viernes, 22 de mayo de 2015

El Fisgón

Pese a su impecable sigilo, los pasos se detuvieron al posar él la nariz en la puerta, como si hubieran percibido su mirada oculta en la cerradura. Tentado estuvo de marcharse, pero se sintió incapaz de una retirada tan silenciosa y prefirió aguardar conteniendo la respiración sin mover un solo músculo.

La penumbra de la tarde solamente iluminaba la parte del cuarto que quedaba a su derecha y un polvo pesado enturbiaba la única visión posible; apenas unos metros de sombras hasta el sofá pegado a la pared donde seguía tendida, inmóvil y en silencio.

Su acompañante reanudó el parsimonioso desfilar ante la puerta y a cada vuelta le pareció percibir un aroma de sudor rancio que fue ocupándole el aliento hasta provocarle una arcada.

Se apartó un instante, cubriéndose la boca, y a respiraciones profundas y dolorosas consiguió detener la nausea. Casi sin querer tuvo que recostarse hasta hallar sorprendente acomodo sobre unos cojines y, al cabo, creyó caer dormido por una eternidad que le pareció un suspiro.

Fueron los mismos pasos lentos los que le despertaron, más lejanos y más próximos. Resonaron con mayor claridad al mismo ritmo insistente e impasible.

La habitación estaba casi a oscuras. Apenas se vislumbraban siluetas sobre contrastes de grises sucios, difuminados en una atmósfera opresiva que le sujetaba poderosa. Libre aún de aquel letargo, su mirada buscó ansiosa y halló al fin (extrañamente brillante) el ojo por el que antes se había asomado. Estaba demasiado lejos, pero alcanzó a notar que la claridad de la diminuta hendidura parpadeaba y comprobó con desazón que el caminar volvía a detenerse en el punto mismo en que la noche era más negra.

Lenta, con un rumor de lamentos y gemidos, la mancha oscura se vino hacia él hasta que ya no vio nada.

domingo, 3 de mayo de 2015

Ruth Rendell (In Memoriam)

Hace un par de noches, tan pronto escucharon el estruendo en el ático y el inspector abandonó su escondite en pos de Quadrant, supe que estaba ante una historia fuera de lo común; de aquellas que, de repente, como si de un hechizo se tratara, te sujetan por sorpresa con un puñado de palabras despertando miedos atávicos imposibles de conjurar. “From Doon with Death”, página ciento treinta y cinco, apenas quince para el final.


Unos minutos más tarde cerraba  el libro con la confirmación de haberme por fin encontrado con el genio de una gran dama sin saber que, tal vez, fuera ella quien me alcanzó en su paso discreto a la eternidad.