jueves, 29 de marzo de 2012

XII

Supo que algo iba mal en cuanto le vio entrar con aquella mueca ridícula, burda imitación de la habitual sonrisa cínica con que gustaba mostrarse delante de sus “súbditos”. Tal vez sus compañeros lo notaron también pues un respetuoso silencio se adueñó de la sala mucho antes que el director tuviera oportunidad de reclamar su atención, pero nadie como él percibió el miedo en la mirada de Pablo al recorrer su audiencia ni el falso tono tranquilo que empleó al ponerles al tanto del asunto. Quizás los otros le creyeran, pero él ya conocía la verdad. Si la policía iba a regresar no era porque tuvieran que hacer inventario de cuanto Antonio dejaba, ni para cerciorarse de que sus amigos quedaban con bien. Si volvían por allí sería para buscar un asesino.

Recordó el impulso, largamente imaginado, de abalanzarse sobre él, la nula resistencia de sus manos desnudas a agarrarle por el cuello y presionar sin piedad, indiferente a los inútiles forcejeos del otro. No se arrepintió de aquella sensación ni siquiera entonces, al pensar que la policía había hallado sus huellas sobre el cadáver de Antonio y podrían andar tras su pista. Su primer impulso, sin embargo, al suponerse descubierto, fue escapar de allí antes que dieran con él. Saldría esa misma noche y marcharía… Comenzó a temblar al imaginar el frío y la soledad. Comprendió que no podría llegar lejos, que huyendo de tal forma sólo conseguiría incriminarse aún más. Quizás fuera eso mismo lo que buscaban, quizás por ello no estaban allí y habían encargado al director que les pusiera sobre aviso; a todos juntos, en asamblea.

El alivio que sintió al saberse aún anónimo entre el resto de estudiantes, le resultó suficiente para afrontar sus comentarios pueriles al abandonar la sala y sujetar sus pasos de vuelta al dormitorio.

martes, 27 de marzo de 2012

Refrescando memorias al calor de tres días gloriosos

Casi había olvidado ya el ruido del tráfico con la ventanilla bajada, la inofensiva violencia del aire tibio atravesando el coche de parte a parte, el olor cambiante de los atascos, los campos y las meriendas recalentándose en el maletero. Apenas recordaba el sudor pegajoso adhiriéndome a los asientos de plástico, la omnipresente trasera de un camión en el parabrisas salpicado de bichos espachurrados; el sueño que se despeja con las ganas de hacer pis, las canciones intuidas tras las interferencias de la radio, el desfile de llanuras y montañas, de pinares y naranjos, de toros de chapa y gordos neumáticos, de nombres míticos añorados por un año (“Puente de los Franceses”, “Motilla del Palancar”, “Novelda”…), justo antes de la que siempre pareció primera visión de aquel azul distinto, desprendido del cielo como una merecida recompensa.

sábado, 24 de marzo de 2012

Indigestión semántica

Supo que algo le había sentado mal en cuanto las tripas empezaron a revolvérsele como sólo años atrás recordaba. Tuvo que sujetarse el estómago disimulando un evidentísimo gas abrirse camino hacia alguna revuelta de sus intestinos y maldijo el café cargado que le había servido de escaso desayuno aquella mañana. Cayó en la cuenta, sin embargo, de que aquel brebaje era, poco más o menos, lo mismo que se metía en el cuerpo cada día, con los ojos aún acostumbrándose a los sucios amaneceres de enero y sospechó que era algo más lo que le estaba torturando de aquella manera.

Miró a su alrededor y se alegró de no haber probado las socorridas galletas y los mejunjes varios que le habían ofrecido al llegar. No; tan nauseabundos como parecían, resultaba improbable que le hubieran hecho enfermar con su sola presencia y aromas. De así haber sido, hubiera esperado que alguno de sus colegas estuviera dando muestras (visuales, sonoras u olfativas) de cuanto él continuaba sufriendo, pero si algo padecían aquellos infelices era una verborrea maligna y contagiosa que parecía no tener remedio. De sus bocas salían toda clase de palabras dañinas repetidas una y mil veces (miedo, imposible, fracaso, peligro, ¡cuidado!), vocablos que juntos o incluso por separado resultaban tan difíciles de digerir como una guindilla o un sable de faquir y que, sin duda, eran responsables de sus retortijones y quebrantos.

