miércoles, 29 de agosto de 2012

¿Hasta dónde pueden complacerse los deseos?


Esta misma pregunta da comienzo a la sinopsis que sirve de presentación a la primera de mis novelas que, tras un par de años en la estantería del salón y superado el trámite de su registro legal, vio ayer por fin la luz en formato electrónico a través de Amazon Kindle.

Como ya insinué en una entrada previa de este blog, “Entre dos cartas” es el fruto de un fascinante, imprevisible e intermitente viaje a través de recuerdos, fantasías e ilusiones que comenzó una insufrible tarde de Agosto en la penumbra obligada de mi habitación. Mientras me resistía a sestear e incapaz de poner un pie en las horneadas calles abulenses, me enredé en un peligroso ejercicio de autocompasivas y sarcásticas reflexiones que acabó en un relato corto entremezclado con las líneas más bien absurdas de una hipotética carta de Reyes.

Concluida a trancas y barrancas mi primera novela tan solo unos meses antes, no cruzaba por mi cabeza la idea de embarcarme en otro proyecto a largo plazo, pero las obsesivas relecturas del relato me dejaron vislumbrar un puñado de personajes y de historias acaecidas en el lejano oriente y mucho más cerca también. De este modo conocí a Hasim, el comerciante, a su hijo Said (héroe inesperado) y al paje, Moses, quien tanto me confundió durante los años venideros. Ellos me llevaron de un plumazo a la ciudad donde, sin quererlo, fueron involucrando a personajes más o menos inocentes, para todos ellos acabar siendo víctimas de sus propios miedos y ambiciones… y de algo mucho más siniestro y antiguo.

Tal vez conociera esa ciudad en alguno de mis sueños pero todavía ignoro su nombre o ubicación. Mejor así, pues nunca fue mi intención limitar este cúmulo de intrigas, leyendas, cuentos y poemas en lugares o tiempos conocidos. Espero que cada uno seáis capaces de reconocerla en algún rincón, en alguna luz o alguna niebla. De ser así, a buen seguro recuperaréis también parte de la ilusión y la esperanza que muchos perdimos por el camino y, como yo, volveréis a creer que es imposible acotar los deseos e inevitable que sean concedidos.

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sábado, 25 de agosto de 2012

Palabreando


Al final resulta que no importa, aunque en realidad no importó desde el principio. Lápiz, bolígrafo, pluma, Olivettis escandalosas o teclados con ñ (o incluso sin ella); comas, puntos, tildes, minúsculas, mayúsculas, uves, jotas, ¡qué más da! La gramática más pura y académica, redactada en impoluta caligrafía de perfección ortográfica no va a interesarle a nadie si no les cuenta nada.

Las palabras sólo son trazos  escritos o vibraciones sonoras pronunciadas o escuchadas. No dejan de ser un mero medio de comunicación hasta que las fantaseas y las reinventas a tu modo, como en un puzzle y las vas dando un sentido secreto, inesperado, a lo largo de frases y de párrafos.

Las palabras, sin embargo, pueden volverse peligrosas; en ocasiones tienden a enmarañarse y forman una masa que puede incluso mantenerse en pie, como un muro infranqueable que no te deja pasar ni siquiera ver lo que hay del otro lado. No es que sean de natural rebeldes o tozudas. Algunas palabras llegan y se van, son esquivas sobre todo en los sueños, y hay que convencerlas de que se queden. No tratéis de capturarlas porque entonces se resisten, se trasforman, pierden el sentido y lo enredan todo. Conviene ser muy gentil con lo que se piensa y tratar de sentirse siempre bien porque de este modo llegaran las ideas y las expresiones justas y adecuadas, se dispondrán de la mejor manera y fluirán tranquilas o turbulentas según el cauce que las lleve.

martes, 21 de agosto de 2012

XXVI


Soltó la pluma cuando se perdió por enésima vez entre dendritas y neurotransmisores y, al volver la vista sobre los apuntes de su compañero, descubrió un folio casi tan inmaculado como el suyo. Gerardo parecía, sin embargo, empeñado en mantener la concentración en la perorata científica e hizo caso omiso al codazo del otro.

Tres filas por delante, Nuria, que tampoco parecía capaz de orientarse por entre las vías neuronales, le dedicó una mirada severísima que, añadida a los consejos, críticas y reproches con que no había dejado de acosarle durante los últimos días, volvió a sumirle en un mar de dudas. Por un lado le parecía ineludible el deber de aclararles (y a él mismo) las intenciones del oscuro personaje que, a la fuerza, había ido imponiendo a sus amigos. Por el otro, reconocía aún una pizca de lealtad que le obligaba a dudar de los recelos de unos y de otros. A medias había argüido aquella excusa para repeler la hostilidad de Nuria, pero ella le había recordado que no tenía motivos para tal fidelidad. Miguel Ángel tenía que admitir que su compañero había sido un novato antipático y molesto al que sólo su gremial relación había servido para despertar cierta misericordia. Tal era el grado de rechazo que el recién llegado causaba en el resto, que al veterano no le costó demasiado convencer a Rubio de que se olvidara de aquel pelele que, por otra parte y por unos meses, resultaba ser el más viejo de los tres. Desde entonces y a su modo (huraño aún) Gerardo le había profesado una admiración excesiva incluso para su propio ego, que lejos de promover, tampoco hizo intención de atajar. Algo en el silencio dedicado del nuevo, en su aparente interés e innegable tenacidad le había granjeado la casi plena confianza de uno de los personajes más notables e influyentes de la residencia y de la facultad; aquel que, azuzado por otro dardo envenenado en los ojos de su amiga, se atrevió a preguntarle en un susurro:

