Era la
primera vez que acudía a la tienda real sin la compañía de su padre. Su anual
despedida en los confines del desierto casi trece meses atrás había resultado
ser la última ocasión en que se adentró en aquel paraíso de deseos concedidos que,
a sus ojos de niño, representaba el opulento aposento de los Magos. Para él
todo lo que allí brillaba o daba color a la penumbra misteriosa, todo lo que
oscilaba al ritmo de la música o se mecía en las brisas aún cálidas que se
colaban bajo la inmensa lona, todo cuanto se extendía a sus pies o descansaba
en mesas y armarios, formaba parte del regalo universal, un pedacito del cual
pronto sería suyo.
Recordaba
perfectamente que el silencio respetuoso impuesto a su condición infantil le
permitía refugiarse en un anonimato casi invisible que, poco a poco despistaba
el control relajado de su padre y le permitía explorar a su antojo entre
aquella jungla de maravillas desconocidas. En más de una ocasión le habían
encontrado dormido entre cojines de colores, soñando aún que viajaba a lomos de
nubes vertiginosas sobre mares repletos de islas desiertas y tesoros
escondidos. Pudo sentir el aroma inconfundible de su padre y sus brazos fuertes
suspendiéndole en la tiniebla de una tarde anochecida y la suave caricia de
Baltasar que le miraba, como los otros dos ancianos, con el sincero pesar de
verles partir...
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