Se
levantó de su asiento tan pronto el catedrático se quitó las gafas y, antes de
que sus amigos pudieran siquiera intentar atraer su atención desde el otro lado
del aula (ya había llegado intencionadamente tarde por evitarles), salió al
pasillo con la mirada en el suelo, tratando de ocultar el rubor que bullía en
su rostro al fuego de decenas de miradas enfocadas sobre ella.
Charo
había esperado que, más de un mes después del suicidio, su reciente
popularidad se hubiera ido apaciguando, pero resultaba evidente que las
condolencias persistían y que bien podrían
durar mucho más incluso que su propia pena. Avergonzada por un repentino
sentimiento de odio hacia el difunto, bajó corriendo las escaleras con su
carpeta bajo el brazo y se lanzó a la calle sin rumbo fijo.
El frío
intenso sobre su rostro la ayudó a contener unas lágrimas que creyó de rabia,
pero que resbalaron a empaparle el corazón y la sumieron en una congoja
imposible de disimular. Consciente de su patético aspecto, aceleró esquiva
hacia el parque y se fue hasta el banco más apartado del paseo.
Aún no
había tenido la oportunidad de perdonarse (ni siquiera pudo perdonarle a él),
pero la culpa empezaba a resultarle vana e irreal. Por primera vez desde que
supo a ciencia cierta de lo que había sido capaz, lo aceptó tal y como en vida
tantas veces le había suplicado que hiciera. Sin poder evitarlo, las memorias más
serenas, aquellas que en sus propios instantes pasaron casi desapercibidas, habían
comenzado a ocupar sus desvelos, dándole forma a un recuerdo idealizado del
muchacho que le hubiera gustado conocer, aquel con quien ya había compartido
mucho más que con ningún otro.
No pudo,
ni quiso, esta vez detenerlo y comenzó a sollozar muy queda con un ligero
temblor en sus hombros, que no le pasó desapercibido desde el seto tras el que
se ocultaba.
Con artificial
y sospechosa parsimonia, se aproximó hacia ella; las manos en los bolsillos de
su cazadora de cuero negro y la cabeza hundida entre los cuellos levantados.
En cuanto
le vio acercarse, Charo percibió cierta urgencia enfermiza en su mirada ansiosa
y su marcha inestable. Instintivamente, se puso en pie y tiró hacia el más
concurrido paseo central. No había caminado diez precipitados pasos cuando se
detuvo sobresaltada.
“Hola”,
saludó azorado, Romero.
La chica
le miró con un alivio que a él le sorprendió gratamente. Por fortuna, no parecía
haberse percatado de que la había seguido hasta allí o, tal vez (y mucho mejor
aún), no le había importado en absoluto que lo hiciera.
De un
vistazo furtivo, Charo se cercioró de que el hombre se alejaba en dirección
opuesta y, sujetando a Romero del brazo, le instó a salir del parque.
“Me
gusta venir por aquí de vez en cuando”, apuntó torpemente el chico al detenerse
junto a ella en el cruce.
Charo asintió
sin decir nada, con la mirada fija en el monigote rojo del semáforo. Ahora que
el peligro (si es que hubo alguno) había pasado, volvía a sentir la necesidad
imperiosa de estar sola. En cuanto estuvieron del otro lado de la calle forzó
una mirada de disculpa que no llegó a acompañar de excusa alguna, pues antes de pronunciar palabra, Romero declaró muy serio:
“Ni sus
amigos más íntimos son capaces de explicar lo que pasó”.
Desde
el momento mismo en que reunió el valor
necesario para abordarla a la salida de la facultad, había decidido que la mejor
manera de demostrarle que estaba dispuesto a ayudarla sería aliviarle la culpa que, a buen seguro, aún la torturaba.
“A
ninguno se le ocurre nada que pudiera haberlo evitado”, insistió, consciente de lo
delicado del comentario.
El silencio
eterno que siguió mientras paseaban camino de la residencia, le alarmó en grado
sumo y, en un desesperado intento de no perderla, Romero añadió:
“Y mira
que le conocían bien”.
“A la
mejor resulta que nadie sabía cómo era”, reflexionó sin mirarle, pensando en
aquel otro muchacho que desveló su secreto.
“Ni
siquiera yo misma”, confesó con voz entrecorta y una mirada llena de lágrimas,
que a Romero le partió el alma en dos.
No hablaron
más, pero Charo le permitió acompañarla hasta su colegio y llegó a devolverle
una sonrisa al despedirse en el portal.
Tal vez
Romero no se hubiera sentido tan dichoso si hubiera podido ver el gesto
iracundo de Miriam en la ventana de su cuarto tres pisos más arriba. Tal vez le
hubiera incluso preocupado su oscura amenaza, de haber llegado a escuchar algo más
que el eco de la voz del ángel que le había acompañado.