sábado, 30 de noviembre de 2013

El regreso

Despierto solo en un vagón vacío.
Nubes y campo adornan mi ventana,
un sol atardecido se devana
en hilos blancos de temprano estío.

Hoy siento otro dolor que no es el mío,
ocupa mi interior otra desgana;
apenas queda ya de esta mañana
un beso en un adiós de junio frío.

No sé si imaginar que alguien me espera
en el andén de un pueblo abandonado;
tal vez un pobre viejo con chistera
sonría con su rostro demacrado
y me lleve de vuelta a aquel pasado
de triste luz, de sueño, de quimera.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Álvaro (Entre dos cartas)

Allí estaba, allí había estado siempre, detrás de las tinieblas, esperándola impasible, testigo de su angustia. Tembló de rabia al verlo y una mueca de asco espantó su rostro.
- Así que eras tú.
- Ya era hora, señorita.
- Veintiocho de Diciembre, claro. Ojala lo hubiera recordado antes. Es tan propio de ti.
Belén pasó a su lado sin mirarle y tras varios intentos fallidos metió la llave en la cerradura. Aún temblaba lo suficiente para que las palabras se le destrozaran en los labios.
- Esto no te lo perdono – balbuceó casi en un sollozo.
El muchacho, que había estado apoyado en la pared hasta ese momento, sacó las manos de los bolsillos, se irguió y volvió hacia ella un gesto de incomprensión que a Belén le supo a burla.
- Eres la persona más ridícula que conozco, estás loco.
- Pero bueno, ¿qué te pasa?
- Me has… – se le quebró la voz y prefirió callar.
Le dio la espalda y empujó la puerta.
- ¡Belén!
No respondió, pero se volvió a mirarle.
- Si te marchas no vas a saber que pinto aquí esta noche – dijo el muchacho con un logrado aire de misterio.
- Claro, estoy deseando oírlo – replicó con tanta ironía que el otro se quedó cortado, sorprendido por la falta de interés que su presencia, de habitual deseada, parecía despertar en Belén aquella madrugada.
Pero lejos de sentirse desanimado, reaccionó a tiempo para recuperar su eterna superioridad.
- No podías dejar de verme un día como hoy.
- ¿No?
Casi se puso colorado esta vez; aquello empezaba a desagradarle de verdad.
- Aún podemos gastarle una broma a alguien.
- ¿No has tenido suficiente?
La miró sorprendido, como si la cosa no fuera con él.
- Ten cuidado, no vayas a encontrar un fantasma que te pida que le sigas.
Como el rostro de su amigo siguió sin mudar su asombro, continuó:
- Reconoce que te has pasado.
No supo muy bien porqué, pero eso sí le ofendió. Dio un paso hacia ella para protestar pero Belén respondió de inmediato cerrando la puerta de un violento empujón.
- Además, no has conseguido asustarme lo más mínimo.
        Oyó como subía corriendo las escaleras. Se había quedado a un palmo de la puerta con la mano derecha apoyada en el marco de madera. Le aterraba admitirlo pero había sido incapaz de evitar acabar de tal manera. Vapuleado por aquella… Ya sabía, ya, que no merecía la pena. Aún esperó unos minutos, convencido en el fondo de que sólo una inocentada podía justificar aquella situación, pero como el frío no sabía de bromas, tuvo que apartarse del portal y, tras mirar furtivamente a su ventana, se alejó a toda prisa calle abajo.




martes, 26 de noviembre de 2013

XLIX

“¿Tienes un momento?”

El gesto de Miguel Ángel debía reflejar con fidelidad el desagrado que la visita le producía, pues el habitual tono imperativo de Rubio había sonado más bien a súplica dubitativa.

“¿Para?”

“Quiero tu experta opinión”, le aduló el gigante.

El de Medicina se apartó y dejó que pasara a su cuarto con la intención de no dedicarle más de un par de minutos. Bastante había tenido con soportar los reproches y los miedos exagerados de Nuria. Esta vez había sido él quien había llamado en un nuevo intento por convencerla para que volviera a la Facultad. Tras más de media hora al teléfono, había conseguido su compromiso a dejarse recoger la mañana siguiente al pie de su casa, pero la inagotable verborrea de su amiga le había levantado un dolor de cabeza que Rubio estaba atizando con su visita inesperada.

“¿Qué sabes del Rohypnol?”

Miguel Ángel exageró un gesto de sorpresa e ignorancia.

“Parece ser que es un tranquilizante”, se respondió a sí mismo.

“Pregúntaselo a los de Farmacia”

El otro pasó por alto el desdén de la sugerencia.

“¿Es ilegal?”

Miguel Ángel no disimuló un suspiro de hartazgo mientras se dirigía a la estantería. De allí tomó el voluminoso Vademecum y trató de enfocar su mirada dolorida sobre cientos de páginas que parecían idénticas, hasta que dio con el dichoso medicamento.