Lejos de calmarse, al conocer que eran las palabras el origen de su mal, empezó a notarlas aún más letales, arañando sus entrañas a medida que le recorrían de arriba abajo y creyó que pronto le abrirían en canal y se desparramarían entre sus vísceras para horror de sus compañeros que, ante tal espectáculo, recrudecerían el nivel de su agresivo pesimismo hasta irse destruyendo uno por uno.

Desesperado, cerró la boca, pero siguió tragando los fonemas mortales. Trató de ignorarlos entonces, mas tan largamente aprendidos, resultaba imposible despojarlos de su veneno. Se hubiera tapado los oídos, hubiera gritado para ahogar sus voces, hubiera escapado pero, como un conjuro, escuchó pronunciado su nombre entre las pérfidas palabras y quedó sujeto a su asiento, cobarde, incapaz de protestar, de rebelarse contra aquellos que se decían sus amigos y que habrían de certificar el empacho letal que se le llevó por delante.

lunes, 19 de marzo de 2012

XI

No había vuelto a entrar en la habitación desde aquella funesta mañana. Ahora estaba solo y el cuarto vacío, pero la angustia descontrolada de Luisa cuando le mostró el espectáculo y la suya propia al acompañar a la policía unos minutos después, eran idénticas a la de aquel día y, aún sin su presencia, el cuerpo inerte del joven seguía causándole una desolación infinita que volvió a inundarle los ojos de lágrimas. 

Los muchachos estaban reunidos en asamblea en el salón de actos. Allí les había convocado para tratar de convencerles de lo que él mismo no lograba creerse; que ni la muerte ni el miedo iban a alterar sus vidas entre aquellas paredes. Llevado de un incomprensible impulso masoquista o como si necesitara imbuirse de la esencia tranquila del joven que había conocido, entró en su cuarto aprovechando la soledad de los pasillos. Tan sólo tenía un par de minutos antes que empezaran a echarle en falta, así que se fue directo a la mesa donde todavía se acumulaban desordenados un montón de papeles y de libros. 

No recordaba haberlo visto así cuando estuvo por última vez, por lo que asumió que la policía había revuelto algo sus cosas antes de permitirles devolvérselas a la familia del chico. Los padres habían sobrellevado la terrible desgracia con una entereza que parecía artificial, “seguramente fruto de los tranquilizantes”, había sugerido el psicólogo que le ayudó a pasar el mal trago de confirmarles la noticia y pedirles paciencia hasta que pudieran llevarse a su hijo con sus pertenencias. Ayer mismo habían hablado por teléfono y les había asegurado que preguntaría  a la policía. Un día después, el auricular le había quemado en las manos cuando, siguiendo el consejo del inspector, decidió no llamarles. “Déjenoslo a nosotros”, le había pedido el policía. “Al muchacho podrán enterrarlo esta semana y, en cuanto hayamos terminado con ellas, se podrán llevar también sus cosas”. Sus cosas; en momentos como aquel, el director recordaba lo efímero y baladí que a veces la vida de uno resultaba. Antonio podía haber sido uno de los estudiantes más populares y acomodados de cuantos había acogido la residencia en sus veinte años de historia, pero, a la fin y a la postre, todo cuanto dejaba cabía entre aquellas cuatro paredes, en un cuarto idéntico al de sus compañeros menos afortunados. Pablo no pudo aguantarse la tentación de volver a compararle con aquellos otros pupilos de los que se avergonzaba en secreto y que hubiera preferido nunca contaran entre los habitantes de tan digno y renombrado colegio. Disimulando la vergüenza de sincero pesar, lamentó que la muerte no se hubiera llevado a otro, alguno de aquellos mezquinos que envidiaban a Antonio y a él le criticaban por favorecer aquello de lo que carecían: camaradería, tolerancia, paciencia y  buen humor. Les imaginó a todos juntos, esperándole en el salón. ¿Cuál de ellos hubiera debido morir? ¿Cuál de ellos sería un asesino?

