacho alzó una mirada implorante que el director atajó levantando su índice derecho.

“Prometiendo cosas que no cumpliste”.

Antonio le había contado que se marchó al día siguiente y que no había vuelto a llamarla ni escribirle. En realidad no habían tenido ningún tipo de contacto hasta que recibió la primera carta unas semanas después de comenzar el curso.

“Eran notas de su diario”, le había explicado, “poemas de amor y cosas así”, añadió bajando la cabeza avergonzado.

“Así que aún te quiere”

Recordaba Pablo que a Antonio no le había consolado en absoluto aquel comentario, más bien al contrario. Con una repentina, incontrolable congoja empezó a sollozar y balbuceó unas cuantas palabras ininteligibles antes de escupir con rabia.

“Seguro que él ya lo sabía”.

Intrigado por el asunto, el director había tratado de indagar en las causas de tan exagerada reacción (Antonio nunca le había parecido suficientemente piadoso para tamaños remordimientos) pero el chico logró recomponerse y se evadió con una escueta disculpa.

“Un amigo común que debe haber leído también el diario”.

Aquí es donde las pesquisas de Pablo se enredaron en la creciente reticencia de Antonio, quien, superado el inicial impulso que le había llevado a su despacho para desahogarse, se había ido sumiendo en un tenebroso estado de ánimo que engulló sus palabras y su buen juicio.

“Aclara las cosas con el otro chico. Y a ella escríbele una carta de disculpa. Es lo menos que puedes hacer”, le había recomendado el director mientras el estudiante abandonaba el despacho para siempre.

Pablo observó el gesto preocupado de Miguel Ángel y a punto estuvo de hablarle de aquello. Hasta entonces había considerado improbable que su secreto hubiera sido motivo suficiente para que se quitara la vida. Por otro lado, si el muchacho había decidido marcharse devastado por aquel asunto, era demasiado tarde para remediarlo, y airearlo sólo serviría para hacerles daño a otros.

Aquella tarde, sin embargo, asumida la existencia cercana de un anónimo protagonista (tal vez furioso de celos) en la trama, el recuerdo de las sospechas de el inspector retornó con un ímpetu incontenible que acrecentó sus dudas de los últimos días.

“¿Sabes que Martín y Rubio se enzarzaron la otra noche?”

Miguel Ángel le miró algo sorprendido y asintió en silencio.

El director apretó los puños. Aquel por el que no sentía el deber de guardar silencio, le imponía sin embargo más prudencia que cualquier otro. Cambió por ello el guión de sus pensamientos justo antes de convertirlos en palabras:

“¿Y a ti, qué te parece?”

Por más que no le acabara de agradar, Pablo era consciente del estatus que el veterano ostentaba en la comunidad. Si algo se sabía o se presumía entre los residentes, a buen seguro que Miguel Ángel estaría al tanto y habríase formado una opinión al respecto que, dadas las circunstancias, el director no podía dejar de valorar.

“Que esos dos ya no se arreglan”.

Pablo exageró un gesto de decepción, dando a entender que eso era evidente para todos.

“Me refiero a qué piensas del nuevo”.

Pronunció aquel adjetivo con un desprecio que al otro no le pasó desapercibido.

El veterano, poco amigo de los chismes y menos de las coacciones, dudó un buen rato y aún no estuvo seguro de estar haciendo lo correcto cuando respondió:

“Martín no habla mucho y casi nadie le conoce”.

“¿No te parece un chico violento?” Fue concretando el cura.

“No más de lo que lo fueron con él”.

Pablo puso un gesto de incredulidad.

“Vamos, no sería para tanto”.

Alzó los hombros Miguel Ángel en señal de indiferencia y replicó:

“¿Para qué me preguntas entonces?”

“Y tú, ¿para qué vienes con historias?” Repitió furioso Pablo.

Aunque el muchacho se hizo la misma pregunta, odiándose aún más que al propio director, consiguió controlar el impulso de salir del despacho.

“¿Qué te parece a ti Gerardo?

No era la primera vez que hablaban de él. La segunda semana de novatadas, cuando se hizo evidente que, a pesar de su edad, el nuevo era incapaz de plantarles cara a los veteranos, Miguel Ángel intercedió por él y Pablo sugirió a sus secuaces que exoneraran a Gerardo de las rutinas de iniciación.

“¿Eso a qué viene?”

