jueves, 24 de mayo de 2012

La vida es un negocio


Al ciego ya le pareció que quien se había sentado frente a él no era trigo limpio en cuanto percibió una inquietante avidez en la urgencia de su voz grave. Por no contar el tufillo que emanaba de su persona, tal vez imperceptible para otros, pero nauseabundo en su sobresaliente olfato.

Le había pedido permiso para tomar asiento a su mesa, sobre la que aún humeaba un cortado junto a un platito de churros. Era costumbre del ciego desayunar fuera de casa desde que tenía que hacerlo solo. Su mujer se le había muerto un montón de años atrás pero él seguía sin acostumbrarse a los silencios de su casa. El de la calle era bien distinto; a menudo escandaloso y jovial, pocas veces tenebroso como el de aquella mañana que presumía aún oscura.

Le molestó que el extraño supiera de su viudedad. Tomás debía habérselo contado mientras le ponía un caña. Que si la echaba en falta, le había preguntado con tan poco tacto que su siguiente comentario ya no le sorprendió en absoluto.

“Sientes tu casa demasiado grande y vacía”.

Había oído de inversores sin escrúpulos a la caza de gangas pero nunca creyó que su pisito cochambroso pudiera interesarle a nadie. Convencido como estaba de no querer vender, pero curioso por ver en qué paraba el asunto, el ciego apuntó.

“Eso se arregla con dinero”.

Sintió a su invitado removerse incómodo en la silla y, como no dijo nada, el ciego preguntó:

“¿De cuánto estaríamos hablando?”

“¿Tantas ganas tienes de quedarte?”

El tono de su voz se había suavizado y sus ansias parecían menos perentorias.

Al ciego, poco acostumbrado a charlas de negocio, le pareció también notar un tinte de inesperada compasión.

“Lo que tengo es miedo a macharme”, reconoció sincero.

Al extraño se le partió el alma. Durante siglos provocando el terror de cuantos tuvo que llevarse, había albergado la esperanza de que fuera su aspecto la causa de su ignominia. Sin embargo esa mañana aquel hombre viejo y miserable, que hubiera esperado le siguiera con gusto, se confesaba también asustado, a pesar de su ceguera.

Abatido, sin ganas de seguir, el extraño se levantó.

“No le molesto más”, dijo y se alejó con su eterno olor a muerte.

domingo, 20 de mayo de 2012

XVIII


Rubio le abordó a la salida del comedor, después de la cena. Su habitual actitud socarrona que, envuelta en aquel corpachón, a muchos resultaba intimidatoria, había ido tornando en malhumorada desconsideración desde la muerte de Antonio. A sabiendas de que a Miguel Ángel no iban a impresionarle ninguna de las dos fachadas, forzó un gesto medianamente amistoso al proponerle que hablaran de cierto asunto. El de medicina no tuvo que devanarse la cabeza para saber de qué se trataba y no le sorprendió que el otro rechazara reunirse en la cafetería y sugiriera cualquiera de sus cuartos. Miguel Ángel aceptó con escaso entusiasmo y los dos veteranos tiraron a la par pasillo adelante.

“Ya sabrás lo que anduvieron preguntando”, empezó Rubio en cuanto entraron en la habitación.

Asintió el otro sin decir palabra mientras se sentaba en la cama.

“Quieren saber si le preocupaba algo”, continuó.

Desde la silla donde se había sentado, jugueteando con la pluma que había sobre la mesa, le miraba con una intensidad casi amenazadora, como si tratara de averiguar qué le pasaba por la cabeza y de advertirle que lo guardara en secreto.

“Si estaba enfadado con alguien”, añadió, quitándole la tapa a la Montblanc.

“Eso dicen”.

Miguel Ángel se puso en pie y, a un simple gesto, el otro le devolvió la pluma bien cerrada. Se fue entonces hacia la ventana y, mirando al aparcamiento, dijo con desgana:

“Supongo que sólo sus amigos sabríais cómo estaba”.

“Eso nada más lo sabíamos nosotros, sí”, afirmó con un tinte de rabia pero un aplomo que no dejó de sorprender al futuro  médico.

“Pues ya lo explicarás cuando te toque”, replicó, dándole todavía la espalda.

“Y tu, ¿qué les vas a contar?”

Miguel Ángel esbozó una sonrisa de satisfacción que borró de su rostro antes de volverse hacia él.

“¿A qué te refieres?”

