sábado, 8 de septiembre de 2012

Encuentros


La luna llena que se balanceaba voluptuosa sobre las aguas del oceano se agitó cuando un súbito golpe de viento tensó el trapo de su pequeño bote y las luces de popa vibraron inquietas, pero la calma retornó en un instante y, en el vientre de la barca, su cuerpo dormido sólo tembló ligeramente, como una mirada inundada de dolor. Un ángel cayó del cielo, se posó en la proa, justo frente a él y le miró fijamente con sus ojos rapaces, el pico amarillo inclinado hacia abajo escudriñando sus sueños, acechando algún suspiro de su corazón, mientras el tiempo se detenía complacido ante ellos, alargando el reposo de la noche.

Fue un ligero temblor lo que zarandeó la barca, lo que desvió la mirada de la gaviota. En sueños percibió el poder del mar  bajo su cuerpo y sintió que aquella enorme fuerza devolvía el vigor a sus miembros entumidos. Sus ojos adormilados se encontraron con la sombra alada y su cuerpo entero se irguió en un brusco movimiento que balanceó el bote, obligando al ave a desplegar las alas y alzarse en brazos de una brisa que la colgó a unos centímetros de la barca. Cuando se hubo sentado y el equilibrio centró la quilla, la gaviota se soltó del aire y volvió a posarse suavemente en la proa. Ahora era él quien la miraba con interés; era tan blanca, tan grande. Acercó su mano hacia ella para tocarla, pero el oceano celoso volvió a temblar y tuvo que aferrarse a la barca con las dos manos, mientras el pájaro buscaba algo en el negro de las aguas.

Aguardó a que la mar se apaciguara para preparar algo con que recuperar las fuerzas que le devolvieran a la costa. Comió sin prisa, escuchándole a la noche y hablando con la gaviota. Entre bocado y bocado, entre verdades y embustes, una nube que pasaba le pintó mueca a la luna y las aguas agitaron su vientre en espasmos de risa contenida, meciendo la barca que sostenían.

Disfrutó de aquella paz hasta que un rumor remoto que creció cercano le obligó a callar. Con el gesto atragantado se asomó a babor y, creyó ver una sombra deslizándose allí abajo justo antes de que un violento empellón le tumbara en el fondo del bote al que se afferró con fuerza hasta que el oceano se calmó de nuevo. Cuando volvió a erguirse, la gaviota ya no estaba a proa, el aire era más frío y la noche más oscura.

Controlando su ansiedad, se sentó en el banco y sujetó los remos con decisión. Un chapoteo a estribor llamó su atención. El ave estaba allí, flotando tranquila sobre las aguas. Le miró con sus ojos penetrantes y él quiso ver en ellos la calma que volvía a recuperar. Soltó los remos y extendió sus brazos hacia ella, convencido de que quería entrar en el bote. Entonces lo vio: el mar oscuro, la gaviota nadando, blanca como la nieve y la sombra negra, más oscura que el mar, hundida allí abajo, extendiéndose, creciendo con tal rapidez que pronto lo llenaría todo. Miró al cielo pero sólo pudo disitinguir el tenue reflejo de la luna oculta tras las  nubes. Un leve balanceo del bote, casi imperceptible, hizo oscilar las estrellas en el cielo y la gaviota salió del agua batiendo sus alas con apremiante fuerza. Volvió a hundir su mirada en el mar, bajo la barca y encontró las aguas limpias de nuevo. Secó el sudor de su frente y sintió la calma retornar alrededor; el ave flotaba unos metros por encima del bote y la luna asomaba de nuevo entre las nubes. Esta vez sujetó los remos con suavidad casi acariciado la madera. Miró a la gaviota y el oceano entorno a él, por última vez, antes de volver a casa.

Cincuenta metros a estribor una pequeña ola se elevó en el mar, un metro, dos, tres; la cabeza surgió de las aguas con tal fuerza que el oceano bramó y se estremeció de dolor; su enorme silueta se alzó diez metros por encima de la superficie, cortando la noche con su larga aleta. Sus manos soltaron los remos y el asombro mudó su rostro, mientras contemplaba la enorme mole negra erguida sobre el mar y la gaviota volando junto a ella. Pero aquel gigante no pudo escapar del oceano; sólo unos segundos mantuvo su inmenso peso suspendido entre el cielo y el mar, con el agua resbalando por su piel y el aire secándole los ojos. Giró sobre sí, como para mirarle, mientras caía de nuevo en las aguas; su cabeza se estrelló en la superficie, levantando  el mar alrededor, el estruendo rasgó la noche y entre mil gotas de mar, su aleta se hundió, vertical, en la fría noche del oceano.

La barca apenas se mantenía a flote, escorando enloquecieda con cada vaivén de las aguas; pero no le importaba; estaba  de pie, con la mirada fija en la espuma que flotaba allí donde se había sumergido. Vio a la gaviota que seguía posada en el aire, esperando que volviera. El rumor era ahora tan fuerte que no oía nada más. Estaba seguro de que seguía ahí, bajo ese mar que, poco a poco volvía a la calma. Buscó ansioso, tratando de penetrar con su mirada las aguas oscuras y una sonrisa apareció en su rostro cuando la vio acercarse lentamente, inmensa y negra, nadando casi sobre el horizonte.

A unos metros de la barca su lomo emergió ligeramente, brilló en su piel el reflejo de la luna, rescatada por un instante de las aguas y se sumergió justo bajo la quilla, tan profunda que su cola salió del agua salpicándole el rostro. Era tan grande como el bote, pero tan ligera que se hundió en el mar casi en silencio.

El oceano tembló otra vez; sintió como pasaba por debajo y se alejaba para siempre. Ya no buscó más, sabía que no iba a volver. Respiró la brisa del mar y se mojó la cara con el agua fría. Todo estaba en calma y debía volver a casa. Llamó a la gaviota pero ella también se había ido; la vio pasar ante la luna y volar muy alto hacia el cielo.

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