domingo, 10 de junio de 2012

XIX


Estaba al tanto de lo que iba a preguntarle, pero sus calculadas respuestas empezaron a resultarle peligrosamente falsas en cuanto se enfrentó a la mirada inquisitiva del inspector.

Había tratado de ignorar las sonrisas hipócritas con que le recibieron, pero no pudo evitar una sensación de asco mucho más poderosa que la inquietud que le produjo la del policía, al aceptar el gesto ya conocido del director. Tras su expresión amable había percibido el desprecio por todos los que, durante semanas, le habían suplicado compasión y justicia. Él ni siquiera  se había molestado en lamentarse; los abusos de aquellos necios le habían resultado llevaderos comparados con la tortura que llevaba soportando durante meses y la ansiedad por la inminente venganza le había hecho inmune a desprecios y vejaciones, por otro lado aliviados por la intervención benefactora del mismísimo Antonio.

Cuánto había imaginado el momento de volver a verle, cuánto había temido ser incapaz de controlar sus impulsos y haber dado al traste con sus planes. Tal vez, si aquel mal nacido le hubiera recibido con hostilidad, no habría  podido evitar que así fuera. Pero Antonio había recordado su efímero encuentro con exasperante indiferencia y, al poco, había empezado a dar muestras de una simpatía que, lejos de ablandársela, le había envilecido aún más el alma, atizándole un odio corrosivo e incurable.

No creyó prudente confesar que ya se conocían (ni mucho menos que le había seguido hasta allí) pero sí le pareció conveniente declarar que el suicida le había tomado bajo su tutela durante el periodo de iniciación y, solamente para guardar sus apariencias de abusón desalmado, le había hecho pasar por alguna de las tropelías a las que sometieron al resto de los novatos.

“Sí que le ayudó, sí”

El inspector le dirigió una mirada muy severa. Si Pablo insistía en interrumpirle, tendría que pedirle que abandonara su despacho y no regresara hasta que hubiera hablado con todos los muchachos.

“Lamentarías, pues, su muerte”, aprovechó la inconveniencia.

No por menos esperada, la sugerencia del policía, acompañada de su intenso escrutinio, le provocó una nausea que trató de disimular llevándose una mano a la boca y bajando la mirada. Sintió el rostro encendérsele de un rubor que le alcanzó hasta las orejas y no se atrevió a enfrentarse a los ojos, que sentía aún clavados, del inspector.

“¿Crees que podrías haberlo evitado?”

Tuvo que bajar aún más la cabeza para ocultar una risita nerviosa que le hizo estremecerse. Pablo hizo ademán de levantarse para consolarle, pero el policía se lo impidió con un gesto que el muchacho no pudo ver. Tenía que controlar su euforia maníaca antes de que se desbordara en una manifiesta y delatora carcajada. No dejaba de tener gracia que todo hubiera terminado de aquella manera, pero ni su entusiasmo respondía a la alegría que le embargaba desde su muerte, ni las circunstancias invitaban a dejar constancia de ello.

“No sé cómo hubiera podido hacerlo”.

Consiguió que su tono sonara desafiante en vez de jovial. Ni siquiera el policía iba a privarle de su satisfecho afán de revancha, ni podría suavizar ya el justo castigo con el que Antonio había pagado por lo que hizo. Si estaba de Dios que averiguaran lo que pasó, no iba a admitirlo en actitud culpable o implorante. Pasara lo que pasara nunca se arrepentiría  de sus actos y llevaría con orgullo la etiqueta que decidieran colgarle.

“Seguro que habrías encontrado la manera”.

“De haber tenido tiempo”, añadió el inspector con un tono suspicaz que Pablo no le había  escuchado desde que comenzó los interrogatorios.

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