jueves, 27 de septiembre de 2012

Sobreviviendo


No he tenido más que abrir los ojos esta mañana y sentir aliviado este eterno dolor de cabeza para reconocer un día especial; un par de pliegos de hoja natural (corteza de árboles centenarios) enrollados sobre mi mesilla así lo han confirmado, algo antes de que, ya en la autopista camino de Liverpool y aprovechando una tregua de la lluvia, un sol espléndido recién amanecido me haya seguido imperturbable como un foco de gloria merecida.

Permitidme cierta (o infinita) vanidad en un día como hoy, cuando los tiempos empiezan a acelerarse mientras mis obras aguardan pacientes, enredadas en un limbo artificial. Dejadme saborear las memorias agridulces de otros otoños antiguos de Kalkitos y olores a libros recién forrados. Concededme la licencia de contarme entre los pupilos de un genio que se fue hace casi un año, pero que a mi se me murió ayer, cuando lo supe (aquel a quien ya mencioné en este blog, instigador anodino de mi afán por hilvanar palabras para hacer historias).

Aún me aguardan quehaceres y compromisos que cumplir en este veintisiete de septiembre y, tal vez, todavía alcance otros méritos inesperados. Mientras tanto haced a bien reconocerme la valía de sobrevivir a tormentas interminables, decepciones pasajeras (no las hay definitivas) y a la marcha de poetas octogenarios.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

XXIX


Mariano estuvo a punto de volver a colgar en cuanto escuchó su  voz al otro lado de la línea. La última vez que hablaron ya le había dejado suficientemente claro que no estaba dispuesto a colaborar con aquello, al menos por la miseria que ofrecían. Esta vez, sin embargo, la periodista consiguió mantenerle a la escucha al declarar, tan pronto como el hombre descolgó el teléfono:

“Sé que el chico podría estar metido en un buen lío”.

Amparado en la soledad del cuartucho, el portero no disimuló una mueca de sorpresa y satisfacción. Su lealtad y codicia le habían sujetado la lengua hasta ese momento, pero desde el mismo día en que supo de sus desmanes, había deseado que Martín pagara por ellos; no en vano era él padre de dos hijas a quienes hubiera vengado sin piedad de haber sido ultrajadas.

“No sé a que se refiere”, replicó sin embargo.

“Hablamos del hijo de Rupérez…el empresario”, aclaró al prolongarse el silencio más de lo esperado.

Hasta tan sólo hacía unos meses aquel apellido no hubiera significado nada especial para él, como tampoco parecía haber despertado interés alguno en ninguno de los chicos. Fue aquella tarde en el despacho de Pablo cuando supo por primera vez que se trataba de un poderoso hombre de negocios, bien valorado por todo tipo de autoridades y por ello influyente en instituciones y organismos varios. El director se lo había revelado en un tono confidencial no exento de cierto orgullo. Por entonces no debía saber aún de la letra pequeña que completaba el suculento y halagador contrato y que también le confesó otra tarde no muy lejana con un talante mucho menos efusivo.

A Mariano no le cabía la menor duda de que su jefe se arrepintió de habérselo contado desde el momento mismo en que dejó de morderse la lengua, aunque acto seguido le encomendara su vigilancia. Pronto, sin embargo, pareció olvidar el asunto y hasta él mismo consiguió guardar el secreto tras aquel primer y único desliz.

Recordó que le había exigido devolverle la pelota de muy malas maneras mientras él barría las hojas acumuladas al pie de la escalera de la entrada. Martín practicaba sólo en el frontón, insensible al frío intenso de aquella tarde de Octubre y no le pareció oportuno ir él mismo tras la bola. A Mariano le traían al fresco los quehaceres más o menos serviles que implicaba su puesto, pero lo que no toleraba era la actitud prepotente de alguno de los chavales.

“¿Es que estás sordo?”, le había increpado desde el borde de la cancha.

Ya le hubiera gustado ya, no haber escuchado aquello ni las amenazas que siguieron. Pero el portero tenía buen oído y mejores tragaderas y, sumiso, se acercó a la pelota, la recogió del suelo y se la puso en la mano.