“¿Se puede saber por qué lloras en tu cuarto?”

Gerardo tuvo que mirarle esta vez sin poder disimular un avergonzado gesto de sorpresa pero, tal y como Miguel Ángel había planeado, no se atrevió a levantarse en medio de la clase y abandonarle sin dar explicaciones.

“Un domingo, la semana del suicidio”, le recordó.

“¿Podrían ustedes hacer el favor de guardar silencio?”, sugirió el profesor.

Bajaron los dos la cabeza a sus folios con sincero coraje y fingido interés, pero ninguno pudo sacudirse la angustia de verse inexorablemente abocados a retomar el asunto después de la clase.

Hizo ademán, sin embargo, de levantarse en cuanto los bolígrafos empezaron a posarse en las mesas y Miguel Ángel tuvo que sujetarle del brazo para que se quedara.

“Cuéntame lo que te pasa”, le ordenó de tal forma que al otro le salió un gesto ofendido.

“Estoy harto de escuchar historias”, se lamentó sincero, sin poder evitar un vistazo furtivo a Nuria mientras salía del aula.

“Son cosas mías”, balbuceó el otro sin mirarle.

“Pues muy bien. Ahora resulta que le echas muchísimo de menos”

Gerardo consiguió detener sus emociones en un equilibrio casi imposible y extender el siguiente par de segundos hasta que hubo decidido lo que más le convenía.

“Me dolió mucho, sí”, declaró aséptico, poniéndose por fin en pie.

“Fue Romero, ¿verdad?” Añadió justo antes de darse la vuelta y alejarse sin esperar a su respuesta.

Miguel Ángel se quedó sentado en medio del aula inmensa que estaba ya casi vacía. Contagiado tal vez de la paranoia de sus amigos, no pudo evitar un escalofrío al digerir la última mirada de Gerardo; un relámpago de rabia del que jamás le hubiera creído capaz. Lamentó no encontrar a Nuria esperándole en el vestíbulo y salió del cajón en busca de su coche. No había parado de llover en todo el día, pero ninguno de los que le habían acompañado por la mañana le aguardaba para regresar. No le importó que el barro pegajoso le incomodara una marcha sucia y torpe como su propia mente cansada.

viernes, 17 de agosto de 2012

Un alto en el camino


Aprovechó el abrigo de una roca gigantesca para detenerse a descansar. Hasta aquel momento no había podido siquiera admirar la belleza de los parajes por los que transitaban, ni sentir el frescor de la mañana. Sus ropas empapadas de sudor comenzaron a enfriarse en la umbría de la sierra, pero prefirió aguardar en su cobijo con la esperanza de que le olvidaran allí y continuaran camino sin él. Tuvo que aguzar el oído para escuchar sus voces cercanas, pero no supo discernir si ocultaban inquietud alguna por su repentina ausencia. Miró al cielo casi amanecido y respiró muy profundo. Tal vez ni siquiera se hubieran percatado de que faltaba. Un irresistible sentimiento de libertad le fue llenando el alma de una paz olvidada, casi irreconocible, hasta convencerle de que no había jamás de regresar.

Tan solo un instante después de escuchar como se acercaba, uno de los hombres bordeó el peñasco entre zarzas  y tomillos y encontró el lugar vacío y silencioso. Con un gesto de hastío se levantó la gorra para secarse el sudor de la frente y aprovechó el momento para admirar el glorioso espectáculo de los picos nevados y el valle salvaje que se tendía cientos de metros por debajo del abismo abierto justo a sus pies.

martes, 14 de agosto de 2012

XXV


La voz de Mariano anunciando su nombre por megafonía le provocó una angustia desmedida e inesperada de la que, pasado el mal trago de los interrogatorios y a la vista de la calma reinante desde entonces, ya no se creía capaz. Trató de sujetársela respirando despacio, pero el segundo aviso le sonó a llamada acusatoria y al oír su nombre se sintió expuesto y desenmascarado.