Tratando de no tocar nada (aún no sabía el uso que la policía haría de todo ello ahora que sospechaban un crimen) intentó dar con aquello que, tal vez, el chico hubiera comenzado esa noche, justo después de hablar con él y tan solo unas horas antes de perder la vida. Pero no halló entre los papeles desordenados trazos distintos de los garabatos tomados al vuelo en interminables horas de clase; vocablos técnicos y gráficos complejos muy distintos a la sencillez y claridad que su otra tarea (aquella que le había recomendado) hubiera requerido. De cualquier modo y, como si aún creyera en el infierno, musitó una oración por el alma del suicida, suplicando que aquel postrer buen propósito sirviera para aliviarle el peso de tan mortal pecado y, acto seguido, se acordó de su hipotético asesino con una maldición impropia de sus votos.

jueves, 15 de marzo de 2012

La vida en un suspiro

Trato de quitármelos de encima
(cada efímero segundo)
mas me siguen cayendo despiadados;
constante, eterno flujo de momentos,
presente sin fin sobre la misma cosa
que se deja, sumisa, recubrir de madurez
hasta no poder ya reconocerse.

Hoy despierto una vez más
al rítmico sosiego del pecho de mi madre,
con sorpresa alcanzo el espejo del lavabo
y, sin tiempo de gritar o de pararle,
me devora un hombrecillo calvo.

sábado, 10 de marzo de 2012

X

Pablo se desplomó en el asiento de su pequeño Volvo. Por más que deseaba escapar de allí, se sentía incapaz de arrancar el motor y conducir el coche por las atestadas calles del centro. Tras un par de minutos con la mirada fija en los dígitos del aparato de música y consciente de la atención que su gesto desencajado iba despertando en los transeúntes que pasaban por la acera, decidió salir él también y tratar de calmar su ansiedad dando un paseo.

Pero aquella mañana, el efecto tantas veces terapéutico de los escaparates, las terrazas y los retazos de conversaciones ante semáforos en rojo, no le sirvió para aliviar la tremenda inquietud que le bloqueaba el pensamiento y le revolvía las entrañas. El inspector había tratado de sonar tranquilizador cuando le comunicó que sólo era una hipótesis sugerida por ciertos datos en el resultado de la autopsia, pero no pudo ocultar un tono demasiado suspicaz al preguntarle por cualquier posible enemistad o rencilla en las que Antonio anduviera enredado.

Pablo no le conocía ninguna tan seria como para…Una nausea le alcanzaba la garganta cada vez que imaginaba lo que el policía había finalmente admitido. Ciertas marcas halladas en el cuello del muchacho podían indicar que había sido atacado. Tan vaga conjetura podía resultar anecdótica y hasta interesante desde su punto de vista profesional, pero para el director suponía la angustia horrorizada de convivir con un asesino.

El inspector se había opuesto a cerrar el colegio; una medida desproporcionada en su opinión, sin motivos claramente fundados y que podía dar al traste con las necesarias pesquisas que el caso requería. No; los estudiantes no tenían porqué padecer los tremendos inconvenientes de verse desalojados de sus habitaciones en medio del curso académico. La policía completaría su trabajo con diligencia y discreción y, por supuesto, velaría por la seguridad de todos y cada uno de los residentes. Pablo había insistido; los muchachos tenían derecho a saber si estaban en peligro y debían conocer la verdad. El problema es que aún no sabían a ciencia cierta lo que había sucedido y tal vez nunca lo supieran si una desbandada general daba al traste con las investigaciones. Casi le había convencido de que, a buen seguro, las sospechas de un crimen eran infundadas y que, aún habiendo un asesino, en nada le convenía causar más daño, sino pasar desapercibido y, tal vez, escapar cuando se sintiera acorralado. Parecía, pues, necesario que Pablo permitiera a la policía  realizar su trabajo con la esperanza de que ninguno de los chicos se sintiera intimidado y que, como se empeñaba en apuntar el inspector, nadie corriera ningún riesgo ni fuera encontrado culpable de la (aún y mientras no se demostrara lo contrario) autoinfligida muerte de Antonio.

