sábado, 25 de abril de 2020

El ratón culpable


Un ratón temeroso vivía en una madriguera gobernada con mano firme por una rata imponente. Cada vez que algo salía mal la rata no paraba hasta hallar un responsable y, cuanto más difícil era dar con él, más duro era el castigo.

Como casi nunca resultaba claro quien, de entre la multitud de roedores, provocaba cada fallo, el ratón temeroso empezó a sentirse culpable ante el mínimo percance y, por evitar mayor castigo, se declaraba responsable de inmediato.

El resto de los ratones, al saber que alguien más pagaría por sus errores, empezaron a relajarse y a descuidar su trabajo, así que al poco tiempo los fallos se multiplicaron y fueron agravándose.

Un día que la madriguera fue descubierta por las voraces comadrejas, la rata convocó a todos sus ratones y bramó por el culpable. De inmediato todos miraron al ratón cobarde que, al instante, volvió a admitir:

- Seguro que fui yo.

La rata le miró furiosa pero esta vez no le castigó.

- Me disgusta tu torpeza – le dijo – tanto como admiro tu valor. Ningún otro habría reconocido su culpa por un descuido tan grave.

Y, creyéndole en verdad el más valiente del grupo, decidió enviarle a parlamentar con las hambrientas comadrejas, que merodeaban alrededor tratando de hallar el modo de entrar en la madriguera.

El ratón cobarde no pudo negarse y temblando salió al  encuentro de sus enemigas, con la esperanza de que creyeran que allí sólo vivía él y que estaba tan enfermo que les haría daño al estómago si le devoraban.

Pero las comadrejas intuyeron que mentía y, al primero de sus gruñidos, el ratón les contó todo cuanto querían saber. Después y en un santiamén se le zamparon de un bocado y siguieron con todos los demás que hallaron escondidos en su guarida.


Cada cual ha de hacerse responsable de sus actos pero no de los de otros. Si asumes errores ajenos o les cargas tus culpas a los demás, acabarás pagando con creces.

miércoles, 1 de abril de 2020

Desde la cama

Enredadas en eternos atardeceres distancias insalvables aguardan tras la puerta del dormitorio. Oleajes acompasados con relojes de pared, playas vacías y pasillos abarrotados. Me avergüenzo de las ocasiones perdidas entre impotencia y nulidad. Los desiertos más cercanos eran aquellos que acechaban entre las sábanas y los mejores miedos los que anidaban en la mirada de los otros, multitud de desconocidos que comparten de pronto nuestras mismas inquietudes; risas histéricas con el gesto agrio de incertidumbre dictada a bandazos por veletas de nada fiar. Noches que transitan por lugares comunes, diminutos, de peligros cotidianos que, al cerrar los ojos, se disipan y desatan ventoleras que despliegan los espacios en paisajes inabarcables donde esconderse y soñar, ajenos a los augurios y las amarguras. Urge un despertar sereno en un lecho mullido, desperezarse a la luz de un templado amanecer que recuerde aquellos de la infancia, con los silencios propios de la vida rebosante que ya no se esconde pero escucha prudente los mensajes de las hojas y los pájaros, de las campanas que preceden al bullicio, dispuesta a regresar por sus fueros, libre al fin de ataduras y de males.