viernes, 4 de noviembre de 2016

Un muerto y ocho notas

El viejo volvió a morirse, como tantas otras veces. Como siempre, lo anunció a los cuatro vientos a gritos y a la carrera aunque a estas alturas a nadie pilló ya por sorpresa. Su rostro sereno y el silencio, comienzo de una panorámica por los gestos más o menos compungidos de aquellos sus amigos, resultaron reconfortantes hasta que el sollozo escandaloso del muchacho desató la congoja del velorio. El chiquillo le llama en voz baja, la mujer se lo lleva aparte y le alivia el alma a respuestas sosegadas. Tantas veces ha pasado, que conozco cada frase y ni siquiera el sincero desconsuelo infantil me altera como entonces. Tanto hemos llorado ya por esto (la tía a moco tendido) que al fin me deja indiferente; apenas les presto atención mientras rememoran los últimos días del marinero, al pie del barco sobre el coro de plañideras ...

Pero rasgan los primeros acordes, las voces exclaman el mítico lamento y la música se precipita como un torrente. Y otra vez me toma por asalto con el desgarro de algo que no ha de ser la pena extraña, artificial de lo que nunca llegó a pasarnos de verdad, a lo que asistimos como meros espectadores de tarde de domingo. Algo que reside en algún punto remotísimo, velando sensaciones intemporales que libera desbocadas al ritmo de cualquier melodía repentina. Una llave universal, un veneno mortífero. Cuatro notas y otras cuatro, vibrando en armonía al acecho de nostálgicos desprevenidos.