domingo, 29 de septiembre de 2013

XLV

Tan pronto se encontraron solos en la portería, Miguel Ángel se arrepintió de haberle preguntado. Con gesto nervioso se pasó una mano por la frente aún caliente como si la fiebre de los últimos días pudiera justificar tamaña torpeza; un signo tal de debilidad que no sólo iba a infundirle al portero una sensación de excesiva confianza sino que, a buen seguro, convertiría sus inquietudes en dominio público.

Mariano, por su parte, también se sentía incómodo con el repentino gesto del muchacho y su propia disposición a un dialogo que podía serle de lo más inconveniente. Si lo que sabía valía dinero no iba a compartirlo con el chico; pero de alguna manera sentía la necesidad de contárselo a alguien, especialmente al percibir que el veterano también andaba tras algo que la policía aún podía ignorar. Apoyado en el mostrador con los brazos cruzados y tratando de no mudar el gesto, dejó que Miguel Ángel fuera el primero en hablar, pero al no soltar prenda el chico (que parecía haber mudado de pronto su presencia vulnerable) no pudo por menos que comenzar diciendo:

“Ese día había un jaleo que como para acordarse”.

“Claro”, aceptó el estudiante.

“¿Entonces?

El chico se encogió de hombros y Mariano meneó la cabeza.

“¿Quién iba a entrar en su cuarto con lo asustados que estabais todos?”

Miguel Ángel le miró con una sonrisa irónica y el portero tuvo que asentir cuando el muchacho apuntó:

“Seguro que todos no”.

“Bien muerto le había dejado”, aceptó el hombre.

“Pero tal vez se olvidara de algo”.

“¿Qué quieres decir?”  Marino sonó excesivamente intrigado por aquello.

“Alguien sacó algo de ese cuarto. Un enfermero de los que se llevó el cuerpo lo vio aquella tarde” añadió por fin con cierto alivio.

Mariano bajó la mirada y se sujetó las manos para que no le temblaran.

“¿El qué?”

“Tal vez algo que le incriminara”, conjeturó.

“¿Un pedazo de papel?”

La intensa mirada con la que Miguel Ángel le devolvió la pregunta le obligó a girarse hacia el tablón que colgaba de la pared, como si de repente hubiera recordado algún quehacer pendiente.

“No le cuentes esto a nadie”, le pidió Mariano al volverse de nuevo hacia él.

Había decidido que, fuera como fuese, debía distraer al muchacho de aquella idea absurda sobre una prueba escrita que bien podía haber pasado por sus manos y había destruido de forma tan irresponsable.

“Prométemelo”, insistió.

Miguel Ángel asintió en silencio. El portero había conseguido que no persistiera, pero iba a tener que traicionar a Pablo.

“No todos aquí sois trigo limpio”.

El estudiante no pudo evitar una carcajada corta que no sólo le dolió en la garganta.

“Un delincuente capaz de cualquier cosa”, continuó Mariano con desprecio.

“¿De quién hablas?”

El portero hizo un gesto de rechazo con la mano. Bastante le había contado ya.

“Sólo te digo que no debería haber sido aceptado…Y que bien merecidas tuvo aquellas novatadas”.

“¿Es alguno de los nuevos? ¿Qué hizo?”

“No puedo decirte más”, concluyó acercándose a la puerta. “Ya hablaremos otro día”, le despidió mientras le invitaba a salir. “Y de esto ni una palabra”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Bagatelas

Aprovechando un instante de inusitada calma y a fin de aligerar el peso acumulado de lo cotidiano, traté de distinguir lo primordial de lo intrascendente. Hube para ello de recopilar momentos, presencias, palabras, silencios… Todo aquello que pudiera provocarme un nudo en el estómago, una inspiración de aliento reparador o creativo, una inquietud, una esperanza.

Pero tras arduos esfuerzos me reconocí incapaz de adjudicar valores justos e imparciales; de otorgar contenido a frases huecas, buenas intenciones a miradas aviesas, relevancia a personajes insignificantes (todos ellos aparentemente necesarios y ciertamente inevitables).

Concluí por tanto que nada ha de ser imprescindible por mucho que lo pretendan y que sólo recubierto de una pátina de escepticismo y una buena dosis de hipócrita paciencia será posible caminar ligero entre tanto caos. 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

XLIV

Lamentaba profundamente haber quemado aquel pedazo de papel pues, tan absurdo como en un primer momento le había resultado, no podía dejar de pensar que también podría haberle puesto precio. No en vano, todo cuanto hasta entonces le era cotidiano entre aquellas paredes venía a despertar un interés superlativo en los agentes que aún les vigilaban, desesperados por hallar cualquier indicio que les aclarara el caso.

