viernes, 29 de junio de 2012

Declaración


Nunca fui más que un engendro
como todos los demás;
evasivos milagros provocados,
deseados proyectos,
impertinentes estorbos
o frutos miserables
de semilla criminal.

No tuve más remedio que empezar
y, como todos, emprendí viaje.

Soy de esos que sigo madurando,
bien parido como tú,
como aquel y como todos.

Aunque nunca fui distinto a ellos
(aquellos otros que jamás llegaron).

martes, 26 de junio de 2012

XXI


Tan pronto el último residente hubo abandonado el despacho, sin dedicarle siquiera una mirada a su anfitrión, el inspector garabateó unas líneas en su libreta y, de un vistazo, repasó el resto de sus notas. El director observó preocupado como el policía  marcaba tres páginas con una cruz antes de exhalar un suspiro de cansancio, posar sus gafas sobre la mesa y ponerse de pie.

A pesar del frío intenso y la noche inminente uno de los estudiantes practicaba en la cancha de baloncesto. Hasta aquel momento el inspector no se había percatado del monótono ritmo del bote en el suelo de cemento y el ocasional estruendo del metal oxidado al golpear la pelota en el aro sujeto sólo a medias del tablero. Desde la ventana del despacho y a la escasa luz de la tarde, le resultó imposible reconocer al muchacho, pero, en su manera violenta de lanzar el balón y la desgana al recogerlo de vuelta, reconoció parte de la furia y la frustración que le hubiera gustado presenciar durante sus interrogatorios.

“Entonces”, empezó sin dejar de observar al muchacho, “¿cuántos chicos nuevos llegaron este año?”

“Catorce”.

El policía no le escuchó. Había quedado enganchado en una mirada efímera, como un relámpago, que al muchacho pareció perturbarle tanto como a él. Sin soltar la pelota, bajó la cabeza y tiró hacia la puerta abierta en la valla de metal que bordeaba la pista.

“¿Quién es?”, preguntó, volviéndose hacia Pablo.

Pero el director no llegó a asomarse a tiempo de verle correr directo a la entrada del edificio. Pablo hizo ademán de salir al pasillo con la intención de dar con él, pero el inspector le detuvo.

“No hay necesidad de alarmar a nadie. Estoy seguro de que podrá averiguarlo más tarde”.

Pablo asintió aliviado.

“¿Cuántos?

Al otro le llevó unos segundos comprender.

“Catorce, sí”.

“Haga el favor de escribirme una lista con sus nombres”.

El director le miró molesto.

“Por Dios, no querrá que vuelva a leerlas una por una”, protestó, señalando su libreta con un gesto de hartura.

Le dolía admitir que no había sido lo suficientemente metódico a la hora de formular sus calculadas (y a la vista insuficientes) preguntas, pero no estaba dispuesto a confesarle al cura que él solo no podría identificar a los catorce en cuestión.

El director meneó la cabeza, tratando de ignorar la vana mención del altísimo.

“¿Puedo?” Preguntó antes de sentarse en su silla, tomar el bolígrafo de la mesa y ponerse a escribir en la siguiente página en blanco tras las notas del policía.

“Dígame, ¿qué tipo de novatadas se han tolerado aquí?”

Pablo dejó de escribir pero no le miró. El inspector supo que fingió forzar la memoria cuando se detuvo al escuchar su malintencionada pregunta. Al cabo de un par de segundos retomó su tarea y, en cuanto la hubo terminado, levantó los ojos hasta encontrar los del policía, que se había quedado de pie a un palmo de la mesa.

“¿A qué se refiere?” Replicó sin perder la compostura.

“De sobra sabe usted por lo que estoy aquí”, declaró sincero el otro. “Ya le advertí que había indicios de…”

El cura levantó la palma de la mano hacia el policía y éste se detuvo respetuoso.

“Indicios, como bien apunta”.

Pero la voz le tembló al decir aquello, dando muestras de gran parte de sus dudas y sus miedos.

“Mira, Pablo”, el tuteo le resultó demasiado artificial pero necesario dadas las circunstancias, “si alguno de los chicos…estuviera implicado”, continuó tras elegir cuidadosamente sus palabras, “el resto podría estar en peligro”.

El director golpeó el cuero que recubría el brazo de su silla y apretó la madera, sujetándose un impulso de rabia que logró controlar.

“Ya le dije que debería haberlos mandado a sus casas”.

“¡En mitad del curso!”

Él mismo advirtió lo pueril de su comentario, pero la mirada despreciativa del cura no dejó de ofenderle.

“¿Andrés?”

El inspector asintió en silencio.

“Escuche, Andrés. Empiezo a no estar seguro de que sepa usted lo que está haciendo y estoy dispuesto a que sus superiores me saquen de dudas”.

El inspector recibió la amenaza sin mover un músculo, pero acusó el golpe en pleno orgullo. Lo último que necesitaba era un cura criticando su trabajo.

“No pasará nada malo si se hacen las cosas como es debido”.