“Mira, por mucho rencor que le guardes, nadie tiene por qué saber ciertas cosas”

Reaccionó con un gesto de sorpresa, sujetándose una creciente excitación. Estaba dispuesto a disfrutar por todos los que hubieran merecido asistir a aquello.

“¿No te vale con verle muerto?”, apeló Rubio.

“Si no me importó de vivo”.

“Pues entonces, déjalo estar”.

“Creo que también quieren saber si le echamos de menos”.

“Venga, Míguel”.

Disculpó su exceso de confianza, desconocido hasta la fecha, por lo delicado de la situación. De sobra sabía que a Rubio no le daba el corazón para tanta lealtad. Si estaba tolerando que le humillara no podía ser por salvaguardar la reputación de su amigo muerto, ni mucho menos la del colegio. Tamaña demostración de docilidad le vino a despejar cualquier duda. Lo que, en un descuido, Antonio le había dejado ver hacía unas semanas, resultó ser lo que parecía y, a buen seguro, no era sólo para él. Si la policía se enteraba de aquello no sólo el inmaculado nombre del estudiante modelo iba a verse empañado; los proyectos de otros cuantos, ya bajo el severo escrutinio de sus mecenas y progenitores, podían esfumarse para siempre.

“¿No deberías pedirle a otros que callaran?

Rubio le miró algo confundido y dejó que un gesto de pánico se hiciera evidente en su rostro antes de aclarar:

“No fue a mi a quien torturasteis durante semanas”.

El otro suavizó su tensión al saber que sólo se refería a las novatadas; bastante tenían ya con un posible chivato.

Rubio se levantó de la silla y, recuperando su aspecto de perdonavidas, se fue hacia él hasta quedar a un palmo. Miguel Ángel tuvo que mirar hacia arriba para encontrar su mirada desafiante, pero no retrocedió ni un milímetro.

“¿No lo habrás ido ya contando por ahí?”

Dejaron ambos pasar un puñado de incómodos segundos hasta que el gigante continuó:

“Sólo lo tomó un par de veces”, le disculpó separándose hacia la cama. “No hay necesidad de que disgustemos a su familia... ni a Pablo”, añadió con un uso maquiavélico del plural.

Miguel Ángel comprendió que Rubio tenía razón. Su enemistad con Antonio databa de tiempos mucho más antiguos, aquellos en que su compañero de clase de piano había empezado a dar muestras de una perversa tendencia a la mentira y la traición. Por entonces atesoraba ya un irresistible atractivo para profesores y chiquillería que le convertían en alumno ideal y ansiado amigo. Con los años pudo liberarse de su dañino encanto y sus caminos se apartaron lo suficiente para no saber del otro, hasta que volvieron a cruzarse en los pasillos de aquella residencia. Tras el impacto de su muerte le había ido quedando un regusto de amarga satisfacción por esperada y merecida. Aquel canalla debía haber sentido al fin parte de la culpa que había ido acumulando a lo largo de su vida y la había pagado de la peor manera posible. Rubio estaba en lo cierto; no había necesidad de castigarle más, ni de cargarle a su familia ninguna de sus secretas miserias.

“Ninguna”, admitió.

De no haberse percatado de su valor, hubiera seguido apretando la pluma en sus manos hasta partirla en dos. Tras su efímera ventaja, había dejado que Rubio saliera de su cuarto con la certeza de otra victoria que a él le resultaba tan humillante como todas las anteriores.

martes, 15 de mayo de 2012

Mientras escribo


Mis dedos posados sobre el teclado del portátil tendido ante la inmensa ventana del salón. La minúscula hoja blanca en la pantalla, apenas una ínfima fracción de la escena del jardín:

Un cielo azul amenazado de nubes apostadas sobre los distintos granates de los picudos tejados. El mismo viento que las sujeta zarandea la copa frondosa del coloso que se alza en el centro mismo del cuadrado verde.

Por la puerta entreabierta de la calle me llegan los olores húmedos de la tormenta lejana y la hierba recién cortada; se cuelan también la ovación de las hojas jóvenes, las carreras infantiles y los trinos sorprendidos, arrastrados por rachas fulgurantes.