Apenas había cruzado palabra con el inspector desde que volvió a interrogarle y Pablo y él habían acordado restringir sus habituales reuniones a lo más estrictamente necesario por no dar lugar a sospechas ni malentendidos. De cualquier modo, el aspecto taciturno de ambos (creciente el de policía, menguante el del director) le hacía pensar que cada vez estaban más lejos de encontrar un asesino entre los chicos. Y aquello a Mariano le encendía una excitante sensación mucho más cercana a la euforia que al miedo o la decepción, pues enfocaba las sospechas sobre aquellos que faltaban; Martín entre ellos.

Volvió a leer el número escrito en el pedacito de papel que guardaba en la cartera y puso la mano sobre el teléfono. Recordó la angustia con que el director le había exhortado que no diera rienda suelta a sus dudas compartidas, pero supo que si no hacía la llamada era porque aún no había calculado cuánto debía pedir.

El portero guardó el papelito y se pasó una mano por la nuca. En un principio la periodista sólo había querido saber si el chico se alojaba allí y conocía al muchacho que se quitó la vida. La miseria que le ofreció al negarse no tuvo nada que ver con el desmesurado interés que no había podido ocultar cuando le llamó por última vez, un par de días después de que se hiciera pública la identidad del cadáver que sacaron del río.

“Mariano”.

El portero dio un respingo y se volvió, con un mal fingido gesto de interés.

“¿Puedo preguntarte algo?”

Esta vez su mueca de sorpresa fue genuina. Nunca antes Miguel Ángel se había acercado en actitud tan amistosa. Más bien al contrario; aquel engreído había aprovechado cualquier oportunidad para ningunearle y dejar bien claro quien era allí el cliente y quien había de servirle.

“Tú dirás”, replicó con desgana.

“¿Sabes si algún residente…” Pronunció con cautela “…entró en el cuarto de Antonio mientras le metían en la ambulancia para llevárselo?”

“¿Y eso?” Fue lo único que supo replicar sin demostrar el absoluto desconcierto que, unida a sus recientes inquietudes, vino a provocarle la pregunta del muchacho.

“Tú…” Titubeó el veterano “…estabas por allí”

El portero no pudo evitar cierta compasión al verle descomponerse de aquella forma; los ojos brillándole de lágrimas a punto de girarse de pura vergüenza, la voz temblándole como a un chiquillo. Algo sabía de sus pesares, pero hasta ese momento no había tenido la ocasión de comprobar por sí mismo los estragos que la muerte de su amigo empezaba a causar en el futuro médico.

Mariano tragó saliva y miró a ambos lados para cerciorarse de que estaban solos.

“Pasa”, le invitó.


Y cerró la puerta de su cuartucho con una incomodísima urgencia por contarlo todo.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El último verano

No son como antaño fueron esos mares,
los recuerdo más azules y valientes;
la arena de las playas se ha ensuciado
de basuras modernas
y las olas se han callado
ahogadas en el ruido de las gentes.

Ya no es el mismo el sol de mis recuerdos,
se ha alejado más de Dios
disfrazado de nublado
y, cansado de toldos y sombrillas,
estampa su venganza en nuestros cuerpos.

Extraño los tejados rojos de paredes blancas,
las palmeras quietas en los parques secos,
los caminos de polvo hacia el kiosco
perdidos entre campos y solares.

Ya no gritan los muchachos en las calles,
no me venden baratijas de nevera
de envoltorios desteñidos, pegajosos,
ni le saben los vinos a casera
a mis labios rodeados de sonrojo.

Ya no huelen las novelas
a papel a polvo y sal;
se han borrado tantas letras de las hojas
que avanzo temeroso en sus historias,
perdido el aliento en la premura
de hallar algo que me vuelva a emocionar.

No quisiera creer en tanto olvido,
he llegado a dudar de mi memoria;
si me quedo en la noche junto al mar,
donde el oscuro silencio
no distingue entre los tiempos,
encontraré mi cadáver de chiquillo,
mar adentro, arrastrado por las olas.

domingo, 8 de septiembre de 2013

XLIII

Volvió a soñar con ella y, como siempre, despertó angustiado por terribles pesadillas. Su mente enfermiza, empeñada en imaginar lo que sucedió desde aquel fatídico día, le ilustraba la tragedia de manera tan cruda que apenas era capaz de recordarla tal como la había conocido. Era, sin embargo, amparados en la impunidad de un dormir frágil y temeroso, cuando la rabia y el remordimiento le torturaban sin piedad con sueños truculentos; y el horror por verla así, añadido a la añoranza de lo que ya jamás sería, le sumían como aquella noche en una desazón cercana al delirio.

Giró sobre el colchón por no levantarse pero del otro lado le esperaban peores fantasmas; aquellos de cuyas muertes sí se sentía responsable. De repente, como una revelación, su mismo final se le presentó a él inevitable y apetecible; el único eterno remedio para tanto desconsuelo. No tuvo esta vez que imaginar el modo ni lamentar otra excusa cobarde para evadirla. Al volver a cerrar los ojos comprendió con una certeza desgarradora que esta vez no habría manera de declinar su reclamo tentador y que de una vez por todas había llegado su hora.