“¿Sabes si le pasa algo?”

Miguel Ángel había imaginado que las crecientes visitas de su amigo a la capilla debían responder a alguna culpa no resuelta y se aventuró a tentar la integridad y la memoria del cura.

“Tampoco este habla demasiado”, declaró Pablo con un repentino alivio en su tono de voz y una sonrisa que el otro aceptó con agrado.

“Tal vez andemos demasiado suspicaces”, añadió al cabo de unos segundos.

“Puede”, aceptó el estudiante.

“Conociste a Antonio de niño, ¿verdad?”

Por alguna razón, aquella pregunta no le resultó ya entrometida.

“Somos paisanos y fuimos al mismo colegio”.

“¿Puedo preguntar porqué ya no os tratáis?”

El uso del presente se le escapó y tal vez por aquello, Miguel Ángel volvió a decidir responderle.

“No era de fiar”.

“¿Le creías capaz de traicionar y mentir sin reparo?”

“Sí”, confirmó sin más.

Siguió un silencio durante el que ambos analizaron la facilidad con que estaban accediendo a charlar sobre el muerto tras sus respectivas reticencias a hacerlo de los vivos y, como si a los dos les pareciera como poco inapropiado, decidieron dar por zanjado el asunto.

“Entonces…”, empezó Pablo al tiempo que Miguel Ángel se ponía de pie, “…Marcos está bien”.

“Marcos, sí”, respondió enigmático el muchacho antes de despedirse.

sábado, 20 de octubre de 2012

Said (Entre dos cartas)


Said escuchó los aplausos de los niños como si estuviera a quilómetros de distancia y sus rostros alegres le parecieron animados por una extraña fuerza ajena por completó a él mismo. Alrededor, la plaza seguía hirviendo en ruidoso bullicio pero sus ecos no alcanzaban a imbuirle de realidad. Diríase que no estaba allí, que todo era un sueño, pues nada se mostraba a su alcance y, aún peor, nadie se percataba de su presencia. Buscó ansioso una mirada a la que asirse, una voz que reclamara su atención pero todo se alejaba sin remedio rozándole al pasar con eterna indeferencia.
- ¿Tanto te gustó mi cuento?
Escuchó sus palabras al límite del total abandono y, como cables salvadores, tiraron de él hasta devolverle a la realidad con tal violencia que un sobresalto agitó su cuerpo sentado en el suelo. Aún necesitó unos segundos para saberse seguro de vuelta antes de atreverse a preguntar.
- ¿Qué me ha pasado? – Y hallándose solo frente a la muchacha, añadió asustado - ¿Dónde están los niños?
- Todos han marchado ya – contestó simplemente mientras recogía la manta sobre la que estuvo sentada.
Said la observó con atención en busca de algún gesto que delatara la extraña naturaleza que le suponía. Convencido estaba de que era la causante de su incómoda experiencia, pero, lejos de sentirse atemorizado, ansiaba conocer el modo y sobre todo el motivo que le había llevado a hechizarlo de tal modo.
- Espera – le gritó al verla dispuesta a marchar. Mas por sola respuesta obtuvo una corta sonrisa.
- Me llamo Said – insistió, como si aquel gesto de confianza pudiera hacer que se quedara.
            La joven le miró con tal fijeza que el muchacho se sintió asaltado, vuelto del revés y al cabo de un instante le volvió a sonreír con una pizca de satisfacción que llenó su espíritu de desconfianza. Le había reconocido, estaba seguro de ello; y, aunque no fue capaz de discernir porqué, aquello le sumió en una profunda inquietud que no pudo calmar con su templanza.
            Cuando la muchacha se despidió en silencio para alejarse lentamente por la plaza, supo con certeza que volvería a ver su cara de Ángel. Sólo tenía que esperar. De sobra sabría donde encontrarle.


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miércoles, 17 de octubre de 2012

Dejemos que hablen


Antonio guardó un silencio demasiado largo, soportando la mirada confusa del viejo quien tampoco acababa de comprender que su hijo hubiera abandonado el hospital y evitara discutir el extrañísimo asunto que les había unido aquella tarde.

Yo les había dejado abandonados durante unos cuanto días, pendientes del viaje de vuelta, abocados tal vez a una noche de argumentos inútiles y tramas moribundas.

