jueves, 19 de julio de 2012

Evasión


Llegó hasta el mismo fondo de la tierra a posarse en la pared húmeda de la celda, se coló por resquicios imposibles llevada por la fuerza imparable de su naturaleza y quedó quieta, expectante, con ganas de seguir.

El reo la observó callado, acostumbrado a un silencio corrosivo que le había ido devorando durante años. Por no perturbarla o tal vez incapaz ya de dar muestras de vida, permaneció inmóvil, acuclillado en el rincón más tenebroso, allí donde la oscuridad se había fundido con la piedra en un pozo sin comienzo ni final por el que ansiaba cada instante deslizarse, sin alcanzar el valor de dejarse llevar.

Vibró sobre la pared y en los ojos secos del cautivo se estremeció el reflejo minúsculo e hiriente hasta llenárselos de lágrimas. Un recuerdo intrascendente de siesta serena bajo la copa frondosa de un árbol le devolvió la misma caricia del sol tamizado por las hojas y, como un torbellino, le asaltaron también los sonidos y los olores de una tarde antigua de verano.

El hombre percibió sus miembros recuperar parte de la fuerza y el calor de otros tiempos y logró ponerse en pie. Renqueante, se aproximó con cuidado y, justo antes de que en algún lugar lejos de allí quedara enredada en otras sombras, alcanzó por un instante a tenerla en la palma de su mano.

martes, 17 de julio de 2012

XXIV


A Miriam le faltó tiempo para calzarse y ponerse el abrigo. Aguardó, sin embargo, pegada a la puerta hasta oír la de su amiga cerrarse en el cuarto contiguo. Por nada del mundo quería escuchar sus explicaciones ni que la entretuviera con pamplinas que la despistaran de su urgente cometido.

Al llegar al portal se asomó con cautela para comprobar que el chico se había marchado. Supuso que iría a comer y, por más que le costó, consiguió sujetarse la urgencia para no alcanzarle de camino a la residencia.

Le resultó desagradable sortear el gentío que a aquellas horas atestaba la plaza. La atravesó rumiando sus confusos pensamientos y tratando de encauzar la ira hacia su justo destinatario. En el fondo, pensó, Charo era una pobre incauta que aún no había superado la muerte cobarde de su pretendiente y no era de ley hacerla responsable de sus imprudencias. Ellos, sin embargo (Miriam apretó los puños y se mordió el labio superior), merecían todo su desprecio por intentar aprovecharse de una cría vulnerable.

En circunstancias como aquella, Miriam se sentía afortunada y orgullosa de los estrictos valores que le habían inculcado desde niña. Ufana, se reconocía imprescindible para salvaguardar la virtud y el bienestar de Charo y, a pesar de los signos de rechazo que había empezado a observar en su amiga, estaba convencida de que algún día se lo agradecería como merecía.

Para cuando entró en el recinto del colegio y cruzó el aparcamiento bajo las miradas insistentes de un grupo de chavales que jugaban al futbol, Miriam ya había calculado la manera de hacerlo. Con la cabeza bien alta entró en el vestíbulo, se acercó a portería y le pidió al encargado que le avisara de que tenía visita.

viernes, 13 de julio de 2012

La vida de un libro


El libro resbaló de sus manos pero el impacto en el suelo no fue suficiente para despertarle. Cayó abierto, sobre la madera pulida y quedó inmóvil, como un vencejo derrotado, incapaz de batir las alas para alzar de nuevo el vuelo.

Soñó que regresaba siendo niño, que se encontraba postrado de aquel modo (viejo, exhausto, abandonado); se acercaba corriendo y se besaba en la frente, con cuidado, por no despertarse. Tomaba entonces el libro entre sus manos y retomaba el relato, despacio, muy quedo, hasta  que en el sueño se dormía también, mucho más profundo y para siempre.

El muchacho dejó de leer y cerró el libro con delicadeza. Volvió La mirada al hombre y durante unos segundos la mantuvo tierna, inmóvil, capaz de percibir el eco de sus últimas palabras, confortando el alma del anciano. Le pareció que los párpados cerrados vibraban ligeramente y no supo decir si fueron sus manos o el libro que sujetaban las que se estremecieron también, transmitiéndole una energía serena pero imparable.