Sobre el murito de piedra, casi al alcance de mi mano, se detiene de espaldas a la casa; el pelo castaño alborotándosele en la nuca, el abrigo rojo sobre el pijama. Gesticula mi niña con los brazos, acariciando al vendaval, disponiendo el vaivén de cada rama, modulando cada nota, mezclando cada color. Me adorna el mundo con su gracia infinita para que yo lo escriba.

sábado, 12 de mayo de 2012

XVII


El inspector le invitó a sentarse junto a Pablo y, como los anteriores, el muchacho aceptó la sonrisa nerviosa del director con un ligero gesto de alivio. Se presentó con su nombre de pila y tampoco empleó el apellido del chico por no provocar la misma inicial reacción de pánico que observó en sus dos compañeros. Tal vez por ello Julián había sonado más convincente cuando declaró que desconocía cualquier asunto que pudiera haber perturbado a Antonio en los últimos días de su vida.

Aquella había sido su pregunta inicial, la que le pareció apropiada para romper el hielo sin levantar más sospechas de las necesarias. Los muchachos no tenían porqué saber que le apasionaba el reto de desenmascarar un asesino entre aquel selecto grupo de jóvenes. En su fulgurante y todavía prometedora carrera no se había enfrentado a un caso similar; de aquellos que podrían impulsar su ascenso en el cuerpo. Las pruebas forenses, sugerentes pero inconclusas, bien podrían haber sido ignoradas por alguno de sus colegas, pero para él representaban la esencia misma de aquella vocación alimentada en horas interminables de lecturas veraniegas; el minúsculo cabo al que Holmes, Poirot, Rouletabille y el mismísimo Carvalho se habrían aferrado hasta desvelar el misterio.

La  marca del cinturón cubriendo parcialmente sus huellas y un descuidado levantamiento del cadáver, había arruinado cualquier vestigio claro del homicida. Todos habían dado por hecho que se había quitado la vida a pesar de que Antonio no había dejado nota alguna, ni se había comunicado con sus seres queridos antes del suicidio. Si ni siquiera había faltado a su clase de urbanismo esa misma tarde y había confirmado una cita con uno de sus profesores para el día siguiente. La visita a la facultad de arquitectura había dado sus frutos y, aliviado, recibió permiso de sus superiores para proseguir la investigación. No en vano, se había precipitado un tanto al decidir de motu propio informar al director de los hallazgos de la autopsia y comunicarle que muy pronto habría de visitar su tan digno local.

El inspector volvió a observarle mientras Julián trataba de ordenar sus recuerdos de aquella noche fatídica. Le había parecido buena idea acceder a la petición de Pablo, permitiéndole asistir a las entrevistas (que el cura se empeñaba en denominar interrogatorios) con la condición de que en ningún momento intervendría. Hasta el momento, nada de lo que había escuchado le había resultado interesante pero en los gestos (a veces sorprendidos, otros preocupados) del director, estaba empezando a confirmar la existencia del secreto necesario e inevitable en cualquier intriga criminal. Por supuesto que no le había descartado de su interminable lista de sospechosos, pero las reminiscencias de su educación católica le sugerían que, aún tal vez cobarde y mentiroso, el sacerdote habría sido incapaz de matar a uno de sus pupilos. Él le había conducido hasta el cuarto de Antonio y con gesto desencajado había señalado el cuerpo sin vida del chico, anudado por el cuello a la barra de un pequeño armario empotrado, sus pies colgando apenas un par de centímetros sobre el suelo. Frente a él, un montón de ropa aún en sus perchas, cubría la cama y en el suelo un traje caído y un libro abierto eran los únicos signos de desorden. El cura se había acercado a recogerlos como si le incomodara que una de sus habitaciones no estuviera en perfecto estado, pero el inspector se lo había impedido. Algo más tarde le informaron que el estudiante parecía haberse ahorcado tomando apoyo en aquel grueso volumen de historia del arte, tan viejo y manoseado que no esperaba fuera a revelar demasiada información una vez hubieran cumplido su encargo de examinarlo a fondo. Si, como deseaba creer (en contra de la opinión general, apoyada en el vago informe forense) a Antonio le habían colgado estando ya muerto, el libro habría sido colocado allí deliberadamente con el único fin de despistar cualquier otra pesquisa. Esa habría sido la parte más sencilla, mucho menos complicada que alzar el cadáver y atarlo de la barra; tarea que se antojaba imposible para el muchacho enclenque que tenía frente a él.

“¿Y escuchaste algún ruido fuera de la normal?”, le preguntó como a los otros.

Julián alzó la mirada tratando de recordar.

“No”, replicó casi al instante.

Sus tres vecinos más cercanos negaban, pues, haber oído nada que sugiriera acto violento alguno. Tanto como a Pablo parecía aliviarle, a él este punto empezaba a resultarle incómodo.

