Algo en
aquel rostro, de habitual inexpresivo, al despedirle como tantos otros domingos
desde la dársena, le confirmó que compartía la angustia exagerada de su madre y
él mismo no pudo evitar una nausea rondarle las entrañas cuando el ronquido del
motor se suavizó al ponerse en marcha la mole del autobús.
Fueron mayoría los
que, tras la asamblea que de urgencia se reunió para confirmar sus peores
presagios, habían expresado su deseo de regresar tras la marcha forzosa de aquel
fin de semana. Tal vez ninguno hubiera entonces considerado que convivían con
un asesino y sólo al calor del hogar propio les hubiera, como él, despertado
ese miedo sucio y pegajoso que, en vano, se empeñó en arrojar a la carretera
durante el viaje de vuelta.
Como
cada domingo, halló el vestíbulo vacío y en penumbra, a la luz tímida que
escapaba del cuartucho de Mariano. El portero no trabajaba los fines de semana,
de modo que le sorprendió el saludo escueto de una voz desconocida y el gesto
adusto asomado a la ventanilla de recepción.
“¿De
vuelta de fin de semana?" Forzó un tono amistoso que sólo sirvió para acentuar
su aspecto cada vez más extraño.
Díaz,
poco amigo de formalidades, sobre todo en vísperas de otro lunes miserable,
apenas esbozó una sonrisa y palmeó la bolsa de viaje que colgaba de su hombro
derecho. Tuvo que detenerse, sin embargo, cuando el hombre se levantó y salió de
la portería.
“Disculpa,
¿podrías firmar aquí?”
El placer de verse libre de Mariano le duró a Díaz el tiempo justo que el nuevo
tardó en alcanzarle al pie de las escaleras y ofrecerle el libro de registro.
Entre todas sus manías y quehaceres impuestos (que el viejo cotilla cumplía a
rajatabla con repulsiva sumisión) comprobar el libro que debía reflejar las
salidas y entradas de los residentes durante el fin de semana era de los que
Mariano más descuidaba y por lo que Pablo tampoco parecía interesarse
demasiado. No es que le costara en absoluto tomar el bolígrafo sin tapa que el
nuevo le tendió ni que, por estampar un garabato junto a su nombre, se le fueran
a caer los anillos, pero la formalidad le resultó excesiva y augurio de otras
inminentes incomodidades.
“Muchas
gracias”.
“¿Y
Mariano?” Se decidió a preguntar.
El otro
le miró sorprendido.
“El
portero”, aclaró el muchacho.
“Vendrá
mañana”, aventuró con total indiferencia.
"¿Y usted?
“Disculpa,
soy el agente Valverde”, se presentó. “No estamos de uniforme para no
interferir demasiado”, aclaró ante la mirada incrédula del chico. Y al percibir
su creciente ansiedad añadió con una sonrisa forzada.
“Sólo
estaremos por aquí unos días, mientras dure la investigación”.
Lejos
de aliviarle, encontrar la residencia custodiada por la policía, confirmó los
peores miedos que Díaz había tratado de disimular durante el fin de semana. El
jueves, Pablo y el inspector habían informado que a Romero le habían golpeado
antes de arrojarle al río y habían mencionado la posibilidad de que Antonio no
se hubiera quitado la vida. La combinación de aquellas dos desgracias apuntaba
pues hacia la posibilidad de que ambas estuvieran relacionadas por algo más que
la común residencia de los difuntos y de que ambos se hubieran cruzado con el
mismo asesino. Tal vez porque un miedo inconsciente se lo hubiera impedido o
incapaces de percibirlo desde dentro, nadie parecía haber caído en la cuenta de lo que aquello
podía significar. O, si lo hicieron, no se atrevieron a expresarlo por miedo,
quizás, a ponerse ellos mismos en peligro o delatarse ante los demás.
Sin
embargo, en aquel mismo instante, sin tiempo para arrepentirse, Díaz se supo de
vuelta a lo que, ya por entonces, no le pareció más que el lugar siniestro
donde, tal vez, habría de encontrar la muerte en los próximos días.
El relato transmite un clima muy opresivo, realmente amenazante.
ResponderEliminarMe ha gustado, José Félix.
Gracias, Aurea. Sigamos, pues, explorando.
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