jueves, 23 de mayo de 2013

El hallazgo


En momentos como aquel se imponía mantener la calma pero todo alrededor invitaba al jolgorio y el desenfreno propio de aquellas horas intempestivas cuando, desde hacía rato ya, las voluntades luchaban por mantenerse a flote en mares alcohólicos bajo atmósferas intoxicadas.

Alguien  se acercó curioso por detrás y en su ímpetu por ver que pasaba, se plantó en el centro mismo del círculo que formaban alrededor del bulto que seguía moviéndose lento y descoordinado bajo la manta. Apenas se había arrastrado medio metro desde el punto donde, cinco minutos antes, lo habían encontrado emitiendo gemidos escasos y muy débiles, como de vida que empieza o está a punto de terminar.

El chico que se había abierto paso a empujones evitó tropezar con aquello y se quedó parado, mirándolo con cautela. Por un momento se acuclilló y acercó la mano como si fuera a destaparlo, pero no se atrevió y volvió a erguirse con una expresión mezcla de recelo y de bochorno.

“¿Qué es?” Preguntó alternando la mirada entre los siete que le rodeaban.

Callaron todos sobre el estruendo de la música que escapaba del bar más cercano. Algunos alzaron los hombros con indiferencia pero la mayoría bajaron los ojos, temerosos de dar muestra de la duda y el miedo que les atenazaban.

El bulto, apenas más grande que una pelota de rugby, se había detenido y guardaba también silencio, como si esperara así mismo una respuesta. Al cabo de un par de minutos de tensa espera, dos de los curiosos aprovecharon la ocasión para ignorarlo por fin y se alejaron con sigilo, sin prestarle más atención a la jarana de la noche.

“¿Y si…?” Empezó la muchacha y, como animado por un resorte, el chico que se había aproximado tocó el bulto con el pie y, al ver que seguía inmóvil, insistió con un golpecito que tampoco provocó efecto alguno, mas lanzó a la carrera a otros cuatro de cuantos observaban consternados la escena.

El muchacho miró a la chica negando despacio con la cabeza y se puso el dedo índice cruzado sobre los labios antes de alejarse también.

La chica se quedó un poco más, lo justo para convencerse de que no había nada que pudiera ni debiera hacer. Sin dejar de mirarlo dio media vuelta y aún se giró varias veces antes de doblar la esquina y tirar para casa. Cuando llegó a su portal, la angustia culpable que le había ido creciendo en las entrañas se desbordó imparable y la obligó a regresar a toda prisa con el aliento atropellado de cansancio y de terror.

Cuando llegó halló la manta arrugada entre la basura y, al levantarla, tan solo una mancha oscura en el suelo. Con la mano sobre la boca ahogando un lamento buscó ansiosa alrededor, pero no vio nada.

La música retomó un ritmo salvaje y los gritos de la gente arreciaron indiferentes; como cada noche.

jueves, 16 de mayo de 2013

XXXVIII


Algo en aquel rostro, de habitual inexpresivo, al despedirle como tantos otros domingos desde la dársena, le confirmó que compartía la angustia exagerada de su madre y él mismo no pudo evitar una nausea rondarle las entrañas cuando el ronquido del motor se suavizó al ponerse en marcha la mole del autobús. 

Fueron mayoría los que, tras la asamblea que de urgencia se reunió para confirmar sus peores presagios, habían expresado su deseo de regresar tras la marcha forzosa de aquel fin de semana. Tal vez ninguno hubiera entonces considerado que convivían con un asesino y sólo al calor del hogar propio les hubiera, como él, despertado ese miedo sucio y pegajoso que, en vano, se empeñó en arrojar a la carretera durante el viaje de vuelta.

Como cada domingo, halló el vestíbulo vacío y en penumbra, a la luz tímida que escapaba del cuartucho de Mariano. El portero no trabajaba los fines de semana, de modo que le sorprendió el saludo escueto de una voz desconocida y el gesto adusto asomado a la ventanilla de recepción.

“¿De vuelta de fin de semana?" Forzó un tono amistoso que sólo sirvió para acentuar su aspecto cada vez más extraño.

Díaz, poco amigo de formalidades, sobre todo en vísperas de otro lunes miserable, apenas esbozó una sonrisa y palmeó la bolsa de viaje que colgaba de su hombro derecho. Tuvo que detenerse, sin embargo, cuando el hombre se levantó y salió de la portería.

“Disculpa, ¿podrías firmar aquí?”

El placer de verse libre de Mariano le duró a Díaz el tiempo justo que el nuevo tardó en alcanzarle al pie de las escaleras y ofrecerle el libro de registro. Entre todas sus manías y quehaceres impuestos (que el viejo cotilla cumplía a rajatabla con repulsiva sumisión) comprobar el libro que debía reflejar las salidas y entradas de los residentes durante el fin de semana era de los que Mariano más descuidaba y por lo que Pablo tampoco parecía interesarse demasiado. No es que le costara en absoluto tomar el bolígrafo sin tapa que el nuevo le tendió ni que, por estampar un garabato junto a su nombre, se le fueran a caer los anillos, pero la formalidad le resultó excesiva y augurio de otras inminentes incomodidades.

“Muchas gracias”.

“¿Y Mariano?” Se decidió a preguntar.

El otro le miró sorprendido.

“El portero”, aclaró el muchacho.

“Vendrá mañana”, aventuró con total indiferencia.

"¿Y usted?