“Dormiste bien aquella noche”, afirmó el policía y el chico asintió en silencio.

"¿Y que tal desde entonces?"

Julián le miró extrañado y el gesto de enojo en el rostro del cura confirmó que se había percatado de su estrategia.

“Me refiero a si la muerte de tu amigo te está dando vueltas en la cabeza”.

El inspector se encontró con la misma reacción de culpable pesar, lejana del gesto nervioso de inocencia forzada que aún esperaba provocar en alguno de sus compañeros; aquellos que aguardaban su turno esa tarde a la puerta del despacho o cualquiera de los que habría de conocer en los próximos días.

domingo, 6 de mayo de 2012

Por aquellos


Estáis aquí.

Puedo veros revelados en las piedras
que conservan del invierno la humedad.

Os siento cerca, serenos, silenciosos;
ocupando el frío oscuro de los arcos,
asomados en escudos y ventanas
hacia el lento deslizarse de la noche,
calle abajo, acariciando la ciudad.

Sois aquellos,
los que limpian las estrellas
que iluminan mi memoria.

Sois los mismos
que quedaron congelados,
vigilantes de mis sueños,
testigos de buen fiar
que recuérdanme al oído
aquello que ya olvidé.

Los que velan mis ausencias.

Sois los magos
que aparecen por encanto,
que me leen el pensamiento,
que todo saben de mí.

Creo que os conozco a todos.

Estáis aquí, sois los mismos;
sois aquellos,
mis amigos.

martes, 1 de mayo de 2012

XVI


No lo habría guardado de no haber leído su nombre en trazos muy marcados, rodeado de otras palabras (la mayoría incompletas) cercenadas en el borde irregular del papel roto; “…que sí…a Antonio…no me dejó…”. Por el otro lado, la esquina no mostraba más que el cuadriculado fino, casi transparente de la hoja.

Lo había encontrado fregando el servicio del segundo piso, tras la misma taza donde estuvo a punto de tirarlo. Así lo habría hecho de haberlo hallado unas horas antes, con el mencionado estudiante aún con vida. Una vez muerto, sobre todo aquel día después del suicidio, cualquier vestigio del muchacho parecía revestido de solemnidad y hasta su nombre escrito en un papel se antojaba merecedor de un destino más digno que el agujero del váter. Eso y su incorregible afición al cotilleo, le habían llevado a guardarlo en la cartera al lado de la foto de su nieto. De allí lo sacó unos días después con una curiosidad distinta, aderezada de intriga (Pablo podía adornarlo como quisiera, pero a él no se le escapaba que la policía sospechaba algo) y otra vez esa misma tarde, de vuelta del funeral, con una duda creciente.

Nada le hacía pensar que aquellas palabras inconexas tuvieran relación alguna con el trágico final del joven, pero no podía olvidar que en algún lugar, tal vez macerado en el agua de las cloacas o en algún otro rincón de aquel colegio, se ocultaba el resto de la nota; escrita quizás con el mismo trazo intenso, revelando chismes irrelevantes, hechos esclarecedores o secretos acusatorios.

Mariano volvió a inspeccionar la esquina de la hoja, tratando de calcular el valor que adquiriría en manos de la policía. Tal y como la había manoseado, le resultaba imposible imaginar que pudieran encontrar en ella otras huellas que las suyas propias y aquello no le pareció del todo conveniente. El tipo de papel (nada fuera de lo común) tampoco parecía merecedor de ningún interés y tan sólo la caligrafía escrita en tinta azul le pareció potencialmente esclarecedora. Sesudos expertos podrían analizar cada letra al detalle pero sólo él se sentía capaz de descubrir a su autor.

Con este fin se había encerrado en el cuarto de la fotocopiadora, allí donde guardaban cada solicitud y ficha de residente y, tras las diez primeras, empezó a sospechar que no iba a resultar tan sencillo como anticipara. El espacio acotado de los formularios había reducido cada escritura a un casi uniforme tamaño, incomparable al de la nota y la única diferencia apreciable, aquella entre las letras afiladas y las redondeadas del pedazo de papel, le había dejado ya con un par de posibles autores y varias decenas de candidatos aún por revisar.

Para cuando, al cabo de una hora hubo cerrado el último expediente, el portero era ya consciente del absurdo cometido en el que se había embarcado. Con una parsimonia ceremonial vació el cenicero de las colillas de la mañana, colocó sobre él la esquinita de papel y, como si se tratara de su propia pira, dejó que se consumiera el último recuerdo del muchacho.