“¿Y cómo deben hacerse las cosas según usted?”

El inspector no respondió. A cambio, extendió la mano y recogió su libreta.

“Gracias”, dijo, tras un vistazo rápido a la lista y descolgó su abrigo del perchero.

“Espero por su bien que no suceda otra desgracia”.

El policía se detuvo y le miró desafiante.

“Me agrada saber que se preocupa usted por los chicos”.

La mueca iracunda de Pablo no evitó que Andrés  se acercara a la puerta y la abriera con calma.

“Por cierto; aún no ha contestado mi pregunta”, le recordó antes de salir.

viernes, 22 de junio de 2012

Entre pájaros y piedras


El griterío ensordecedor de las aves le recibió al salir a la calle. La mañana de Junio era fresca, pero un cielo azul inmaculado auguraba otro día de calor. Sus pasos le llevaron como antaño por calles estrechas, siempre solitarias, hasta el ábside de la fortaleza. Decidió bordear la muralla en busca del valle y la sierra y, a medida que se aproximaba al alcázar, los dardos negros arreciaron contra la pared milenaria, recordando antiguas batallas por el corazón de Castilla. El rosetón de la iglesia de San Pedro le observó como un ojo descomunal, mientras su figura menuda se perfilaba ante la entrada del arco. Una Santa enorme, recostada, extendía su mano generosa, justo frente a su imagen mística, encaramada al cielo, en el centro de la plaza.

Asomado al talud del Rastro, sobre los tejados de la parte sur, se sintió como entonces dueño y señor de las llanuras y las cumbres. Casi al alcance de su mano una torre, tocada de nido de cigüeñas, se alzaba justo por encima del paseo, desafiando a la mole de piedra almenada que se erguía a su espalda.

Como una fría y repentina ráfaga de viento, sintió la ciudad demasiado vacía, la meseta demasiado verde, la Serrota desdentada y roma. Por momentos, percibió el canto distinto de otro tipo de aves chillarle a la claridad de otro día incipiente tras las cortinas echadas del cuarto.

Despertó consciente ya del vertiginoso viaje que le había llevado de vuelta, con el placer incomparable de un paseo matutino entre escudos y balcones, respirando el aire tibio y quieto de un cielo altísimo atravesado de vencejos.

martes, 19 de junio de 2012

XX


“A ti te pasa algo”, indagó algo preocupada. “A ver sino porqué no has abierto la boca en toda la mañana. Si llego a saber que venías en este plan me habría quedado en casa”.

Nuria sólo bromeaba a medias. Compartir grupo de prácticas con el alumno más laureado de su promoción tenía ciertas ventajas a las que no estaba dispuesta a renunciar. Sabía que muchos la envidiaban por ello y que casi todos la criticaban a su espalda. Su íntima amistad, que databa de los últimos tres años y que, en principio, no se había fraguado en ningún obvio interés (ni siquiera el académico) había ido alimentando la curiosidad de amigos comunes, compañeros y conocidos, hasta que empezaron a atribuirles un romance discreto que ellos mismos, a fuerza de no desmentirlo ni confirmarlo, parecían ir anunciando para regocijo de unos y recelo de otros.

A Nuria,  Miguel Ángel nunca le había atraído físicamente y, para su sorpresa, el muchacho tampoco había dado muestra alguna de andar tras ella. Desde el principio fue la actitud despreocupada (pero siempre cabal) con que el chico se desenvolvía en un ambiente que a ella aún intimidaba, lo que la mantuvo a su lado como un hechizo. A partir de entonces el espontáneo y fino humor que compartían, unido a unas dosis siempre moderadas de discreta adulación, la habían ayudado a fortalecer unos lazos incomparables a los que le unían a cualquier otro de sus amigos.

A excepción de Gerardo.

Desde que aquel tipejo se había cruzado en su camino, por alguna razón que escapaba a su privilegiada confianza y que, lejos de incomodarla, le provocaba una irresistible curiosidad, Miguel Ángel le dedicaba mucha más atención de la que el huraño personaje merecía.

“No es por él”, se apresuró a aclarar como si le hubiera leído el pensamiento, haciendo un gesto con la cabeza hacia el aludido, que acababa de entrar en la cafetería. Algún otro de sus amigos esperaba aún en la barra y pronto se les unirían a la mesa. Como si aquellos brevísimos instantes de privacidad fueran a ser los últimos que compartieran, acuciada de una repentina urgencia,  Nuria confesó:

“Cada vez me pone más nerviosa”.

Ignoró la mirada, entre sorprendida e indignada de Miguel Ángel y, sin darle tiempo a replicar, continuó:

“De verdad que empieza a darme miedo. Tiene algo raro que…”

No supo como seguir y, en la creciente sonrisa del otro, encontró el acicate para sacárselo del pecho.

“Desde que se mató, no puedo dejar de pensar en vuestro compañero. ¿Y si la policía...?”

“Vamos, Nuria”, saltó por fin, observando de reojo cómo Gerardo se acercaba con una caña en la mano.