Bajó, pues, a la carrera para que callara cuanto antes, pero se detuvo en el rellano, asaltado de otro miedo más inmediato y real. En los cinco meses que llevaba allí viviendo, nunca antes le habían requerido de aquella manera. “Acuda a portería”. El imperativo era habitual entre aquellos muros y casi siempre correspondía a formalidades propias de una institución como aquella o a caprichos repentinos de su director. Allí las normas eran estrictas, pero a la vez relativas y desiguales y bien podía haberse saltado alguna sin darse cuenta. Pensó que, en tal caso, Pablo le hubiera requerido en su despacho y que, tal vez, Mariano quisiera entregarle alguna carta o transmitirle algún recado. Tuvo que obligarse a descender el último tramo de escaleras con la convicción de que se trataba de una visita y, al no encontrarse el vestíbulo lleno de policías, le resultó una bendición que aquella muchacha desagradable que apenas había visto antes en compañía de esa otra desagraciada, le aguardara con su habitual gesto de impaciencia.

“Hola”, saludó muy seca al verle descender los últimos escalones. “Quiero hablar contigo”, explicó cuando estuvo a su lado.

Esfumado su artificial y efímero alivio, el muchacho no pudo evitar que le temblara la voz al preguntar:

“¿De qué?”

“Tú sabrás”, replicó soberbia Miriam, quien a la hora de darse a respetar o humillar varones, perdía toda la timidez acumulada en años de soledad y represión.

“No tengo ni idea”.

Esbozó una sonrisa conciliadora con la esperanza de que, como un reflejo, se suavizara el rictus de la otra, pero la muchacha no dio tregua.

“Si quieres te lo cuento aquí mismo”.

El chico miró alrededor. En aquel preciso instante se hallaban solos en el vestíbulo, pero Mariano podía regresar en cualquier momento y de la cafetería llegaban conversaciones cercanas. Se maldijo por carecer del valor de ignorarla (en ningún caso podía saber lo que sucedió aquella noche) y aceptó acompañarla afuera. 

“¿Sabes ese amigo tuyo?...Francisco, creo que se llama, ¿no?”, añadió al comprobar que el otro se devanaba la cabeza sin descubrir de quien hablaba.

“Yo no me fiaría ni un pelo”.

Miriam se detuvo junto a una farola tras cruzar la calle. El otro la había seguido con una mansedumbre que la inquietaba por su evidente falsedad y no consideró sensato buscar lugares más privados donde proseguir su charla.

“Desde que le conté lo de Charo y Antonio, no ha parado de agobiarla”.

Tal vez el gesto del chico resultara demasiado revelador o a la muchacha le pareció que no había más cizaña que sembrar; lo cierto es que, en un repentino ejercicio de obligada prudencia, Miriam se mordió la lengua y aguardó a que el otro acertara a replicar:

“No sé de qué hablas”.

“Pues el otro día en clase me dijo que te lo había contado”, confesó Miriam con cautela.

Francisco…Romero, ¡por supuesto! Cayó por fin en la cuenta. Aquellos dos compartían facultad y, por lo visto, secretos que en mala hora él mismo había desvelado. Desde el día de su muerte, había ido alimentando un miedo avergonzado que, de repente, se le presentaba real y mucho más cercano de lo que nunca hubiera imaginado. El futuro psicólogo ya le había sorprendido unas semanas atrás cuando le abordó en la cafetería para torturarle con menciones sobre la última conquista de aquel mal nacido y, aunque en ese momento no le parecieron más que torpe palabrería, sus comentarios le resultaron ahora amenazas veladas que tal vez estuviera a punto de cumplir.

Con un escalofrío, recordó que Romero había pasado, como todos, por el despacho de Pablo para hablar con la policía y se imaginó el gesto avieso del inspector al escuchar parte de la historia que, muy a su pesar, tan solo él sería ya capaz de completar. Demasiado relevante para pasarlo por alto, pensó y logró tranquilizar un gesto de odio con que acompañar sus palabras.

“Ese y yo no hablamos de eso, ni de nada”

“Pues a lo mejor deberías”, replicó espoleada por aquella repentina hostilidad.

El muchacho desvió una mirada furtiva hacia la fachada del colegio como si tratara de cerciorarse de algo y volvió a concentrarse en la chica justo cuando le advertía:

“Charo no está para hacerle ningún caso a tu amigo; así que ya puedes decirle que pare de perseguirla”

El simple gesto asintiendo del chico a ella le resultó insuficiente y, recuperada su confianza y superioridad moral, lo soltó por fin, antes de que se apartara de vuelta a la residencia.

“Anda diciendo que sientes una barbaridad que se matara…Con la boca pequeña”, apuntilló con muchísimo sarcasmo.

Aquello lo escuchó sobre el griterío de sus propios pensamientos histéricos, mientras se alejaba, apremiado por la urgencia de apartarse de esa bruja y una terrible aprensión sujetándole la huída. No subió a comer aquella tarde (había perdido el apetito) ni volvió a salir de su cuarto por miedo a encontrarse con aquel enemigo imprevisto e impredecible con quien parecía compartir mucho más que pasillos capilla y comedor.