No es la primera vez que el devenir de los acontecimientos me supera y dejo a mis personajes a la espera de una inspiración más esquiva que nunca. En cuestión de semanas, el hilo de mi intriga se ha enredado en un ovillo difícil de desembrollar y, a trancas y barrancas he ido forzando a mis infortunadas criaturas a situaciones cada vez menos creíbles, sin apenas opciones para salir airosos.

Aún recuerdo a Said y Aurora refugiándose en un bar del frío insoportable la noche que salieron en busca de Álvaro para llevarle junto a su amiga moribunda. De distinta manera compartíamos los tres la inquietud de aquel encuentro íntimo, envueltos en la jarana del local, atenazados por la tensión  del momento crucial que atravesaban sus vidas (y la mía propia). Tras sentarles a la mesa de mármol y colocar la atención del muchacho en el portal de Álvaro del otro lado de la calle, les abandoné (quedando yo mudo) sin más idea que el vago anhelo de hacer de aquel un momento memorable y clave para el transcurrir de lo que, meses después, titularía “Entre dos cartas”.

Pronto comprobé, sin embargo, que aquella tarea iba a resultar imposible si me empeñaba en mantener mi urgencia creativa centrada en ideas cada vez más peregrinas y, aún a tiempo, comprendí que sólo volviendo a su lado, observando y escuchándoles lograríamos los tres salir de aquel atolladero. Como un fisgón necesario y bienvenido, me senté pues a su mesa y les dejé conversar como sólo ellos podían hacerlo. Escuché atento cada palabra y estudié todos sus gestos mientras me sorprendían con un cuento compartido que disolvía como por encanto el atasque de la historia y que culminaría unos cuantos capítulos después, muy cerca del final, cuando nuestros destinos estaban ya decididos.

Hoy, ante los protagonistas de mi última obra, estoy seguro de que tampoco ellos me defraudarán. Como tampoco lo harán los vuestros si les dais la oportunidad de guiaros. Recordad que únicamente es cuestión de tiempo que digan lo que tengan que decir y que vosotros sólo tenéis que dejarles hablar.

domingo, 14 de octubre de 2012

XXXI


Tal vez si la ventana de su habitación hubiera dado al aparcamiento, se habría asomado al escuchar la sirena que, en su confuso estado de ánimo (mezcla de rabia y preocupación) le había sonado lejana y ajena por completo. Quizás la escena le habría devuelto entonces las sensaciones de aquella otra tarde en que se le llevaron para siempre y habría así recuperado algo de la satisfacción que se le había ido consumiendo en las últimas semanas.

Cumplido el objetivo mucho más allá de sus mejores expectativas, aquel éxito empezaba a perder el lustre y pronto parecería tan solo uno más de sus caprichos pasajeros. Peor aún; enturbiado por la inicial amenaza de la policía y la más reciente de los dos futuros psicólogos, estaba convirtiéndose en un constante motivo de furia y de pánico.

¿Qué más sabría Romero? ¿Qué les habría contado ya a sus amigos? Pensó que tal vez no se hubiera perdido y fuera él quien lo encontrara. En un obsesivo ejercicio de autodefensa, corrió al armario y abrió uno de los cajones. De debajo de su ropa interior extrajo una hoja de papel doblada. La misma que, en un acto de audacia que aún le causaba cierto orgullo, había conseguido recuperar de su cuarto y que descubrió incompleta unos minutos después, al volver a leerla en su habitación. Debía haberla destruido en ese mismo instante, pero le faltó valor y la guardó con las otras.

Semanas después, al repasar sus líneas hasta la esquina amputada, fue recuperando el sosiego con la certeza de que bien poco podía delatarle un pedacito minúsculo de papel con un puñado de palabras inconexas. Y el resto de las notas, aquellas que le había enviado con anterioridad y cuyas copias había releído cientos de veces, no mencionaban su nombre para poder incriminarle. Con un dolor repentino que hacía tiempo no sentía ya, se preguntó qué habría hecho Antonio con aquellas súplicas ingenuas, si las habría leído siquiera o las habría tirado también como hizo con ella. De no haberlo hecho, quizás sus padres las guardaban ahora celosos con los recuerdos de su hijo y, quien sabe, si algún día las leerían y serían capaces de recordarla. La tercera opción, la de que obraran en poder de Romero, podía resultar inconveniente pero (volvió a repetirse) en ningún caso peligroso.