“Si te mirara como me mira a mí”, protestó la muchacha justo antes de recomponer un gesto agradable de bienvenida, oscureciendo el de su íntimo amigo con una sombra de inquietud que le amargó aún más el sabor de la cerveza en los labios.

miércoles, 13 de junio de 2012

De regresos y estaciones perdidas


Dos horas de avión fueron suficientes para borrar de un plumazo un verano incipiente que amenazaba ya con sus implacables calores. Inmerso pues en este junio otoñal sin visos de mejora, regresé a la rutina de volante y formularios, envuelto en un aura gris que sólo consigo sacudirme cuando llego a casa cada tarde.

En estos días confusos, inestables, en los que cuesta un mundo descubrirle una pizca de belleza a los escenarios de mis andanzas, hasta las palabras se acoquinan y se esconden en los repliegues de un alma demasiado arrugada. Cuando se muestran, aparecen disfrazadas de mediocridad, perezosas, aburridas; retóricos epítetos con que adornar quejas antiguas, imperecederas.

Engullo kilómetros de asfalto, envuelto en un tráfico ávido también de carretera, en busca de ocho horas, de otro día. Tal vez no pudiera tolerarlo si no supiera que allá de donde vengo no dejan las olas de romper y que eterno, imperturbable, nos aguarda siempre el mar.

domingo, 10 de junio de 2012

XIX


Estaba al tanto de lo que iba a preguntarle, pero sus calculadas respuestas empezaron a resultarle peligrosamente falsas en cuanto se enfrentó a la mirada inquisitiva del inspector.

Había tratado de ignorar las sonrisas hipócritas con que le recibieron, pero no pudo evitar una sensación de asco mucho más poderosa que la inquietud que le produjo la del policía, al aceptar el gesto ya conocido del director. Tras su expresión amable había percibido el desprecio por todos los que, durante semanas, le habían suplicado compasión y justicia. Él ni siquiera  se había molestado en lamentarse; los abusos de aquellos necios le habían resultado llevaderos comparados con la tortura que llevaba soportando durante meses y la ansiedad por la inminente venganza le había hecho inmune a desprecios y vejaciones, por otro lado aliviados por la intervención benefactora del mismísimo Antonio.

Cuánto había imaginado el momento de volver a verle, cuánto había temido ser incapaz de controlar sus impulsos y haber dado al traste con sus planes. Tal vez, si aquel mal nacido le hubiera recibido con hostilidad, no habría  podido evitar que así fuera. Pero Antonio había recordado su efímero encuentro con exasperante indiferencia y, al poco, había empezado a dar muestras de una simpatía que, lejos de ablandársela, le había envilecido aún más el alma, atizándole un odio corrosivo e incurable.

No creyó prudente confesar que ya se conocían (ni mucho menos que le había seguido hasta allí) pero sí le pareció conveniente declarar que el suicida le había tomado bajo su tutela durante el periodo de iniciación y, solamente para guardar sus apariencias de abusón desalmado, le había hecho pasar por alguna de las tropelías a las que sometieron al resto de los novatos.

“Sí que le ayudó, sí”

El inspector le dirigió una mirada muy severa. Si Pablo insistía en interrumpirle, tendría que pedirle que abandonara su despacho y no regresara hasta que hubiera hablado con todos los muchachos.

“Lamentarías, pues, su muerte”, aprovechó la inconveniencia.

No por menos esperada, la sugerencia del policía, acompañada de su intenso escrutinio, le provocó una nausea que trató de disimular llevándose una mano a la boca y bajando la mirada. Sintió el rostro encendérsele de un rubor que le alcanzó hasta las orejas y no se atrevió a enfrentarse a los ojos, que sentía aún clavados, del inspector.

“¿Crees que podrías haberlo evitado?”

Tuvo que bajar aún más la cabeza para ocultar una risita nerviosa que le hizo estremecerse. Pablo hizo ademán de levantarse para consolarle, pero el policía se lo impidió con un gesto que el muchacho no pudo ver. Tenía que controlar su euforia maníaca antes de que se desbordara en una manifiesta y delatora carcajada. No dejaba de tener gracia que todo hubiera terminado de aquella manera, pero ni su entusiasmo respondía a la alegría que le embargaba desde su muerte, ni las circunstancias invitaban a dejar constancia de ello.

“No sé cómo hubiera podido hacerlo”.

Consiguió que su tono sonara desafiante en vez de jovial. Ni siquiera el policía iba a privarle de su satisfecho afán de revancha, ni podría suavizar ya el justo castigo con el que Antonio había pagado por lo que hizo. Si estaba de Dios que averiguaran lo que pasó, no iba a admitirlo en actitud culpable o implorante. Pasara lo que pasara nunca se arrepentiría  de sus actos y llevaría con orgullo la etiqueta que decidieran colgarle.

“Seguro que habrías encontrado la manera”.

“De haber tenido tiempo”, añadió el inspector con un tono suspicaz que Pablo no le había  escuchado desde que comenzó los interrogatorios.