El muchacho se puso en pie, apagó las luces y salió del cuarto sin hacer ruido. 

martes, 10 de julio de 2012

XXIII


Se levantó de su asiento tan pronto el catedrático se quitó las gafas y, antes de que sus amigos pudieran siquiera intentar atraer su atención desde el otro lado del aula (ya había llegado intencionadamente tarde por evitarles), salió al pasillo con la mirada en el suelo, tratando de ocultar el rubor que bullía en su rostro al fuego de decenas de miradas enfocadas sobre ella.

Charo había esperado que, más de un mes después del suicidio, su reciente popularidad se hubiera ido apaciguando, pero resultaba evidente que las condolencias persistían y que bien podrían  durar mucho más incluso que su propia pena. Avergonzada por un repentino sentimiento de odio hacia el difunto, bajó corriendo las escaleras con su carpeta bajo el brazo y se lanzó a la calle sin rumbo fijo.

El frío intenso sobre su rostro la ayudó a contener unas lágrimas que creyó de rabia, pero que resbalaron a empaparle el corazón y la sumieron en una congoja imposible de disimular. Consciente de su patético aspecto, aceleró esquiva hacia el parque y se fue hasta el banco más apartado del paseo.

Aún no había tenido la oportunidad de perdonarse (ni siquiera pudo perdonarle a él), pero la culpa empezaba a resultarle vana e irreal. Por primera vez desde que supo a ciencia cierta de lo que había sido capaz, lo aceptó tal y como en vida tantas veces le había suplicado que hiciera. Sin poder evitarlo, las memorias más serenas, aquellas que en sus propios instantes pasaron casi desapercibidas, habían comenzado a ocupar sus desvelos, dándole forma a un recuerdo idealizado del muchacho que le hubiera gustado conocer, aquel con quien ya había compartido mucho más que con ningún otro.

No pudo, ni quiso, esta vez detenerlo y comenzó a sollozar muy queda con un ligero temblor en sus hombros, que no le pasó desapercibido desde el seto tras el que se ocultaba.

Con artificial y sospechosa parsimonia, se aproximó hacia ella; las manos en los bolsillos de su cazadora de cuero negro y la cabeza hundida entre los cuellos levantados.

En cuanto le vio acercarse, Charo percibió cierta urgencia enfermiza en su mirada ansiosa y su marcha inestable. Instintivamente, se puso en pie y tiró hacia el más concurrido paseo central. No había caminado diez precipitados pasos cuando se detuvo sobresaltada.

“Hola”, saludó azorado, Romero.

La chica le miró con un alivio que a él le sorprendió gratamente. Por fortuna, no parecía haberse percatado de que la había seguido hasta allí o, tal vez (y mucho mejor aún), no le había importado en absoluto que lo hiciera.

De un vistazo furtivo, Charo se cercioró de que el hombre se alejaba en dirección opuesta y, sujetando a Romero del brazo, le instó a salir del parque.

“Me gusta venir por aquí de vez en cuando”, apuntó torpemente el chico al detenerse junto a ella en el cruce.

Charo asintió sin decir nada, con la mirada fija en el monigote rojo del semáforo. Ahora que el peligro (si es que hubo alguno) había pasado, volvía a sentir la necesidad imperiosa de estar sola. En cuanto estuvieron del otro lado de la calle forzó una mirada de disculpa que no llegó a acompañar de excusa alguna, pues antes de pronunciar palabra, Romero declaró muy serio:

“Ni sus amigos más íntimos son capaces de explicar lo que pasó”.

Desde el  momento mismo en que reunió el valor necesario para abordarla a la salida de la facultad, había decidido que la mejor manera de demostrarle que estaba dispuesto a ayudarla sería aliviarle la culpa que, a buen seguro, aún la torturaba.

“A ninguno se le ocurre nada que pudiera haberlo evitado”, insistió, consciente de lo delicado del comentario.

El silencio eterno que siguió mientras paseaban camino de la residencia, le alarmó en grado sumo y, en un desesperado intento de no perderla, Romero añadió:

“Y mira que le conocían bien”.

“A la mejor resulta que nadie sabía cómo era”, reflexionó sin mirarle, pensando en aquel otro muchacho que desveló su secreto.

“Ni siquiera yo misma”, confesó con voz entrecorta y una mirada llena de lágrimas, que a Romero le partió el alma en dos.