A lo mejor no llegó a serenarse como había creído o el impacto de cruzársele en las escaleras fue demasiado brutal. El caso es que el rostro lívido de Romero (a quien la sangre le obnubilaba los sentidos) y el comentario que intercambió con Luis mientras se alejaban, terminaron por ponerle en guardia y le azuzaron un sentimiento de supervivencia que empezó a darle miedo.

“Tú no le viste tambaleándose como yo, pero ya te lo contará tu hermano”, le había dicho al menor de los Vicente. Y el otro recordó a Antonio tratando de abandonar el cuarto de baño la noche que le estranguló.

jueves, 11 de octubre de 2012

Hasim (Entre dos cartas)


...un año más tarde el joven comerciante regresó al fortín y volvió a encontrarse con la enorme tienda de los Magos plantada en el patio. Mucho se cuidó esa vez de acercarse por allí, tanto que no dudó un instante en colocar su campamento tras el último barracón, en el lugar más oscuro y siniestro de todo el patio, con tal de verse lejos de aquellos chiflados. Por aquel entonces Hasim no era un hombre rico; apenas ganaba lo suficiente para disimular su miseria y sólo su infinito tesón le había permitido salir un año más de su aldea hacia los mercados de Occidente. Dos tiendas, cuatro mulas y un montón de baratijas era lo único que hubiera podido perder Hasim antes de quedarse sin nada y sólo sus tres porteadores le recordaban que aún cabía ser más desgraciado. Eran aquellos, tres miserables que se arrastraban por el desierto con la única esperanza de encontrar un necio al que desvalijar; ellos y otros aún peores eran lo único entre lo que un pobre comerciante podía elegir a la hora de encontrar mano de obra barata. Nunca le gustaron, por supuesto, pero les necesitaba para poner en marcha su modesta caravana y no dudó en comenzar con ellos el largo viaje. Pronto descubrió, sin embargo, que no eran tan holgazanes como parecían y el buen mercader les concedió su aprecio y confianza. Mas cuán equivocado estaba el pobre Hasim; detrás de su aparente mansedumbre e interés ocultaban el indigno deseo de arrebatar a su amo lo poco que tenía. Durante mucho tiempo lo habían planeado pero fue aquella noche la que les ofreció la mejor oportunidad; tras el último barracón nadie pudo ver cómo atacaban a Hasim mientras dormía, cómo cargaban precipitadamente lo que de algún valor encontraron en las tiendas ni cómo huían por la brecha del muro llevándose las mulas consigo. Nadie escuchó siquiera los gritos de Hasim, ni olió el fuego que consumía su campamento; la paz del desierto no podía turbarse por la desgracia de un pobre infeliz. El mercader sólo pudo llorar; arrodillado en la arena y con el cuerpo magullado, esperó a que las llamas convirtieran en cenizas los últimos restos de su tesoro antes de abandonarse en los brazos de la muerte.

Cuando abrió los ojos se encontró en la penumbra de un incierto amanecer; lejos se oían los rumores de los que aún vivían y al tacto en sus manos sintió la suavidad de un cálido sudario. Una luz se deslizó entre las sombras y tres figuras se plantaron frente a él; cerró otra vez los ojos y volvió a soñar con su aldea.

Los Magos cuidaron de él hasta que sanó de todos sus males. Nadie en el campamento había querido hacerse cargo de Hasim cuando le encontraron inconsciente sobre la arena y sólo Ibrahim, uno de los criados de Gaspar le llevo ante sus amos, con la esperanza de que pudieran curarle con su ciencia. Inmediatamente los Reyes se pusieron al cuidado del hombre y decidieron alojarle en su tienda como lugar mas apropiado para el reposo que aconsejaba su crítico estado. Día tras día velaron sus sueños y aplacaron sus delirios con la misma dulzura con la que hubieran tratado a un hijo. Lavaron sus heridas, prepararon ungüentos y brebajes, rezaron por él cuanto pudieron e incluso Gaspar se levantó cada noche en silencio para ahuyentarla cada vez que sintió la muerte rondar el lecho del enfermo...


martes, 9 de octubre de 2012

Otros pasos


Siendo el mismo caminar,
ya no encuentro en el paseo
la  materia necesaria de un poema.

Piedras viejas rescataban
los suspiros de mi alma,
los gritaban en ecos encendidos
que encauzaban en palabras
las cuestas y revueltas de las calles.