“Disculpa, soy el agente Valverde”, se presentó. “No estamos de uniforme para no interferir demasiado”, aclaró ante la mirada incrédula del chico. Y al percibir su creciente ansiedad añadió con una sonrisa forzada.

“Sólo estaremos por aquí unos días, mientras dure la investigación”.

Lejos de aliviarle, encontrar la residencia custodiada por la policía, confirmó los peores miedos que Díaz había tratado de disimular durante el fin de semana. El jueves, Pablo y el inspector habían informado que a Romero le habían golpeado antes de arrojarle al río y habían mencionado la posibilidad de que Antonio no se hubiera quitado la vida. La combinación de aquellas dos desgracias apuntaba pues hacia la posibilidad de que ambas estuvieran relacionadas por algo más que la común residencia de los difuntos y de que ambos se hubieran cruzado con el mismo asesino. Tal vez porque un miedo inconsciente se lo hubiera impedido o incapaces de percibirlo desde dentro, nadie parecía  haber caído en la cuenta de lo que aquello podía significar. O, si lo hicieron, no se atrevieron a expresarlo por miedo, quizás, a ponerse ellos mismos en peligro o delatarse ante los demás.

Sin embargo, en aquel mismo instante, sin tiempo para arrepentirse, Díaz se supo de vuelta a lo que, ya por entonces, no le pareció más que el lugar siniestro donde, tal vez, habría de encontrar la muerte en los próximos días.

jueves, 9 de mayo de 2013

Paseo triunfal


Su apabullante superioridad le provocó una cierta desilusión. Después de todo nadie había opuesto siquiera una simbólica protesta y, hasta el último de ellos asistía postrado a su desfile con gesto y maneras inalterados.

Había admirado la gloria de otros con el ansia casi enfermiza de saborear algún día aquel mismo éxtasis. Había anticipado alabanzas, vítores y ofrendas; silencio tal vez, mas respetuoso y solemne; y si no, miedo, rabia, odio al menos con que saberse reconocido por cuanto, a sus órdenes, se había conquistado. Nunca la indiferencia eterna de millares de ojos secos que ni siquiera le clavaron una mirada de desprecio mientras le abrían paso entre montones de cadáveres.

jueves, 2 de mayo de 2013

XXXVII


El inspector tuvo que aguantarse un sonrisa que, dadas las circunstancias, hubiera resultado fuera de lugar. Ante él y sus inmediatos superiores el forense se esforzaba en dotar con el tono de su voz de un ápice de emoción a la científica evidencia de su informe.

No cabía duda de que al muchacho le habían abierto la cabeza antes de caer al río y, aunque la muerte se produjo por ahogamiento, resultaba evidente que no se trataba de un accidente o de, como algunos se empeñaban en creer, otro lamentable suicidio.

Percibió el inspector algo de su discreta euforia reflejada en el proporcional y así mismo disimulado disgusto del comisario; el mismo que, unas semanas antes y tras una tensa conversación telefónica con cierto cura malencarado, le había ordenado olvidarse de los asuntos que atañían a su respetable institución. Tanto como en un principio había dolido (sobre todo a su orgullo), aquel revés no vino sino a azuzarle un afán de servil compostura y constante dedicación. Por nada del mundo podía permitirse arriesgar una prometedora carrera como la suya por un asunto de curas y de críos (por muy siniestro y estimulante que pareciera). Ya se presentarían mejores oportunidades en que mostrarse especial, sobresaliente, ¡único! Había temblado aún de rabia al alcanzar aquellos ocasionales momentos de éxtasis autocompasivo y a menudo se vio obligado a ausentarse de charlas o reuniones por disimular arrebatos de cólera o de profundo pesar.

Fue en uno de aquellas tediosas sesiones matinales donde dieron parte de la denuncia. Los padres del muchacho se habían plantado con Pablo en comisaría. Hacía más de dos días que su hijo  no pasaba por la residencia y nadie sabía de él. Poco tardaron en recopilar sus últimas andanzas conocidas y, tras un par de días de infructuosa búsqueda, el cadáver apareció varios kilómetros río abajo, para conmoción general y otras emociones particulares que iban de la absoluta desolación al gozo más sentido.

No era la suya profesión para remilgos ni medias tintas, de modo que no se empeñó en compasivas conmiseraciones ni siquiera cuando hubo de reunirse con los desgraciados progenitores ni, mucho menos, al volver a vérselas con el otro padre. Mantuvo, eso sí, el más controlado gesto de indiferencia profesional, que los unos aceptaron con resignación y el otro con hostil resistencia.

Al director le había costado reconocerse impotente ante aquella nueva desgracia cuyo sentido se le escapaba aún más que el de la primera. Que nunca vinieran solas, en nada justificaba el brutal ensañamiento con su, hasta entonces modélica comunidad. Nada podía explicar la muerte de dos jóvenes (apenas unos niños) y, ni la más remota casualidad parecía capaz de rebatir las acusaciones del inspector.

“Parece que esta vez no queda ninguna duda”.

Pablo no había podido evitar un gesto de desprecio, pero bajó la voz por si los padres aún pudieran oírles desde fuera.

“Le recuerdo que fue usted quien impidió que desalojáramos el colegio”.

“Y usted quien se negó a creerme y evitó que diéramos con él antes de que volviera a hacerlo”.

Al cura se le llenaron los ojos de lágrimas y el inspector dejo de mirarle con cierto pudor.

“No nos va a quedar más remedio que hacer esto juntos”, dijo sin un ápice de rencor antes de abrirle la puerta de su despacho para que saliera.