El
tumulto le despertó y se incorporó confuso en la cama. No hubiera imaginado que
hacía tan solo media hora que se había acostado, dado el profundísimo sopor que
le obnubilaba y que le impidió darse cuenta de lo que pasaba, hasta que escuchó
nítida la voz de Romero sobre el difuso rumor de golpes y carreras.
“¡Dejadlo
de una vez!"
El
futuro psicólogo tuvo que modular el imperativo de su orden en un tono quedo
que evidenciaba el aún discreto alcance de la pelea. Tal vez por ello se
atrevió Julián a abrir la puerta y asomarse cauto, sin poder evitar que Rubio
y Martín (que recorrían enganchados el
pasillo) se le llevaran por delante y le arrastraran con ellos al suelo.
Julián
logró evitar los golpes que se propinaban pero no fue ajeno a las terribles
imprecaciones que intercambiaron entre jadeos, mientras Gonzalo y Luis les separaban a ambos lados
del corredor. El gigante mostraba una expresión mezcla de odio y de sorpresa
atemorizada al observar como su rival, lejos de achicarse, seguía intentado
zafarse para irse de nuevo a por él y no acertaba a replicar a las explícitas
amenazas que Romero trataba en vano de acallar.
“¿Queréis
que Pablo baje y se entere de esto?"
La
mención del director pareció surtir efecto en los más fieles de sus adeptos,
pero dejó indiferente al novato, que seguía jurando de manera incontrolada.
“Te
digo que acabas como tu amigo”, gruñó con media sonrisa pintada de sangre.
Casi
ninguno pudo evitar un vistazo fugaz a la puerta de su cuarto, apenas a un par
de metros de donde Rubio se consumía de rabia. Nadie había traspasado aquel
umbral desde que la policía lo abandonó definitivamente y para todos resultaba
un enigma lo que habrían dejado dentro o el uso que de aquella tumba se haría a
partir de entonces. En aquel instante la luz del pasillo se apagó y lo que no
habían logrado las súplicas de Romero, lo consiguió la repentina oscuridad.
Aliviados por aquel silencio, ninguno hizo ademán de acercarse al interruptor y
permanecieron inmóviles, atentos a cualquier señal que pudiera delatar el
reciente alboroto.
Varias
líneas de luz quedaron marcadas bajo alguna de las puertas, aquellas tras las
que se ocultaban esos que habían preferido escuchar desde sus cuartos, pero
nadie más se les unió en los minutos que siguieron.
Julián,
que había ayudado a sujetar a Martín, relajó por fin la presión de las manos
alrededor de su brazo. El novato se soltó de un tirón y se acercó un par de
pasos hacia su enemigo sin que nadie más moviera un músculo.
“No se
te ocurra volver a ponerme la mano encima”, susurró con una seguridad pasmosa
y, entre las tinieblas, se alejó cojeando.
Rubio
no le siguió. Libre también de sus compañeros, prefirió apoyarse en la pared y
exhaló un suspiro muy profundo. Nunca hubiera imaginado que las cosas iban a
complicarse tanto, aunque tenía que admitir que desde el primer día Martín
había resultado un novato diferente a todos cuantos había tratado en los
últimos años. Algo en la indómita insolencia que siempre había demostrado, en
su orgulloso afán por ignorar sus continuas humillaciones le habían convertido
en un trofeo único, un reto para cualquiera de los veteranos, ansiosos de su
merecida venganza. Rubio recordó que incluso Antonio, no muy dado a torturar
novatos, se había interesado sobremanera en él y que se había ensañado en
interminables burlas y vejaciones. A buen seguro Martín había empezado a
alimentar su odio en aquellos días, aunque siempre se cuidó mucho de
demostrarlo en público. Fue, sin embargo, tras la muerte de su amigo cuando el
novato había empezado a hacerlo manifiesto. Primero con su indiferencia, más
tarde con sus comentarios jocosos y, poco después, con sus constantes
advertencias y amenazas.
“¿Qué
ha pasado? Se interesó Romero en voz no tan baja como para que Julián no le
escuchara desde el otro lado.
En
circunstancias normales, el gigante, le habría bufado alguna grosería y se
habría largado sin más, pero en la penumbra voluntaria del pasillo, pareció
reconocer acogedora la presencia de todos sus compañeros, incluido el molesto
psicólogo.
“Me
dijo que estoy bien muerto…como él”, añadió con un gesto de su cabeza hacia la
puerta que tenía al lado.
“Desde
lo de Antonio”, siguió, obligado por el silencio de los otros y su propio
orgullo herido. “Se le ha ido yendo la olla y la ha tomado conmigo”.
A todos
les vinieron a la memoria unas cuantas razones para explicar la inquina del
novato y, aunque prefirieron callárselas, el propio Rubio se vio en la
obligación de justificar:
“Y eso
que hace tiempo que le dejamos en paz”.
Romero
bajó la cabeza por no arriesgarse a que le notara su mirada crítica y sólo
Gonzalo asintió en silencio.
“De
verdad que últimamente da miedo”, confesó Rubio a su pesar. Y adquiriendo un
semblante inusualmente cetrino, vaticinó:
“Cualquier
día tenemos otra desgracia, ya veréis”.
La
inquietud de los otros al escucharle no fue comparable con el escalofrío que
recorrió la espalda de Julián. Con la mirada clavada en el suelo, su rostro
palideció hasta hacerse claro entre las tinieblas, pero ninguno se percató de
que sus piernas apenas consiguieron sostenerle contra la pared. Nadie había
visto, como él, una sombra más oscura que la penumbra que escapaba de su
interior, moverse bajo la puerta del cuarto de Antonio.