Son aquí los espacios más abiertos,
blando el suelo, de pasos silenciosos.
Sin paredes ni cancelas,
los murmullos se escapan para siempre
sin alcanzar la esencia de los versos.

jueves, 4 de octubre de 2012

Moses (Entre dos cartas)


Uno, dos, tres, contaba Moses para sí, dilatando la espera más allá de cuanto hubiera deseado su impecable confianza. Hombres más recios habíanse rendido a sus puños sin apenas recibir un solo golpe, tal era su destreza en las distancias cortas. Pero algo se enredaba en sus músculos reteniendo el ímpetu que en vano se obstinaba en mantener. Algo en la calma exasperante que albergaba la actitud, apenas inquieta, de su adversario, algo suspendido en el ambiente lúgubre del cuarto, susurrado a medias por las aguas oscuras del río helado; el miedo a una muerte inesperada entre sombras extrañas lejos del cálido abrigo del sol del desierto. Cuando el otro alzó al fin la vista y encontró  la mirada perpleja de Moses, no sólo la tarde se estremeció al caer, perdida para siempre; también sus ojos se enredaron en un odio infinito de noche de invierno, que no había nunca de abandonar sus almas ni las tinieblas que las unían. Cómo deseó entonces Moses haber perdido la razón en brazos de una mujer, cualquiera de las que amó; cómo despojarse de la justa fama de audaz bravucón, que le había llevado hasta allí. Habría así evitado el mirar fijo de la muerte en las enormes pupilas del espectro que tenía enfrente. Y con ello el pánico ancestral, la atávica angustia de perderse sin más en el silencio de una noche efímera. Trató en vano de aferrarse a la razón para calmar su espíritu aprensivo, alimentado en tardes de hogueras por los viejos rituales de su infancia. Mas nunca como entonces había sentido la absoluta certeza de lo inevitable, el frío, las sombras, el fin. Nada podía hacer por detenerlo, ni siquiera escapar era posible. Recordó trances similares superados con orgullo de guerrero; maridos ultrajados, bandidos emboscados, peleas desiguales como aquella que libró por defender una carta frente al muro en el desierto. Pero en ninguno descubrió el mismo miedo poderoso controlar su voluntad, nunca se había sentido acorralado de tal forma por un solo hombre cargado de sombras. Sin perderlo de vista respiró profundo Moses. Tres, dos, uno, descontó ahora forzando a su destino, cualquiera que fuese, a mostrarse de una vez en la penumbra de la tarde. Y al llegar a cero, sin más excusas que su propio miedo, dejó que sus instintos le guiaran hacia lo desconocido.

martes, 2 de octubre de 2012

XXX


“Os juro que había alguien”.

Si no hubiera sido por el gesto acongojado con que trató de convencerles, tal vez también él habría dudado.

El tono confidencial del conciliábulo en una esquina de la cafetería ya le había resultado amenazador y la presencia de Romero le había alertado lo suficiente para, arriesgándose a una reacción inesperada del futuro psicólogo, acercarse cuanto pudo al grupo. Julián, visiblemente alterado e incapaz de aguardar a momentos más privados, insistía en afirmar que vio una sombra moverse tras la puerta del cuarto de Antonio.

“No sé de qué hablas”, replicó Romero cuando su amigo solicitó su apoyo con una mirada intensa.

A su lado, Miguel Ángel, escuchaba atento, mientras Díaz y el mayor de los Vicente intercambiaban miradas de estupefacción intercaladas con su habitual estudio de la prensa deportiva.

“¿Creéis que debería contárselo a Pablo?”

“No creo que vaya a hacerle mucha gracia”, advirtió Díaz en un tonillo sarcástico que a Miguel Ángel le pareció bastante injusto.

Recordaba con perfecta claridad la expresión que un comentario similar a la mismísima sugerencia del de periodismo la tarde que le visitó abrazado a una pelota de baloncesto, había provocado. En aquella ocasión, Díaz había aceptado que no merecía la pena y había abandonado su cuarto con cierta renovada calma, dejando al de medicina sumido en aquella incertidumbre que le había durado unas semanas; las mismas durante las cuales y, para regocijo del resto de sus amigos, su relación con Gerardo se había ido congelando a fuerza de sospechas y conjeturas, en ningún caso aclaradas por el cada vez más esquivo personaje. Tal vez este pensamiento le despertó un sentimiento de rabia que concentró en su mordaz comentario:

“Aquí parece que cada día descubrimos algo nuevo”.