La mueca de Martín no le pareció de agradecimiento y la suya, de rabia, sólo la mostró tras darse la vuelta de camino a la portería. Entró hecho una furia, dispuesto a cambiarse, coger el abrigo y marcharse a casa (tal vez para siempre) cuando le vio acercarse con aquel aire confiado y elegante.

“Buenas”, le saludó sonriente.

Mariano no pudo evitar un desbordante sentimiento de gratitud; aquel sí era un crío que merecía la pena, siempre educado y respetuoso; de los que pocos quedaban ya.

“¿Le pasa algo?”, preguntó con sincera preocupación.

“¿Pero qué se habrá creído?”, apostilló tras relatarle lo que acababa de suceder.

Y, sin tiempo ni intenciones de contenerse, le reveló el secreto que le había sido confiado y tras el cual andaba aquella reportera de tres al cuarto.

“Ya le dije que…”

“Sólo quiero que me conteste a una cosa. ¿Es cierto que..?”

Mariano colgó antes de que terminara. Tal vez de aquella pregunta y de su calculada respuesta dependiera su futuro y el de los suyos. Estaba seguro de que Pablo no iba a soltar prenda por todo el oro del mundo, pero, si el asunto resultaba tan importante como parecía, no iba él a desdeñar una suculenta recompensa ni estropearla con una torpe, precipitada respuesta. Especialmente cuando la única otra persona que podría haberlo contado, estaba ahora muerta.

Con cierto sentimiento de culpabilidad, Mariano recordó como le había cambiado el gesto al escuchar que Martín había abusado de una chica. A Antonio se le habían llenado los ojos de lágrimas y antes de echarse a llorar, subió las escaleras a toda prisa y sin decir una palabra.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Incertidumbres (Entre dos cartas)


Tuvo la sensación de que había alguien más. Improbable en aquel vacío contundente, mas posible todavía si aún podía fiarse de sus sentidos. Fue como un murmullo lejano, varias voces deshechas y mezcladas que no sonaban ya sino a silencio manchado que se colaba por los infinitos agujeros del tejado. Lo escucharon a medias sus oídos con una repentina pesadumbre y un incómodo temor que su atención no apaciguó del todo cuando pudo confirmar que la inmensa nave seguía aquella tarde tan desierta como siempre. Nada había venido a distraer la quietud de aquel lugar y la mañana se había consumido serena e inofensiva como él esperaba. Capaz fue incluso de dominar la desazón en el pulso de su pluma sobre un papel viejo con manchas amarillas. Con letra diminuta escribió despacio, calculando cada frase, como si su padre fuera a leerlo algún día con la ilusión de conocer cuanto de espléndido había augurado para su hijo y que él mismo jamás disfrutaría ya. No pudo, pues, sino mentir para contar lo que antes había imaginado. Todavía claro en su mente pero tan falso e imposible ahora que llegó a dudar incluso de ser él mismo o de haber partido nunca en busca de aquel sueño. Pero una pesadilla no soporta la angustia con la firmeza inevitable de lo real. De sobra habría despertado ya, empapado en sudor, si sólo su mente fuera responsable de tamaña desventura.






miércoles, 19 de septiembre de 2012

XXVIII


A Pablo le costó un mundo escucharlo todo sin poder intervenir. Las carreras, los golpes, los insultos y amenazas le resultaban intolerables, pero no se atrevió a interrumpirlas por no tener que dar explicaciones. Había acudido una vez más a la habitación de Antonio tras colgar el teléfono en su despacho, dejando con la palabra en la boca a la mujer desquiciada que había sido su madre. Aunque la conversación había comenzado de forma correcta e inicialmente transcurrido por cauces civilizados (la señora sólo quería transmitirle parte de las innumerables muestras de cariño que seguían llegándole por doquier), el dolor desgarrado se le fue desbordando y, en su afán de controlarlo, había desviado sus desordenados sentimientos hacia una culpa que primero se cargó a sí misma para, casi de inmediato, arrojarle al director de una manera desproporcionadamente cruel e inmerecida.

Tal vez por acallar aquellos injustos reproches había regresado al cuarto del infortunado muchacho y, aunque al encerrarse allí no le hubiera importado que le vieran (dado lo agitado de su estado de ánimo) a medida que su ansiedad se le fue calmando, recuperó la discreción necesaria para aguardar momentos más propicios para salir de allí.

