Mariano
estuvo a punto de volver a colgar en cuanto escuchó su voz al otro lado de la línea. La última vez
que hablaron ya le había dejado suficientemente claro que no estaba dispuesto a
colaborar con aquello, al menos por la miseria que ofrecían. Esta vez, sin
embargo, la periodista consiguió mantenerle a la escucha al declarar, tan
pronto como el hombre descolgó el teléfono:
“Sé que
el chico podría estar metido en un buen lío”.
Amparado
en la soledad del cuartucho, el portero no disimuló una mueca de sorpresa y
satisfacción. Su lealtad y codicia le habían sujetado la lengua hasta ese
momento, pero desde el mismo día en que supo de sus desmanes, había deseado que
Martín pagara por ellos; no en vano era él padre de dos hijas a quienes hubiera
vengado sin piedad de haber sido ultrajadas.
“No sé
a que se refiere”, replicó sin embargo.
“Hablamos
del hijo de Rupérez…el empresario”, aclaró al prolongarse el silencio más de lo
esperado.
Hasta
tan sólo hacía unos meses aquel apellido no hubiera significado nada especial
para él, como tampoco parecía haber despertado interés alguno en ninguno de los
chicos. Fue aquella tarde en el despacho de Pablo cuando supo por primera vez
que se trataba de un poderoso hombre de negocios, bien valorado por todo tipo
de autoridades y por ello influyente en instituciones y organismos varios. El
director se lo había revelado en un tono confidencial no exento de cierto
orgullo. Por entonces no debía saber aún de la letra pequeña que completaba el
suculento y halagador contrato y que también le confesó otra tarde no muy lejana
con un talante mucho menos efusivo.
A Mariano no le cabía la menor duda de que su jefe se arrepintió de habérselo contado desde
el momento mismo en que dejó de morderse la lengua, aunque acto seguido le
encomendara su vigilancia. Pronto, sin embargo, pareció olvidar el asunto y
hasta él mismo consiguió guardar el secreto tras aquel primer y único desliz.
Recordó
que le había exigido devolverle la pelota de muy malas maneras mientras él barría las hojas acumuladas al pie de la escalera de la entrada. Martín practicaba sólo en el
frontón, insensible al frío intenso de aquella tarde de Octubre y no le
pareció oportuno ir él mismo tras la bola. A Mariano le traían al fresco los
quehaceres más o menos serviles que implicaba su puesto, pero lo que no toleraba era la
actitud prepotente de alguno de los chavales.
“¿Es
que estás sordo?”, le había increpado desde el borde de la cancha.
Ya le
hubiera gustado ya, no haber escuchado aquello ni las amenazas que siguieron.
Pero el portero tenía buen oído y mejores tragaderas y, sumiso, se acercó a la
pelota, la recogió del suelo y se la puso en la mano.
La
mueca de Martín no le pareció de agradecimiento y la suya, de rabia, sólo la
mostró tras darse la vuelta de camino a la portería. Entró hecho una furia,
dispuesto a cambiarse, coger el abrigo y marcharse a casa (tal vez para
siempre) cuando le vio acercarse con aquel aire confiado y elegante.
“Buenas”,
le saludó sonriente.
Mariano
no pudo evitar un desbordante sentimiento de gratitud; aquel sí era un crío que
merecía la pena, siempre educado y respetuoso; de los que pocos quedaban ya.
“¿Le
pasa algo?”, preguntó con sincera preocupación.
“¿Pero
qué se habrá creído?”, apostilló tras relatarle lo que acababa de suceder.
Y, sin
tiempo ni intenciones de contenerse, le reveló el secreto que le había sido
confiado y tras el cual andaba aquella reportera de tres al cuarto.
“Ya le
dije que…”
“Sólo
quiero que me conteste a una cosa. ¿Es cierto que..?”
Mariano
colgó antes de que terminara. Tal vez de aquella pregunta y de su calculada
respuesta dependiera su futuro y el de los suyos. Estaba seguro de que Pablo no
iba a soltar prenda por todo el oro del mundo, pero, si el asunto resultaba tan
importante como parecía, no iba él a desdeñar una suculenta recompensa ni
estropearla con una torpe, precipitada respuesta. Especialmente cuando la única
otra persona que podría haberlo contado, estaba ahora muerta.
Con
cierto sentimiento de culpabilidad, Mariano recordó como le había cambiado el
gesto al escuchar que Martín había abusado de una chica. A Antonio se le habían
llenado los ojos de lágrimas y antes de echarse a llorar, subió las escaleras a
toda prisa y sin decir una palabra.
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