Para cuando se hubo recompuesto lo suficiente para regresar, las calles se habían apaciguado en almuerzos y sobremesas. Todavía estaba a tiempo de encontrar abierto el comedor, pero aún con apetito, le hubiera resultado imposible sentarse a la mesa con ninguno de sus pupilos. Prefirió, pues, encerrarse en su despacho no sin antes advertirle a Mariano que subiera a verle en cuanto hubiera terminado de organizar la correspondencia. Mientras llegaba, trató de calcular las palabras justas y adecuadas con que transmitir las instrucciones sin disparar alarmas ni levantar sospechas. Bien conocía al portero y no menos a sí mismo como para recelar de la soltura de sus lenguas (por indiscreta la del empleado y por floja y ansiosa la suya propia). Garabateó cuatro palabras en un papel y se dispuso a una espera tensa, sentado muy digno tras su imponente mesa.

“¿Da su permiso?”

“Pasa, Mariano”

“Cierra la puerta”, añadió al ver que el otro se quedaba en el umbral con aquel aire eternamente cansado.

“He estado con la policía”, mal empezaba, pensó. Pero a Mariano no le sorprendió.

“Ya le hicieron la autopsia”, afirmó con un pasmoso desinterés más falso que el oro de su reloj de pulsera.

Pablo asintió sin mirarle.

“Van a tener que volver a revisar algunas cosillas”.

Un casi imperceptible gesto de satisfacción en el rostro de Mariano le confirmó que se estaba equivocando, pero, incapaz de detenerse, continuó aún con la mirada fija en las palabras inútiles sobre la mesa.

“Todavía no tienen muy claro lo que pasó”.

“Se refiere a las razones para…”

Pablo le miró por fin y, aliviado, replicó:

“De eso se trata, sí”.

“Pues me parece a mí que esas cosas se las lleva uno a la tumba. Por más pena que a mí me dé, y mire que me la da, entiendo que cada cual es libre de decidir cuando se marcha y que habría que respetarle sus disposiciones sin andar indagando en motivos ni en otras zarandajas”.

“Dios me perdone”, añadió al recordar que, aún sin su alzacuello, el director también era sacerdote.

“Tal vez estuviera enfermo”.

“¿Y qué diferencia va a hacer eso ahora?”.

“Podría evitar otras desgracias parecidas”.

Mariano hizo un gesto de duda y tomó asiento en un sofá de cuero marrón que Pablo destinaba a las visitas.

“Un chico joven sólo haría algo así por amor o por miedo”, declaró, tajante, el portero.

Lo último que deseaba era enredarse en porfías metafísicas con su empleado, pero aquel comentario le resultó hiriente, casi ofensivo.

“Yo no le noté asustado”, replicó, resentido.

“A eso me refiero; tampoco yo…”, aquí se detuvo Mariano, asaltado por un recuerdo cercano que le hizo replantearse sus siguientes palabras.

“Salvo el día que le di la carta. No sé de quien sería pero el chaval se puso pálido nada más verla”.

“Y eso, ¿cuándo fue?”.

“Pues de esto hará, que sé yo, un par de meses por lo menos”.

Los dos guardaron silencio durante unos segundos, hasta que el portero añadió:

“Y ahora vaya usted a saber si, por entonces, ya andaba él planeando el asunto”.

Pablo esbozó una mueca de disgusto.

“Déjate de historias y vamos a lo que vamos. Si te he avisado es para que colabores con la policía y eches un ojo a los chicos”.

Pablo tragó saliva al encontrarse con el gesto extrañado del otro.

“¿A alguno en particular?”