Tras la puerta había escuchado la trifulca que en un principio consideró irrelevante y que, tras las últimas palabras de Rubio le sumió en una profundísima desazón emponzoñada por una culpa, esta sí real y del todo merecida.

Tal vez nunca debería haber accedido a admitirle. Quizás se hubiera equivocado cuando aceptó el suculento donativo que el padre del muchacho había insistido en entregarles si a su hijo se le otorgaba la oportunidad de redimirse entre tan dignas paredes. El asunto le había llegado de esferas más altas, aquellas por las que el empresario, buen cristiano y mejor mecenas, se movía tanto en la provincia como en la capital. Tal vez parecidas influencias le habían servido para librar a su hijo de la cárcel y a toda su familia del escarnio público. Pablo nunca había deseado conocer más de lo que le fue dicho; que el chaval se había propasado con una muchacha durante una fiesta y que la chica y su familia habían decidido no denunciarle.

Para Pablo aquello habría sido suficiente, pero la catadura moral y la manga ancha de algunos de sus superiores, habían decidido por él sin tener en cuenta ninguna de sus objeciones. Desde entonces había tratado de olvidar el asunto y permanecer indiferente a todo cuanto tuviera que ver con Martín. El director prefería creer que, por esa misma indolencia (que su secreta satisfacción ante las penurias del chico, desmentía) había tolerado cada una de las barrabasadas a que fue sometido durante los primeros dos meses de su estancia. Y el chico, consciente sin duda de que  Pablo estaba al tanto de parte de su pasado y, temeroso de otros castigos más justos, soportó el vendaval lo mejor que pudo hasta que, con el tiempo, casi todos fueron olvidándose de él y el mismísimo director empezó a aceptarle como algo más que la indeseable imposición de un padre influyente y una curia corrupta.

Pero Antonio se quitó la vida y el dichoso inspector vino a llenarle la cabeza de miedos y sospechas. Pablo volvió a reprimir el mismo temblor que le asaltaba cada vez que se preguntaba si Andrés sabría del historial de Martín. Por miedo a admitir su complicidad él no había revelado nada sobre el asunto pero en su cabeza no podía quitarse la idea de que el muchacho era el candidato perfecto para el asesino que propuso el policía. Gracias a Dios, el asunto había quedado zanjado al no poder justificar el inspector nuevas investigaciones y la idea del crimen había vuelto por fin a parecerle absurda e inaceptable.

Hasta esa misma noche.

“Vas a acabar como él”, le había advertido Martín. Y Rubio había revelado amenazas previas de la misma índole.

En la penumbra del cuarto, entre las escasas sombras que la noche clara le arrancaba a la habitación casi vacía, Pablo recuperó cada tétrico  pensamiento, cada hipótesis abominable de lo que, a su desvariado juicio, podía haber sucedido aquella noche fatal. Y de todas las imágenes que, obsesivas, se le habían colado en sus peores pesadillas, volvió a toparse con aquella en la que Martín contemplaba impasible el cadáver de su compañero aún balanceándose bajo la barra de la que acababa de colgarle.

El director tuvo que menear la cabeza para sacudirse tan morbosas ideas, pero no logró calmarse lo suficiente para desterrarlas por completo y regresó a aquella tarde en que, en un lamentable arrebato de rabia y de culpa, le había confiado a Mariano los motivos de la más que inusual admisión de Martín y el pecado con el que cargaba. Le había pedido al portero que no le perdiera de vista en lugares comunes, pero al poco, y como sólo le daba parte de las excesivas novatadas por las que le hicieron pasar, el director le liberó de aquel deber y nunca más hablaron del asunto.

Pablo trató de aferrarse a aquel instante de cordura y a la fuerza consiguió serenarse lo suficiente para abrir la puerta con cuidado y salir sigilosamente al pasillo. Dudó un instante antes de pulsar el interruptor que iluminó el pasillo hasta la escalera. Fuera ya de aquel nicho no tenía porqué seguir amparándose entre sombras. No pudo, sin embargo, evitar una premura sospechosa al alejarse de la habitación, como si en el fondo, se supiera culpable de algo.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Un fragmento

Era la primera vez que acudía a la tienda real sin la compañía de su padre. Su anual despedida en los confines del desierto casi trece meses atrás había resultado ser la última ocasión en que se adentró en aquel paraíso de deseos concedidos que, a sus ojos de niño, representaba el opulento aposento de los Magos. Para él todo lo que allí brillaba o daba color a la penumbra misteriosa, todo lo que oscilaba al ritmo de la música o se mecía en las brisas aún cálidas que se colaban bajo la inmensa lona, todo cuanto se extendía a sus pies o descansaba en mesas y armarios, formaba parte del regalo universal, un pedacito del cual pronto sería suyo.