“Aquí está”.

“Ya lo sé; anulado”. El de Derecho había hecho sus propias indagaciones. “¿Quiere eso decir que no se puede recetar?”

“Supongo”.

Rubio exhaló un suspiro de ansiedad y la seriedad de su gesto se acentuó de manera preocupante.

“Pero esto ¿por qué se vende en la calle?”

“Tú sabrás”

“Si lo hubiera probado no te preguntaría. Dicen que tiene efectos muy potentes”.

“Y que en exceso podría ser peligroso”, añadió ante la apatía del otro. “Lo habrían encontrado en una autopsia, ¿verdad?”

Miguel Ángel reaccionó con una mirada incrédula que el otro no dudó en desafiar:

“Sé de buena tinta que Antonio tomó esas pastillas la noche que murió. Y que no quería que nadie se enterara”.

“Estoy seguro de que no las compró para ninguna otra cosa”, añadió precipitado, sin darle tiempo a hacer cábala alguna.

Y como Miguel Ángel permaneció impasible, Rubio prefirió concluir por no dejar lugar a la duda:

“No iba por ahí drogando chicas”.

El de Medicina cayó en la cuenta y no pudo evitar un gesto de repugnancia que halló réplica en otro, algo menos elocuente, en el rostro de su compañero.

“¿No habíamos quedado en que tu amigo era un dechado de virtudes y que no se merecía que aireáramos sus hábitos menos saludables?”

Rubio intentó media sonrisa conciliadora que no le salió menos hipócrita y amenazante de lo habitual.

“Mira; esto te lo he contado a ti porque hasta hace un momento había tenido la esperanza de que Antonio estuviera enfermo”.

Aquello sonó tan sorprendentemente sincero que Miguel Ángel se detuvo antes de abrirle la puerta para que saliera del cuarto.

“Que yo sepa, nunca se había metido nada que los demás no tomáramos. ¿Por qué lo haría esta vez?”

Rubio le miró como si esperara una respuesta y el otro comprendió que, en verdad, el matón había acudido con el deseo de que le ayudara.

“No se me ocurre…” Se interrumpió sin saber cómo seguir.

“Hace años fuisteis amigos”, le recordó.

“La gente cambia y yo ya no le conozco”, se le escapó el presente.

“Sabrás al menos en qué cambió tanto. Y no me digas que eso es cosa de psicólogos”.


La mera mención de aquel gremio le llenó a Miguel Ángel los ojos de lágrimas e, inexperto en aquellas lides, Rubio prefirió retirarse a verse en la tesitura de disculparse y consolarle. Al pasar a su lado, el gigante no pudo evitar, sin embargo, posarle una mano en el hombro y, sin mirarle, abrió la puerta y salió al pasillo.

martes, 19 de noviembre de 2013

Ánimas perdidas

Ha caído la tarde sorprendida,
emponzoñada de terror cercano;
ha suspirado “muerte” un viento arcano
(polizón de tranquila anochecida).
Ha susurrado el grito en carne herida,
ha resonado el llanto de un anciano,
el silencio de un niño sin su hermano
ha tronado de rabia estremecida.

Sólo quedan memorias olvidadas
en salones cerrados y desiertos,
espejos de reflejos tan inciertos
como el falso callar de madrugadas
que repiten las voces de los muertos
(“yo, ¿qué hago aquí?”) pueriles y aterradas.

jueves, 14 de noviembre de 2013

La liebre

Aceleró al sentir su presencia más cercana pero se aseguró de no alejarse demasiado y mantener así su ritmo prometedor.

Apenas restaban tres vueltas para el final. Le pareció sentirse inusualmente cómodo a esas alturas (las piernas  respondiendo aún a los latidos regulares y la respiración todavía controlada de su pecho) y tuvo que resistir la tentación de apretar algo más el paso, consciente de su papel imprescindible mas secundario.

Al comenzar la penúltima vuelta percibió a los aspirantes alborotándose por detrás. Girando a medias la cabeza comprobó que algún osado empezaba a testar las fuerzas de los favoritos y que el grupo se estiraba de manera irreversible.

Algo más que su orgullo profesional le animó a forzar un nuevo acelerón y volvió a comprobar con sorpresa que su cuerpo respondía como nunca antes.

La persecución se desbocó en zancadas descomunales pero la distancia que les separaba apenas se había reducido cuando cruzaron la línea de meta por penúltima vez.

La liebre se sintió flotar sobre la pista como si ya no necesitara posar los pies para seguir corriendo. En su pecho dejó de sentir las sístoles violentas y sus pulmones dejaron de dolerle. Al enfilar la recta final, el griterío del público enmudeció en sus oídos y todo cuanto vio fue el vació más delicioso interponerse en su camino hacia la gloria.