miércoles, 26 de septiembre de 2012

XXIX


Mariano estuvo a punto de volver a colgar en cuanto escuchó su  voz al otro lado de la línea. La última vez que hablaron ya le había dejado suficientemente claro que no estaba dispuesto a colaborar con aquello, al menos por la miseria que ofrecían. Esta vez, sin embargo, la periodista consiguió mantenerle a la escucha al declarar, tan pronto como el hombre descolgó el teléfono:

“Sé que el chico podría estar metido en un buen lío”.

Amparado en la soledad del cuartucho, el portero no disimuló una mueca de sorpresa y satisfacción. Su lealtad y codicia le habían sujetado la lengua hasta ese momento, pero desde el mismo día en que supo de sus desmanes, había deseado que Martín pagara por ellos; no en vano era él padre de dos hijas a quienes hubiera vengado sin piedad de haber sido ultrajadas.

“No sé a que se refiere”, replicó sin embargo.

“Hablamos del hijo de Rupérez…el empresario”, aclaró al prolongarse el silencio más de lo esperado.

Hasta tan sólo hacía unos meses aquel apellido no hubiera significado nada especial para él, como tampoco parecía haber despertado interés alguno en ninguno de los chicos. Fue aquella tarde en el despacho de Pablo cuando supo por primera vez que se trataba de un poderoso hombre de negocios, bien valorado por todo tipo de autoridades y por ello influyente en instituciones y organismos varios. El director se lo había revelado en un tono confidencial no exento de cierto orgullo. Por entonces no debía saber aún de la letra pequeña que completaba el suculento y halagador contrato y que también le confesó otra tarde no muy lejana con un talante mucho menos efusivo.

A Mariano no le cabía la menor duda de que su jefe se arrepintió de habérselo contado desde el momento mismo en que dejó de morderse la lengua, aunque acto seguido le encomendara su vigilancia. Pronto, sin embargo, pareció olvidar el asunto y hasta él mismo consiguió guardar el secreto tras aquel primer y único desliz.

Recordó que le había exigido devolverle la pelota de muy malas maneras mientras él barría las hojas acumuladas al pie de la escalera de la entrada. Martín practicaba sólo en el frontón, insensible al frío intenso de aquella tarde de Octubre y no le pareció oportuno ir él mismo tras la bola. A Mariano le traían al fresco los quehaceres más o menos serviles que implicaba su puesto, pero lo que no toleraba era la actitud prepotente de alguno de los chavales.

“¿Es que estás sordo?”, le había increpado desde el borde de la cancha.

Ya le hubiera gustado ya, no haber escuchado aquello ni las amenazas que siguieron. Pero el portero tenía buen oído y mejores tragaderas y, sumiso, se acercó a la pelota, la recogió del suelo y se la puso en la mano.

La mueca de Martín no le pareció de agradecimiento y la suya, de rabia, sólo la mostró tras darse la vuelta de camino a la portería. Entró hecho una furia, dispuesto a cambiarse, coger el abrigo y marcharse a casa (tal vez para siempre) cuando le vio acercarse con aquel aire confiado y elegante.

“Buenas”, le saludó sonriente.

Mariano no pudo evitar un desbordante sentimiento de gratitud; aquel sí era un crío que merecía la pena, siempre educado y respetuoso; de los que pocos quedaban ya.

“¿Le pasa algo?”, preguntó con sincera preocupación.

“¿Pero qué se habrá creído?”, apostilló tras relatarle lo que acababa de suceder.

Y, sin tiempo ni intenciones de contenerse, le reveló el secreto que le había sido confiado y tras el cual andaba aquella reportera de tres al cuarto.

“Ya le dije que…”

“Sólo quiero que me conteste a una cosa. ¿Es cierto que..?”

Mariano colgó antes de que terminara. Tal vez de aquella pregunta y de su calculada respuesta dependiera su futuro y el de los suyos. Estaba seguro de que Pablo no iba a soltar prenda por todo el oro del mundo, pero, si el asunto resultaba tan importante como parecía, no iba él a desdeñar una suculenta recompensa ni estropearla con una torpe, precipitada respuesta. Especialmente cuando la única otra persona que podría haberlo contado, estaba ahora muerta.

Con cierto sentimiento de culpabilidad, Mariano recordó como le había cambiado el gesto al escuchar que Martín había abusado de una chica. A Antonio se le habían llenado los ojos de lágrimas y antes de echarse a llorar, subió las escaleras a toda prisa y sin decir una palabra.

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