Estaba
al tanto de lo que iba a preguntarle, pero sus calculadas respuestas empezaron
a resultarle peligrosamente falsas en cuanto se enfrentó a la mirada inquisitiva
del inspector.
Había
tratado de ignorar las sonrisas hipócritas con que le recibieron, pero no pudo
evitar una sensación de asco mucho más poderosa que la inquietud que le produjo
la del policía, al aceptar el gesto ya conocido del director. Tras su expresión
amable había percibido el desprecio por todos los que, durante semanas, le
habían suplicado compasión y justicia. Él ni siquiera se había molestado en lamentarse; los abusos
de aquellos necios le habían resultado llevaderos comparados con la tortura que
llevaba soportando durante meses y la ansiedad por la inminente venganza le
había hecho inmune a desprecios y vejaciones, por otro lado aliviados por la
intervención benefactora del mismísimo Antonio.
Cuánto
había imaginado el momento de volver a verle, cuánto había temido ser incapaz
de controlar sus impulsos y haber dado al traste con sus planes. Tal vez, si
aquel mal nacido le hubiera recibido con hostilidad, no habría podido evitar que así fuera. Pero Antonio
había recordado su efímero encuentro con exasperante indiferencia y, al poco,
había empezado a dar muestras de una simpatía que, lejos de ablandársela, le
había envilecido aún más el alma, atizándole un odio corrosivo e incurable.
No
creyó prudente confesar que ya se conocían (ni mucho menos que le había seguido
hasta allí) pero sí le pareció conveniente declarar que el suicida le había
tomado bajo su tutela durante el periodo de iniciación y, solamente para
guardar sus apariencias de abusón desalmado, le había hecho pasar por alguna de
las tropelías a las que sometieron al resto de los novatos.
“Sí que
le ayudó, sí”
El
inspector le dirigió una mirada muy severa. Si Pablo insistía en interrumpirle,
tendría que pedirle que abandonara su despacho y no regresara hasta que hubiera
hablado con todos los muchachos.
“Lamentarías,
pues, su muerte”, aprovechó la inconveniencia.
No por
menos esperada, la sugerencia del policía, acompañada de su intenso escrutinio,
le provocó una nausea que trató de disimular llevándose una mano a la boca y
bajando la mirada. Sintió el rostro encendérsele de un rubor que le alcanzó
hasta las orejas y no se atrevió a enfrentarse a los ojos, que sentía aún
clavados, del inspector.
“¿Crees
que podrías haberlo evitado?”
Tuvo
que bajar aún más la cabeza para ocultar una risita nerviosa que le hizo
estremecerse. Pablo hizo ademán de levantarse para consolarle, pero el policía
se lo impidió con un gesto que el muchacho no pudo ver. Tenía que controlar su
euforia maníaca antes de que se desbordara en una manifiesta y delatora
carcajada. No dejaba de tener gracia que todo hubiera terminado de aquella
manera, pero ni su entusiasmo respondía a la alegría que le embargaba desde su
muerte, ni las circunstancias invitaban a dejar constancia de ello.
“No sé
cómo hubiera podido hacerlo”.
Consiguió
que su tono sonara desafiante en vez de jovial. Ni siquiera el policía iba a
privarle de su satisfecho afán de revancha, ni podría suavizar ya el justo
castigo con el que Antonio había pagado por lo que hizo. Si estaba de Dios que
averiguaran lo que pasó, no iba a admitirlo en actitud culpable o implorante.
Pasara lo que pasara nunca se arrepentiría
de sus actos y llevaría con orgullo la etiqueta que decidieran colgarle.
“Seguro
que habrías encontrado la manera”.
“De
haber tenido tiempo”, añadió el inspector con un tono suspicaz que Pablo no le
había escuchado desde que comenzó los
interrogatorios.
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