sábado, 10 de agosto de 2013

¿Feliz cumpleaños?

A punto de cumplirse un año de su salida a la luz y, ante sus infructuosos intentos de salir del anonimato, me dispuse hace unos días a revisar “Entre dos cartas” por enésima vez. Como en cada lectura previa, traté de ponerme en la piel del puñado de personas (casi todas conocidas) que han tenido el tiempo y el valor (o que cumplieron con el compromiso o cedieron a la curiosidad) de adentrarse en esta novela y de aquellas otras que desearía la leyeran también.

Como siempre empecé cauto y muy crítico, pero volví a aceptar su tal vez demasiado cándido comienzo como el único posible y, por respeto a aquel que fui, decidí no cambiarle ni una coma. ¿Quién sabe? Quizás una miríada de aguerridos lectores sucumbirán en este primer obstáculo (cual caballos y jinetes del “Grand National”) pero, como ya me advirtió una de mis más fervientes seguidoras, aquellos a quienes no les gusten los cuentos en ningún caso habrían llegado más allá del primero (ese que narra el amor y las desdichas de un pastor y la hija de un hechicero en pleno capítulo 3) justo antes de que Said haga acto de presencia de forma testimonial entre el desbarajuste de una caravana a punto de partir.

A aquellos que vuelvan un par de páginas más tras saber del muchacho, tal vez les sorprenda descubrir a Moses (un paje hasta entonces nada más que algo bravucón y bastante mujeriego) enredado en una intriga menor (comparada con las que le esperan en capítulos posteriores) adornada de versos envenenados y que, en breve, le llevará a un destierro disfrazado de misión audaz en compañía de Said.

Y el primer cambio de escenario habrá de colocaros (ávidos ya lectores de esta obra) en cualquiera de los pueblos o ciudades que vuestra memoria o imaginación considere oportuno para acoger las andanzas de Belén; joven soberbia, deseada, envidiada y aborrecida a partes iguales; inspiradora de aquella carta primera que a estas alturas comprendemos y asumimos sin ningún rubor.

En torno a ella y adquiriendo por momentos relevancia capital en esta historia, conoceréis a su egocéntrico amigo, Álvaro y a la desdichada Aurora. Todos ellos personajes de perfil actual que se resisten a involucrarse en la trama intemporal y fantástica de la novela, hasta que acosados y embaucados por Sara (narradora de cuentos, ángel maldito…) y Zenón, su despiadado secuaz, terminan por formar parte de este enredo de cuentos inacabados y compartidos, poemas, conjuros y leyendas que vienen a confluir en un momento de quietud universal; la ilusión colectiva de cuantos seguimos creyendo.

Aquellos que ya lo habéis leído os habréis percatado de que aún no he mencionado a los verdaderos promotores de esta odisea; personajes imprescindibles de infinidad de historias, tan reales o ficticios como cada cual desee: los tres Reyes Magos. Espero que (recuperado el símil ecuestre) su presencia fundamental aunque así mismo complementaria, no acabe por descabalgarlos a todos y que la apariencia infantil de la obra sólo sea un reclamo más para todo tipo de lectores hambrientos de sorpresas y de buena fe.

Al terminar su lectura unos días atrás, volví a convencerme de que a muchos emocionaría como a mí releer la carta final y recapitular esta o sus propias historias y recuerdos con un espíritu renovado, algo más optimista y bondadoso. Pero el tiempo dirá si “Entre dos cartas” pasa algún día de ser la fotografía de un muñecajo rojo (hilo conductor de gran parte del relato) y se convierte en bien preciado de tinta y de papel.

De momento no puedo más que recomendar que lo leáis en vuestros libros electrónicos u ordenadores (a través de la aplicación de Amazon) y que, si como espero os gusta, lo recomendéis por doquier a quienes puedan también disfrutar de ello. Ojalá que para su primer aniversario, la tendencia anodina y descorazonadora de “Entre dos cartas” se mueva por otros derroteros. De no ser así, siempre nos quedará la próxima Navidad.

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miércoles, 7 de agosto de 2013

viernes, 2 de agosto de 2013

XLII

Al inspector se le borró la sonrisa en cuanto la joven les dejó en la sala. A ciencia cierta se trataba de una sirvienta que, a buen seguro, luciría uniforme en otro tipo de veladas o para acomodar invitados de otra alcurnia. A ellos, sin embargo, les había recibido en su piso de provincias, un duplex acondicionado a todo lujo pero integrado aún en un bloque discreto en el casco antiguo de la ciudad. El magnate no debía de tener dirección fija y a Pablo aún le quedaba la duda de dónde se habría criado el infeliz de su hijo. Tal vez por el vínculo evidente del Colegio a la ciudad, cuya diócesis todavía financiaba el proyecto, a Martín le habían registrado con domicilio en aquella suntuosa vivienda, pero de sus conversaciones previas el director nada había podido averiguar de la vida privada del muchacho ni mucho menos sobre el execrable abuso del que se le había acusado.

Pablo conocía aquel pueblo grande demasiado bien para estar seguro de que, si el suceso hubiera acontecido en cualquiera de sus rincones y por más que el dinero o la intimidación hubieran podido exculparle, los rumores de lo sucedido habrían alcanzado ya cada balcón, cada tasca y cada parroquia de aquel plácido lugar.

“¿Qué le preocupa tanto?” Preguntó el inspector al sorprender al otro negando triste y en silencio con la cabeza.