Recordaba perfectamente que el silencio respetuoso impuesto a su condición infantil le permitía refugiarse en un anonimato casi invisible que, poco a poco despistaba el control relajado de su padre y le permitía explorar a su antojo entre aquella jungla de maravillas desconocidas. En más de una ocasión le habían encontrado dormido entre cojines de colores, soñando aún que viajaba a lomos de nubes vertiginosas sobre mares repletos de islas desiertas y tesoros escondidos. Pudo sentir el aroma inconfundible de su padre y sus brazos fuertes suspendiéndole en la tiniebla de una tarde anochecida y la suave caricia de Baltasar que le miraba, como los otros dos ancianos, con el sincero pesar de verles partir...

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viernes, 14 de septiembre de 2012

XXVII


El tumulto le despertó y se incorporó confuso en la cama. No hubiera imaginado que hacía tan solo media hora que se había acostado, dado el profundísimo sopor que le obnubilaba y que le impidió darse cuenta de lo que pasaba, hasta que escuchó nítida la voz de Romero sobre el difuso rumor de golpes y carreras.

“¡Dejadlo de una vez!"

El futuro psicólogo tuvo que modular el imperativo de su orden en un tono quedo que evidenciaba el aún discreto alcance de la pelea. Tal vez por ello se atrevió Julián a abrir la puerta y asomarse cauto, sin poder evitar que Rubio y  Martín (que recorrían enganchados el pasillo) se le llevaran por delante y le arrastraran con ellos al suelo.

Julián logró evitar los golpes que se propinaban pero no fue ajeno a las terribles imprecaciones que intercambiaron entre jadeos, mientras  Gonzalo y Luis les separaban a ambos lados del corredor. El gigante mostraba una expresión mezcla de odio y de sorpresa atemorizada al observar como su rival, lejos de achicarse, seguía intentado zafarse para irse de nuevo a por él y no acertaba a replicar a las explícitas amenazas que Romero trataba en vano de acallar.

“¿Queréis que Pablo baje y se entere de esto?"  

La mención del director pareció surtir efecto en los más fieles de sus adeptos, pero dejó indiferente al novato, que seguía jurando de manera incontrolada.

“Te digo que acabas como tu amigo”, gruñó con media sonrisa pintada de sangre.

Casi ninguno pudo evitar un vistazo fugaz a la puerta de su cuarto, apenas a un par de metros de donde Rubio se consumía de rabia. Nadie había traspasado aquel umbral desde que la policía lo abandonó definitivamente y para todos resultaba un enigma lo que habrían dejado dentro o el uso que de aquella tumba se haría a partir de entonces. En aquel instante la luz del pasillo se apagó y lo que no habían logrado las súplicas de Romero, lo consiguió la repentina oscuridad. Aliviados por aquel silencio, ninguno hizo ademán de acercarse al interruptor y permanecieron inmóviles, atentos a cualquier señal que pudiera delatar el reciente alboroto.

Varias líneas de luz quedaron marcadas bajo alguna de las puertas, aquellas tras las que se ocultaban esos que habían preferido escuchar desde sus cuartos, pero nadie más se les unió en los minutos que siguieron.

Julián, que había ayudado a sujetar a Martín, relajó por fin la presión de las manos alrededor de su brazo. El novato se soltó de un tirón y se acercó un par de pasos hacia su enemigo sin que nadie más moviera un músculo.

“No se te ocurra volver a ponerme la mano encima”, susurró con una seguridad pasmosa y, entre las tinieblas, se alejó cojeando.