No hablaron más, pero Charo le permitió acompañarla hasta su colegio y llegó a devolverle una sonrisa al despedirse en el portal.

Tal vez Romero no se hubiera sentido tan dichoso si hubiera podido ver el gesto iracundo de Miriam en la ventana de su cuarto tres pisos más arriba. Tal vez le hubiera incluso preocupado su oscura amenaza, de haber llegado a escuchar algo más que el eco de la voz del ángel que le había acompañado.

viernes, 6 de julio de 2012

Perspectivas


Asomó la cabeza y se encontró inmersa en un paisaje acogedor, rodeada de abigarradas colinas y valles repletos de chiquillos entretenidos en revolver por todas partes. Descubrió con placer que el lugar era propicio para asentarse y prosperar, que todo alrededor era abundancia y seguridad. En absoluto le importunaron las nubes negras que ocultaban un sol de justicia, ni el ruido ensordecedor de motores cercanos; allí había nacido y allí habría de quedarse para siempre.

Uno de los chavales se acercó, arrastrando una bolsa a medio llenar. La rata se ocultó cauta y, magnánima, permitió que le arrancara un pedacito de miseria al paraíso terrenal que compartían.

martes, 3 de julio de 2012

XXII


Atravesó el vestíbulo como una exhalación, subió los escalones de dos en dos hasta el primer piso y llegó a la habitación de su amigo sin cruzarse con nadie por el pasillo.

Miguel Ángel le recibió con mal disimulada desgana y un gesto de burla al fijarse en el balón que llevaba bajo el brazo. De todos era sabida la escasa afición del veterano a practicar deportes de equipo y su incomprensión por aquellos que los disfrutaban así hiciera un sol de justicia o cayeran chuzos de punta.

“¿Tienes un minuto?”

“Claro, entra”.

A Díaz le ocurría a menudo que le asaltaban dudas enormes y angustias profundísimas y entonces dejaba de ser el compañero impasible e indiferente, el consejero imparcial que todos necesitaban de cuando en cuando. De natural reservado, el espejo de su alma era, sin embargo, tan pulido y diáfano que a nadie escapaban aquellas crisis pasajeras que solían sucederle a principios de semana.

“¿Qué te pasa?”

“Ese policía no es trigo limpio”.

Que su amigo se expresara como su propia madre le vino a sonar mucho más preocupante que lo que le rondara la cabeza.

“¿Y eso?” Indagó, cauto.

“No sé, me ha mirado de una forma rara”.

“Claro”, suspiro el de medicina.

Díaz le clavó una mirada severa que le obligó a ceñirse a sus correctos y considerados modales.

“Cuando yo hablé con él no le noté nada raro”.

“Ni yo. Ha sido ahora, desde el cuarto de Pablo. Parecía otra persona”.

Miguel Ángel se sentó en la cama, a su lado y aguardó a que el otro continuara.

“Me da en la nariz que anda con la mosca detrás de la oreja”.

El veterano no pudo dejar de sonreír; el uso semántico de apéndices corporales auguraba una conversación interesante.

“Me miró como si fuera un criminal”.

“¿Por qué iba a hacer eso?”

“Tal vez porque aún no lo ha encontrado”.

Díaz dominaba el uso de silencios y de frases solemnes (a veces demoledoras como aquella) y esa tarde, a pesar de la ansiedad que aún le atenazaba, consiguió uno de los efectos más extraordinarios de su vida; Miguel Ángel, icono de serenidad, había mudado el gesto divertido  por una repentina mueca  de preocupación. Por un instante abrió la boca como si fuera a protestar, pero el veterano no se atrevió a expresar sus tétricos pensamientos y con titánico esfuerzo se obligó a ignorar las enfermizas y veladas hipótesis que en cuestión de unas pocas horas le habían sugerido dos de las personas más cabales que conocía.

“Venga ya”, trató en vano de devolverle la cordura.

Pero Díaz se parapetó, abrazado a la pelota y, exagerando un gesto de congoja, musitó:

“El domingo pasado, cuando volvía de casa, escuché que alguien lloraba”.

“Algunos le echan de menos”.

“Seguro que Gerardo no”.

Miguel Ángel cerró los ojos y suspiró.

“Lloraba de rabia, ¿sabes? Sin una pizca de pena”.