Cruzaron una mirada corta y, por una milésima de segundo, supieron ambos a quien se refería. Apartaron los ojos abrasados el uno por la duda, el otro por la culpa y sin decir más, salió el portero, dejando al director sumido en un humor sombrío que le duró el resto del día. 

viernes, 9 de marzo de 2012

Esperando la próxima tormenta

Ayer la radio me sorprendió con una amenaza singular. El sol, esa estrella tan mediterránea a la que algunos llaman Lorenzo, se exhibió hace unos días con un latigazo de fuego que alcanzaría la tierra durante las próximas horas. No tendría consecuencias para la salud, pero podría afectar unos cuantos de esos cacharros que nos resultan indispensables. Asuntos curiosos los del cosmos, que se desarrollan discretos tras una cortina transparente, eternos e inmutables y al mismo tiempo insignificantes y absolutamente intrascendentes, a menos que nos regalen la vista con algún espectáculo celestial o nos pongan patas arriba los sistemas informáticos, nos despisten el navegador o nos frían la tele y el móvil.

Así pues, avisado y precavido, me dispuse a recibir los embates de la tormenta con la incertidumbre de un cielo azul radiante y sin un mal paraguas con que protegerme. Mas (criatura irresponsable) a pesar de las proporciones colosales y lo inevitable del fenómeno, no pude evitar olvidarlo en cuanto me incorporé a la autopista y me vi envuelto en el maremagno de un tráfico del todo terrenal. ¡Yo!, convencido ferviente del mensaje de Sagan, accionista universal de la materia única y compartida, ignoré el impacto sublime del fuego cósmico, enredado en quehaceres mundanos de lo más molestos y vulgares. En vez de hallarme con los brazos abiertos, encaramado sobre la peña más alta, el suspiro del sol debió encontrarme en un despacho, bajo un montón de papeles; y ni siquiera me hizo un guiño en la pantalla del ordenador.

Perdida ya esta oportunidad de forma tan lamentable, me he hecho el propósito de no dejar pasar la próxima y de reconocer y aceptar mi pedacito de gloria eterna en el siguiente gesto magnánimo del universo. Espero para entonces estar a la altura.

sábado, 3 de marzo de 2012

Insomnio funesto

El grito le sorprendió mientras aún se debatía entre volver a girarse sobre el colchón o claudicar una noche más y levantarse de la cama. Fue un alarido modesto y escueto como de sorpresa aterrorizada. No escuchó tumultos previos que le pusieran sobre aviso ni posteriores alborotos que confirmaran tragedia alguna. Tal vez por eso mismo intentó convencerse de que no se trataba, como a todas luces parecía, de una mujer, sino de un gato que había pasado bajo su piso. Aguardó, tapado hasta las orejas con la sábana a que algún vecino menos versado en el celo de los felinos, reuniera el cuajo de ponerse en pie y asomarse a la ventana. Sabría entonces si era menester que él se interesara también o si, por el contrario, estaba de más que hiciera el esfuerzo. Pero los siguientes minutos se consumieron en un silencio espeso, de esos que cuesta escuchar, que pesan en los oídos y, a medida que se alargaba la espera, su mente insomne empezó a sugerirle imágenes de muerte y de abandono.

¿Y si hubiera sido realmente una mujer, una chiquilla, tal vez? ¿Y si aún yaciera agonizando en la acera? La sintió temblando al pie de la cama, su sangre derramándose sobre las baldosas del cuarto, con el ímpetu sereno de una bañera que se desborda, humeante, impasible. Se volvió bruscamente contra la pared y se cubrió la cabeza entera, tratando de contener una respiración que se le desbocaba. Sintió como la marea roja alcanzaba el rodapié, unos centímetros por debajo del somier y que se detenía exangüe. Segundos después percibió el roce de las sábanas al apartarse y un escalofrío alcanzarle la nuca, justo antes de que su cuerpo entero se estremeciera al hundirse el colchón a su espalda. La sintió acomodarse junto a él, serena ya, congelada.

Aún sin volverse, con el alma sobrecogida, supo que encontraría la muerte en su cama antes de alcanzar el alba.