Rubio no le siguió. Libre también de sus compañeros, prefirió apoyarse en la pared y exhaló un suspiro muy profundo. Nunca hubiera imaginado que las cosas iban a complicarse tanto, aunque tenía que admitir que desde el primer día Martín había resultado un novato diferente a todos cuantos había tratado en los últimos años. Algo en la indómita insolencia que siempre había demostrado, en su orgulloso afán por ignorar sus continuas humillaciones le habían convertido en un trofeo único, un reto para cualquiera de los veteranos, ansiosos de su merecida venganza. Rubio recordó que incluso Antonio, no muy dado a torturar novatos, se había interesado sobremanera en él y que se había ensañado en interminables burlas y vejaciones. A buen seguro Martín había empezado a alimentar su odio en aquellos días, aunque siempre se cuidó mucho de demostrarlo en público. Fue, sin embargo, tras la muerte de su amigo cuando el novato había empezado a hacerlo manifiesto. Primero con su indiferencia, más tarde con sus comentarios jocosos y, poco después, con sus constantes advertencias y amenazas.

“¿Qué ha pasado? Se interesó Romero en voz no tan baja como para que Julián no le escuchara desde el otro lado.

En circunstancias normales, el gigante, le habría bufado alguna grosería y se habría largado sin más, pero en la penumbra voluntaria del pasillo, pareció reconocer acogedora la presencia de todos sus compañeros, incluido el molesto psicólogo.

“Me dijo que estoy bien muerto…como él”, añadió con un gesto de su cabeza hacia la puerta que tenía al lado.

“Desde lo de Antonio”, siguió, obligado por el silencio de los otros y su propio orgullo herido. “Se le ha ido yendo la olla y la ha tomado conmigo”.

A todos les vinieron a la memoria unas cuantas razones para explicar la inquina del novato y, aunque prefirieron callárselas, el propio Rubio se vio en la obligación de justificar:

“Y eso que hace tiempo que le dejamos en paz”.

Romero bajó la cabeza por no arriesgarse a que le notara su mirada crítica y sólo Gonzalo asintió en silencio.

“De verdad que últimamente da miedo”, confesó Rubio a su pesar. Y adquiriendo un semblante inusualmente cetrino, vaticinó:

“Cualquier día tenemos otra desgracia, ya veréis”.

La inquietud de los otros al escucharle no fue comparable con el escalofrío que recorrió la espalda de Julián. Con la mirada clavada en el suelo, su rostro palideció hasta hacerse claro entre las tinieblas, pero ninguno se percató de que sus piernas apenas consiguieron sostenerle contra la pared. Nadie había visto, como él, una sombra más oscura que la penumbra que escapaba de su interior, moverse bajo la puerta del cuarto de Antonio. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

Encuentros


La luna llena que se balanceaba voluptuosa sobre las aguas del oceano se agitó cuando un súbito golpe de viento tensó el trapo de su pequeño bote y las luces de popa vibraron inquietas, pero la calma retornó en un instante y, en el vientre de la barca, su cuerpo dormido sólo tembló ligeramente, como una mirada inundada de dolor. Un ángel cayó del cielo, se posó en la proa, justo frente a él y le miró fijamente con sus ojos rapaces, el pico amarillo inclinado hacia abajo escudriñando sus sueños, acechando algún suspiro de su corazón, mientras el tiempo se detenía complacido ante ellos, alargando el reposo de la noche.

Fue un ligero temblor lo que zarandeó la barca, lo que desvió la mirada de la gaviota. En sueños percibió el poder del mar  bajo su cuerpo y sintió que aquella enorme fuerza devolvía el vigor a sus miembros entumidos. Sus ojos adormilados se encontraron con la sombra alada y su cuerpo entero se irguió en un brusco movimiento que balanceó el bote, obligando al ave a desplegar las alas y alzarse en brazos de una brisa que la colgó a unos centímetros de la barca. Cuando se hubo sentado y el equilibrio centró la quilla, la gaviota se soltó del aire y volvió a posarse suavemente en la proa. Ahora era él quien la miraba con interés; era tan blanca, tan grande. Acercó su mano hacia ella para tocarla, pero el oceano celoso volvió a temblar y tuvo que aferrarse a la barca con las dos manos, mientras el pájaro buscaba algo en el negro de las aguas.

