Rubio
le abordó a la salida del comedor, después de la cena. Su habitual actitud
socarrona que, envuelta en aquel corpachón, a muchos resultaba intimidatoria,
había ido tornando en malhumorada desconsideración desde la muerte de Antonio.
A sabiendas de que a Miguel Ángel no iban a impresionarle ninguna de las dos
fachadas, forzó un gesto medianamente amistoso al proponerle que hablaran de
cierto asunto. El de medicina no tuvo que devanarse la cabeza para saber de qué
se trataba y no le sorprendió que el otro rechazara reunirse en la cafetería y
sugiriera cualquiera de sus cuartos. Miguel Ángel aceptó con escaso entusiasmo
y los dos veteranos tiraron a la par pasillo adelante.
“Ya
sabrás lo que anduvieron preguntando”, empezó Rubio en cuanto entraron en la
habitación.
Asintió
el otro sin decir palabra mientras se sentaba en la cama.
“Quieren
saber si le preocupaba algo”, continuó.
Desde
la silla donde se había sentado, jugueteando con la pluma que había sobre la
mesa, le miraba con una intensidad casi amenazadora, como si tratara de
averiguar qué le pasaba por la cabeza y de advertirle que lo guardara en
secreto.
“Si
estaba enfadado con alguien”, añadió, quitándole la tapa a la Montblanc.
“Eso
dicen”.
Miguel
Ángel se puso en pie y, a un simple gesto, el otro le devolvió la pluma bien
cerrada. Se fue entonces hacia la ventana y, mirando al aparcamiento, dijo con
desgana:
“Supongo
que sólo sus amigos sabríais cómo estaba”.
“Eso
nada más lo sabíamos nosotros, sí”, afirmó con un tinte de rabia pero un aplomo
que no dejó de sorprender al futuro
médico.
“Pues
ya lo explicarás cuando te toque”, replicó, dándole todavía la espalda.
“Y tu,
¿qué les vas a contar?”
Miguel
Ángel esbozó una sonrisa de satisfacción que borró de su rostro antes de
volverse hacia él.
“¿A qué
te refieres?”
“Mira,
por mucho rencor que le guardes, nadie tiene por qué saber ciertas cosas”
Reaccionó
con un gesto de sorpresa, sujetándose una creciente excitación. Estaba
dispuesto a disfrutar por todos los que hubieran merecido asistir a aquello.
“¿No te
vale con verle muerto?”, apeló Rubio.
“Si no
me importó de vivo”.
“Pues
entonces, déjalo estar”.
“Creo
que también quieren saber si le echamos de menos”.
“Venga,
Míguel”.
Disculpó
su exceso de confianza, desconocido hasta la fecha, por lo delicado de la
situación. De sobra sabía que a Rubio no le daba el corazón para tanta lealtad.
Si estaba tolerando que le humillara no podía ser por salvaguardar la
reputación de su amigo muerto, ni mucho menos la del colegio. Tamaña
demostración de docilidad le vino a despejar cualquier duda. Lo que, en un
descuido, Antonio le había dejado ver hacía unas semanas, resultó ser lo que
parecía y, a buen seguro, no era sólo para él. Si la policía se enteraba de
aquello no sólo el inmaculado nombre del estudiante modelo iba a verse
empañado; los proyectos de otros cuantos, ya bajo el severo escrutinio de sus
mecenas y progenitores, podían esfumarse para siempre.
“¿No
deberías pedirle a otros que callaran?
Rubio
le miró algo confundido y dejó que un gesto de pánico se hiciera evidente en su
rostro antes de aclarar:
“No fue
a mi a quien torturasteis durante semanas”.
El otro
suavizó su tensión al saber que sólo se refería a las novatadas; bastante
tenían ya con un posible chivato.
Rubio
se levantó de la silla y, recuperando su aspecto de perdonavidas, se fue hacia
él hasta quedar a un palmo. Miguel Ángel tuvo que mirar hacia arriba para
encontrar su mirada desafiante, pero no retrocedió ni un milímetro.
“¿No lo
habrás ido ya contando por ahí?”
Dejaron
ambos pasar un puñado de incómodos segundos hasta que el gigante continuó:
“Sólo
lo tomó un par de veces”, le disculpó separándose hacia la cama. “No hay
necesidad de que disgustemos a su familia... ni a Pablo”, añadió con un uso
maquiavélico del plural.
Miguel
Ángel comprendió que Rubio tenía razón. Su enemistad con Antonio databa de
tiempos mucho más antiguos, aquellos en que su compañero de clase de piano había
empezado a dar muestras de una perversa tendencia a la mentira y la traición. Por
entonces atesoraba ya un irresistible atractivo para profesores y chiquillería
que le convertían en alumno ideal y ansiado amigo. Con los años pudo liberarse
de su dañino encanto y sus caminos se apartaron lo suficiente para no saber del
otro, hasta que volvieron a cruzarse en los pasillos de aquella residencia.
Tras el impacto de su muerte le había ido quedando un regusto de amarga
satisfacción por esperada y merecida. Aquel canalla debía haber sentido al fin
parte de la culpa que había ido acumulando a lo largo de su vida y la había
pagado de la peor manera posible. Rubio estaba en lo cierto; no había necesidad
de castigarle más, ni de cargarle a su familia ninguna de sus secretas
miserias.
“Ninguna”,
admitió.
De no
haberse percatado de su valor, hubiera seguido apretando la pluma en sus manos
hasta partirla en dos. Tras su efímera ventaja, había dejado que Rubio saliera
de su cuarto con la certeza de otra victoria que a él le resultaba tan
humillante como todas las anteriores.