“No se me vaya a acoquinar ahora”

El cura le miró con desprecio. Si aquel engreído supiera que ya se había reunido con ese personaje en varias ocasiones y que, en la última y en privado, le había dejado bien claro lo que pensaba de la “chiquillada” de su hijo. A menudo, desde que supo que les visitarían, se había preguntado si sería capaz de mantener la calma entre la soberbia insoportable del policía y el desdén del empresario, si podría guardar silencio y no revelar sus prejuzgadas sospechas. Le satisfizo imaginar la ira sorprendida del magnate al entregar a su hijo, pero el placer del inspector al aceptar su presa, le pareció incentivo suficiente para mantener el mismo papel de testigo silencioso de las anteriores visitas.

“Verá cómo no muerde”.

La puerta se abrió de repente como si la delicadeza de su madera fuera así mismo infalible aislante o su anfitrión hubiera empleado todo el sigilo del mundo para acercarse a la entrada sin hacer ruido alguno. La sonrisa insolente que llevaba en la cara le hizo suponer que había escuchado su último comentario y Andrés no pudo evitar bajar la mirada un instante al estrechar la mano que le ofreció.

“Padre”, se dirigió a Pablo acto seguido y, con un gesto magnánimo, les invitó a que volvieran a tomar asiento.

“Disculpen el retraso. Uno ya no sabe ni en el día que vive”, declaró, haciendo gala de una indeferencia forzada.

“¿Y su hijo?” Preguntó Andrés tras un carraspeo nervioso.

“También se olvidó”, explicó acentuando su sonrisa cínica.

El policía se removió en su butaca pero acompañó a Pablo en un silencio muy tenso.

“No nos engañemos, inspector”, continuó su anfitrión en un tono aún distendido mientras se levantaba y abría un mueble bar. “Si quieren interrogar otra vez a Martín tendrá que ser de manera formal y en presencia de nuestro abogado”.

Tal vez porque le dirigió una mirada desafiante al decir aquello, Pablo explotó mucho antes de lo que hubiera deseado:

“¿El mismo con el que arreglaron ese otro problemilla del muchacho?”.

El chorro de brandy se detuvo al temblarle el pulso por un instante, mientras se servía una copa.

“¿A ustedes, qué les pongo?” Preguntó, recuperada casi de inmediato la compostura.

Andrés hizo un gesto con la mano, declinando su invitación y el cura se mantuvo impasible. Calculaba sus siguientes palabras por si el hombre se empeñaba en no replicar pero, tras sentarse en un sofá frente a las dos butacas que ocupaban y posar su bebida con sumo cuidado sobre la mesita de cristal que les separaba, su anfitrión respondió:

“Como bien dice, aquel asunto se aclaró hace unos meses. La denuncia fue retirada y el caso se archivó; como sin duda habrá usted comprobado”, añadió dirigiéndose al inspector.

“Estamos al tanto” apuntó Andrés y, tras dudar un par de segundos, añadió:

“Sin embargo, señor Rupérez, no es por eso por lo que estamos aquí hoy ni de lo que nos gustaría hablar con su hijo”.

“Ya le digo que estaremos encantados en colaborar con la justicia cuando se nos requiera formalmente”.

El padre del chico insistía en el uso del plural, recalcando su intención de utilizar cada una de sus influencias para evitar cualquier tipo de implicación en ese o ningún otro asunto legal. Pablo se preguntó cual sería la opinión de aquel hombre sobre su hijo, si habría creído de verdad en la inocencia del chaval cuando le libró del castigo por forzar a la muchacha o sospecharía que estaba involucrado en la muerte de sus compañeros. Aunque en ocasiones había albergado el secreto deseo de haber formado su propia familia, el sacerdote (padre de tantos) nunca se había considerado un progenitor frustrado. Los niños eran para él criaturas inocentes, materia prima con que perpetuar doctrinas y ritos y los jóvenes, a quienes había dedicado la mayor parte de su apostolado, bocetos unas veces sencillos, otras inescrutables, de lo que él nunca llegaría a ser pero podía moldear a su estilo. A lo largo de los años algunos de aquellos proyectos habían culminado en resultados admirables de los que estar orgulloso. La mayoría, sin embargo, se habían malogrado entre el fracaso y la mediocridad. De todos ellos guardaba Pablo recuerdos y sentimientos tan variados y contradictorios que, a su entender, le daban mayor y más rica experiencia que a cualquier padre.

Pero aquello era distinto. Rupérez se enfrentaba a un miedo del que Pablo nunca sería capaz; la posibilidad de haber engendrado un monstruo y las responsabilidades encontradas de protegerlo y acusarlo.

“¿Cree usted que...?” Se atrevió a empezar.

“¿…Martín ha matado a esos críos?” Terminó el hombre por él.

El inspector le clavó una mirada tan severa que Pablo no pudo ni siquiera protestar.

“Me temo que le sobraban motivos para haberlo hecho”, declaró en un arrebato de indignada honestidad, “los mismos que usted le otorgó con su pasividad”.

“Romero, la segunda víctima, nunca…”, terció Andrés en un intento de redirigir la conversación por cauces más productivos.

“¿…Se mofó, ni maltrató a mi hijo?” Volvió a completar airado.

“Hagan el favor de salir de mi casa”, añadió forzando un tono más calmado en su voz al tiempo que se incorporaba y se dirigía a la puerta.

Los otros dos le siguieron en silencio hasta el rellano de la escalera.

“Ya me informarán dónde y cuándo acudir a declarar. O, tal vez, sean mis abogados quienes les citen a ustedes. Hasta entonces, buenos días”.

Cerró despacio, evitando un portazo y, por un instante, quedaron todos inmóviles a cada lado de la puerta hasta que el inspector tiró escaleras abajo sin preocuparle si Pablo le  seguía.

Aquella tarde, de regreso al colegio, el director no tuvo siquiera que sacar su libro. De sobra sabía que ninguno de los dos tenía la más mínima intención de dirigirse la palabra.