Aguardó a que la mar se apaciguara para preparar algo con que recuperar las fuerzas que le devolvieran a la costa. Comió sin prisa, escuchándole a la noche y hablando con la gaviota. Entre bocado y bocado, entre verdades y embustes, una nube que pasaba le pintó mueca a la luna y las aguas agitaron su vientre en espasmos de risa contenida, meciendo la barca que sostenían.

Disfrutó de aquella paz hasta que un rumor remoto que creció cercano le obligó a callar. Con el gesto atragantado se asomó a babor y, creyó ver una sombra deslizándose allí abajo justo antes de que un violento empellón le tumbara en el fondo del bote al que se afferró con fuerza hasta que el oceano se calmó de nuevo. Cuando volvió a erguirse, la gaviota ya no estaba a proa, el aire era más frío y la noche más oscura.

Controlando su ansiedad, se sentó en el banco y sujetó los remos con decisión. Un chapoteo a estribor llamó su atención. El ave estaba allí, flotando tranquila sobre las aguas. Le miró con sus ojos penetrantes y él quiso ver en ellos la calma que volvía a recuperar. Soltó los remos y extendió sus brazos hacia ella, convencido de que quería entrar en el bote. Entonces lo vio: el mar oscuro, la gaviota nadando, blanca como la nieve y la sombra negra, más oscura que el mar, hundida allí abajo, extendiéndose, creciendo con tal rapidez que pronto lo llenaría todo. Miró al cielo pero sólo pudo disitinguir el tenue reflejo de la luna oculta tras las  nubes. Un leve balanceo del bote, casi imperceptible, hizo oscilar las estrellas en el cielo y la gaviota salió del agua batiendo sus alas con apremiante fuerza. Volvió a hundir su mirada en el mar, bajo la barca y encontró las aguas limpias de nuevo. Secó el sudor de su frente y sintió la calma retornar alrededor; el ave flotaba unos metros por encima del bote y la luna asomaba de nuevo entre las nubes. Esta vez sujetó los remos con suavidad casi acariciado la madera. Miró a la gaviota y el oceano entorno a él, por última vez, antes de volver a casa.

Cincuenta metros a estribor una pequeña ola se elevó en el mar, un metro, dos, tres; la cabeza surgió de las aguas con tal fuerza que el oceano bramó y se estremeció de dolor; su enorme silueta se alzó diez metros por encima de la superficie, cortando la noche con su larga aleta. Sus manos soltaron los remos y el asombro mudó su rostro, mientras contemplaba la enorme mole negra erguida sobre el mar y la gaviota volando junto a ella. Pero aquel gigante no pudo escapar del oceano; sólo unos segundos mantuvo su inmenso peso suspendido entre el cielo y el mar, con el agua resbalando por su piel y el aire secándole los ojos. Giró sobre sí, como para mirarle, mientras caía de nuevo en las aguas; su cabeza se estrelló en la superficie, levantando  el mar alrededor, el estruendo rasgó la noche y entre mil gotas de mar, su aleta se hundió, vertical, en la fría noche del oceano.

La barca apenas se mantenía a flote, escorando enloquecieda con cada vaivén de las aguas; pero no le importaba; estaba  de pie, con la mirada fija en la espuma que flotaba allí donde se había sumergido. Vio a la gaviota que seguía posada en el aire, esperando que volviera. El rumor era ahora tan fuerte que no oía nada más. Estaba seguro de que seguía ahí, bajo ese mar que, poco a poco volvía a la calma. Buscó ansioso, tratando de penetrar con su mirada las aguas oscuras y una sonrisa apareció en su rostro cuando la vio acercarse lentamente, inmensa y negra, nadando casi sobre el horizonte.

A unos metros de la barca su lomo emergió ligeramente, brilló en su piel el reflejo de la luna, rescatada por un instante de las aguas y se sumergió justo bajo la quilla, tan profunda que su cola salió del agua salpicándole el rostro. Era tan grande como el bote, pero tan ligera que se hundió en el mar casi en silencio.

El oceano tembló otra vez; sintió como pasaba por debajo y se alejaba para siempre. Ya no buscó más, sabía que no iba a volver. Respiró la brisa del mar y se mojó la cara con el agua fría. Todo estaba en calma y debía volver a casa. Llamó a la gaviota pero ella también se había ido; la vio pasar ante la luna y volar muy alto hacia el cielo.