viernes, 14 de septiembre de 2012

XXVII


El tumulto le despertó y se incorporó confuso en la cama. No hubiera imaginado que hacía tan solo media hora que se había acostado, dado el profundísimo sopor que le obnubilaba y que le impidió darse cuenta de lo que pasaba, hasta que escuchó nítida la voz de Romero sobre el difuso rumor de golpes y carreras.

“¡Dejadlo de una vez!"

El futuro psicólogo tuvo que modular el imperativo de su orden en un tono quedo que evidenciaba el aún discreto alcance de la pelea. Tal vez por ello se atrevió Julián a abrir la puerta y asomarse cauto, sin poder evitar que Rubio y  Martín (que recorrían enganchados el pasillo) se le llevaran por delante y le arrastraran con ellos al suelo.

Julián logró evitar los golpes que se propinaban pero no fue ajeno a las terribles imprecaciones que intercambiaron entre jadeos, mientras  Gonzalo y Luis les separaban a ambos lados del corredor. El gigante mostraba una expresión mezcla de odio y de sorpresa atemorizada al observar como su rival, lejos de achicarse, seguía intentado zafarse para irse de nuevo a por él y no acertaba a replicar a las explícitas amenazas que Romero trataba en vano de acallar.

“¿Queréis que Pablo baje y se entere de esto?"  

La mención del director pareció surtir efecto en los más fieles de sus adeptos, pero dejó indiferente al novato, que seguía jurando de manera incontrolada.

“Te digo que acabas como tu amigo”, gruñó con media sonrisa pintada de sangre.

Casi ninguno pudo evitar un vistazo fugaz a la puerta de su cuarto, apenas a un par de metros de donde Rubio se consumía de rabia. Nadie había traspasado aquel umbral desde que la policía lo abandonó definitivamente y para todos resultaba un enigma lo que habrían dejado dentro o el uso que de aquella tumba se haría a partir de entonces. En aquel instante la luz del pasillo se apagó y lo que no habían logrado las súplicas de Romero, lo consiguió la repentina oscuridad. Aliviados por aquel silencio, ninguno hizo ademán de acercarse al interruptor y permanecieron inmóviles, atentos a cualquier señal que pudiera delatar el reciente alboroto.

Varias líneas de luz quedaron marcadas bajo alguna de las puertas, aquellas tras las que se ocultaban esos que habían preferido escuchar desde sus cuartos, pero nadie más se les unió en los minutos que siguieron.

Julián, que había ayudado a sujetar a Martín, relajó por fin la presión de las manos alrededor de su brazo. El novato se soltó de un tirón y se acercó un par de pasos hacia su enemigo sin que nadie más moviera un músculo.

“No se te ocurra volver a ponerme la mano encima”, susurró con una seguridad pasmosa y, entre las tinieblas, se alejó cojeando.

Rubio no le siguió. Libre también de sus compañeros, prefirió apoyarse en la pared y exhaló un suspiro muy profundo. Nunca hubiera imaginado que las cosas iban a complicarse tanto, aunque tenía que admitir que desde el primer día Martín había resultado un novato diferente a todos cuantos había tratado en los últimos años. Algo en la indómita insolencia que siempre había demostrado, en su orgulloso afán por ignorar sus continuas humillaciones le habían convertido en un trofeo único, un reto para cualquiera de los veteranos, ansiosos de su merecida venganza. Rubio recordó que incluso Antonio, no muy dado a torturar novatos, se había interesado sobremanera en él y que se había ensañado en interminables burlas y vejaciones. A buen seguro Martín había empezado a alimentar su odio en aquellos días, aunque siempre se cuidó mucho de demostrarlo en público. Fue, sin embargo, tras la muerte de su amigo cuando el novato había empezado a hacerlo manifiesto. Primero con su indiferencia, más tarde con sus comentarios jocosos y, poco después, con sus constantes advertencias y amenazas.

“¿Qué ha pasado? Se interesó Romero en voz no tan baja como para que Julián no le escuchara desde el otro lado.

En circunstancias normales, el gigante, le habría bufado alguna grosería y se habría largado sin más, pero en la penumbra voluntaria del pasillo, pareció reconocer acogedora la presencia de todos sus compañeros, incluido el molesto psicólogo.

“Me dijo que estoy bien muerto…como él”, añadió con un gesto de su cabeza hacia la puerta que tenía al lado.

“Desde lo de Antonio”, siguió, obligado por el silencio de los otros y su propio orgullo herido. “Se le ha ido yendo la olla y la ha tomado conmigo”.

A todos les vinieron a la memoria unas cuantas razones para explicar la inquina del novato y, aunque prefirieron callárselas, el propio Rubio se vio en la obligación de justificar:

“Y eso que hace tiempo que le dejamos en paz”.

Romero bajó la cabeza por no arriesgarse a que le notara su mirada crítica y sólo Gonzalo asintió en silencio.

“De verdad que últimamente da miedo”, confesó Rubio a su pesar. Y adquiriendo un semblante inusualmente cetrino, vaticinó:

“Cualquier día tenemos otra desgracia, ya veréis”.

La inquietud de los otros al escucharle no fue comparable con el escalofrío que recorrió la espalda de Julián. Con la mirada clavada en el suelo, su rostro palideció hasta hacerse claro entre las tinieblas, pero ninguno se percató de que sus piernas apenas consiguieron sostenerle contra la pared. Nadie había visto, como él, una sombra más oscura que la penumbra que escapaba de su interior, moverse bajo la puerta del cuarto de Antonio. 

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