Consiguió controlar el impulso de mirarle a los ojos, seguro como estaba de que también Romero le estaría observando. Con una inseguridad de la que ya no se creía capaz, se levantó del sofá y salió al pasillo.

De haber aguardado cinco minutos más habría escuchado el juramento airado que estalló en la barra y asistido al alboroto que se organizó en cuestión de segundos.

Marcos se sujetaba el brazo con un gesto furioso que empezaba a perder color a medida que veía chorrear la sangre de su mano izquierda. De inmediato saltaron los que ocupaban los taburetes más próximos, pero ninguno se acercó hasta el compañero que ejercía de camarero, seguramente espantados por la escandalosa hemorragia.

Roberto fue el primero en asistir al herido, mientras el otro estudiante de medicina, menos entusiasmado por el trabajo sucio de campo, descolgaba el teléfono y solicitaba una ambulancia que, tan solo cinco minutos después, hacía estrepitosa entrada por el aparcamiento.

Miguel Ángel les había descrito con pericia profesional la naturaleza de la lesión que accidentalmente se había infligido el camarero y, en cuanto entraron en el vestíbulo, los enfermeros reclamaron la presencia experta del veterano, quien acabó arrastrado al interior del vehículo en el precipitado traslado de Marcos hasta el hospital.

Miguel Ángel aceptó resignado que tendría que acompañar a Marcos hasta que le hubieran cosido y dado el alta, pero prefirió esperar cuando, dada su condición de futuro colega, le invitaron a atender al tratamiento del muchacho.

“Estaré aquí mismo”, le recordó a su compañero con una sonrisa sincera pero poco entusiasta que ya se le había borrado cuando tomó asiento junto a un chavalín que se aguantaba las lágrimas mientras su madre le acariciaba la cabeza y chasqueaba la lengua, mirándole la pierna astillada.

“Menudo año lleváis”, le recordó el enfermero que había atendido a Marcos en la ambulancia. Aprovechando un respiro, se había sentado a su lado y revisaba una libretita de notas.

Miguel Ángel hizo un gesto de indiferencia que al hombre pareció descolocarle durante el par de minutos que siguieron.

“Buen gesto el de venir con tu amigo”, señaló al ponerse en pie tras guardarse la libreta en el bolsillo del pantalón.

Le miró con una mezcla de agradecimiento y admiración que explicaba aquel súbito interés.

“Para eso estamos”, replicó vagamente el muchacho.

“No todos sois tan considerados”.

El enfermero pareció dudar un instante antes de continuar.

“Otro de vuestros compañeros, sin ir más lejos, se coló en el cuarto de ese muchacho, el que se mató hace unas semanas”, aclaró con cierto azoro, “cuando aún  empujábamos la camilla con su cadáver por el pasillo. Le encontré revolviendo entre las cosas que había sobre la mesa y ni siquiera me miró cuando le pedí que dejara todo tal como estaba. Salió corriendo sin decir una palabra y con algo en la mano”.

Miguel Ángel, que se había inclinado hacia el hombre, dando muestras de toda su repentina curiosidad, no tuvo tiempo de preguntar antes que el otro acrecentara su duda.

“No sé si sería dinero, ni digo yo que le robara; pero podía al menos haber dado una explicación en vez de largarse de esa forma”.

“¿Dónde fue?” Preguntó el muchacho, tratando de concretar sus elucubraciones.

“No le seguí”, admitió algo avergonzado. “Tenía que recoger el instrumental y no me pareció oportuno…El pasillo estaba lleno de chavales curioseando desde sus cuartos. Seguro que alguien le vio salir”, añadió eximiéndose de una responsabilidad que debía haber empezado a aceptar y que sin duda explicaba que, aprovechando la oportunidad que el destino le brindaba, se estuviera sacando del pecho aquel asunto sin hablar con la policía.

“Una desgracia, si señor”, suspiró el enfermero mientras se ponía de pie y se alejaba; como si el carácter irreversiblemente trágico del suceso pudiera servir para ocultar aquella posible intriga que la policía parecía haber intuido y que, cada vez más, Miguel Ángel empezaba a creer.