martes, 31 de diciembre de 2013

Cuento de fin de año (Entre dos cartas)

Las palabras cobraban sentido a medida que se acercaba y las sombras descubrían sus secretos sobre el inminente paredón.
- Fin de año…mueren solos…otra vez.
Cada pausa en un recodo en busca de una luz que se percibía a ratos, a golpes de fuego perezoso.
- Fueron tiempos de cosechas perdidas…solo la risa de los niños… –. Said esperó al pie de la escalera, detrás el pasillo quebrado en otra esquina y adelante creciendo eterno en busca de otros misterios que no eran suyos.
- El hombre esperó en el salón sentado en una de las butacas más cercanas al hogar. Traía aún el frío del invierno y su abrigo raído apenas confortaba sus miembros entumecidos. Un fuego raquítico ardía en la enorme chimenea, tan oscura como el resto de la casa.
Said escuchaba desde el umbral. Dentro un anciano se mesaba despacio la barba mientras miraba hacia arriba como tratando de recordar.
- Pasaron varias horas antes de que cayera dormido y cuando despertó era bien entrada la noche. Marcaba las once un reloj de pared justo al lado de la puerta que seguía cerrada como cuando llegó.
El viejo se detuvo entonces y calló por un momento. Sus ojos recorrieron el cuarto y alguno de los que le escuchaban se volvieron cuando su mirada seca se clavó en el rostro asustado de Said justo antes de que el muchacho se ocultara de nuevo tras la puerta entornada.
Eran cinco o seis hombres o mujeres, sentados en el suelo frente a aquel que les hablaba a la luz incierta de un fuego pequeño de papeles blancos de oficina.
- ¿Por qué tan larga espera? – se preguntó el anciano como el mismo de quien contaba –. Nada en el anuncio escueto del periódico hacía sospechar que aquello fuera una broma. El hambre desgarrado de sus hijos no merecía la burla de nadie. A punto estuvo de levantarse y abandonar para siempre aquel palacio.
Said dejó que su cuerpo reposara en el suelo frío, apoyada la espalda en la pared justo al lado del hueco abierto de la puerta.
- Pero el fuego revivió en el hogar, el calor le alcanzó al fin y se llenó la estancia del color acogedor de la casa. Tal vez debiera esperar después de todo. La doncella sólo le había acompañado con un gesto serio de silencio obligado, ni una explicación ni un aviso de tardanza, nada que indicara aquel retraso. Era tarde ya para cenar con su mujer y sus hijos pero estaría de vuelta para recibir con ellos el nuevo año. Medía hora más y regresaría.
La pausa del anciano le alcanzó, inquisitiva y contuvo el aliento en su escondite. Guardaron silencio los demás hasta que el ciego reanudó su relato.
- La impuesta soledad despertó su curiosidad y, cauto, se acercó al enorme escritorio que presidía la sala bajo un retrato oscuro colgado de la pared. Sobre la mesa una pluma con la tinta seca descansaba sobre un papel lleno de versos conocidos. El hombre los leyó, incrédulo, con la rabia superando la sorpresa del plagio. Era aquel uno de los poemas que guardaba en su abrigo, escritos en un decrépito cuaderno, el mismo que pretendía  leerle aquella noche para conseguir el empleo. Palabra por palabra, estremecido por el mismo traqueteo que torció sus renglones en el tren que le inspiró hacía años. Corrió angustioso a arrancarlo del bolsillo y buscó desesperado entre sus páginas llenas de garabatos sin sentido; trazos perdidos marcados con furia hasta romper el papel. Nada de lo que escribió quedaba allí, sólo el arrebato artístico de un loco. Incapaz de comprender, cayó abatido sobre el sofá y quedó inmóvil con el peso tremendo de un dolor creciente frenando sus pensamientos y apagando sus recuerdos. Sus hijos, el bien más preciado, perdían el rostro y la forma en un delirio sin fondo y todo lo que fue se deslizaba imparable por la herida mortal  de su memoria.
- Despertó sobresaltado por los gritos alegres que llegaban de fuera pero callaron de pronto y parecieron tan falsos como su horrible pesadilla. El cuaderno seguía en su abrigo con los mismos versos en  sus hojas amarillas y no había nada escrito en el papel sobre la mesa. Temblaron sin embargo, aún, sus manos al anudarse la bufanda antes de marcharse y perdió el equilibrio cerca ya de la puerta cuando el reloj de pared le sorprendió con la primera nota de la media noche. Se detuvo entonces y esperó contando en silencio con un algo de tristeza enturbiando su inmenso alivio. Tres, cuatro…imaginó a su mujer marcando solemne el ritmo a los chiquillos…seis, siete…y a los niños casi atragantándose con las uvas…nueve, diez, once…
Se detuvo el reloj, incapaz de acabar con el año, pero de fuera llegaron otra vez los gritos de alegría de grandes y pequeños. Reconoció las voces de los suyos alejándose por el pasillo; “Papá, papá”, llamaron entre risas. Trató de contestar pero su voz se perdió con la última campanada y la puerta no cedió ni un milímetro tras su asalto final de furia desesperada.

La pared crujió cuando trató de recostarse y Said echó a correr sin tiempo para descubrir si había sido aquel ruido suficiente para delatarle. No se volvió al pie de la escalera cuando alguien gritó desde arriba “espera”, ni le siguieron cuando giró en el pasillo oscuro de vuelta a la nave inmensa. Su carrera retumbó en el vacío con estruendo pero el silencio le confortó de nuevo oculto entre sus cartones y sus cajas. “Fin de año…mueren solos”, recordó antes de echarse a llorar desconsolado.




lunes, 16 de diciembre de 2013

Una brizna de invierno

Acechó con paciencia al blanco cielo,
aguardó de las nubes un descuido
y se fugó, fingiendo estar dormido,
mecido por un viento gris de hielo.

Mil luces le guiaron desde el suelo
brillando en este valle del olvido;
mil sombras se apartaron y un gemido
de noche joven agitó su vuelo.

Miró la Navidad por las ventanas;
sonrisas de turrón, paz de salones,
abetos, bolas, reyes y campanas,
susurros, carcajadas y canciones.

Flotó un instante más (piruetas vanas
de estrella helada) entre los balcones.

martes, 10 de diciembre de 2013

Preludio de un cuento (Entre dos cartas)

Todos callaron después y la música se apoderó de la paz del desierto. Era una noche preciosa, la más serena de cuantas el firmamento les había ofrecido desde que comenzaron su viaje; miles de estrellas acompañando a una luna enorme que flotaba en los vientos templados del este y un negro bondadoso arropando a cada criatura que se tendiera sobre la arena. Los Magos esperaron a que su invitado acabara con los últimos postres antes de levantarse y salir al exterior. Una suave brisa agitó la lona que sujetaba el criado para abrirles paso y las palmeras susurraron sobre sus cabezas, mientras el manantial seguía impasible con su eterno suspirar de agua. Melchor iba delante con Baltasar, paseaban en silencio hacia la charca. Más atrás Gaspar y Hasim, agarrados del brazo, reían a carcajadas las bromas del comerciante y daban las buenas noches a cuantos les saludaban desde las tiendas.
Cuando llegaron a la orilla, Melchor se inclinó, mojó su mano en el agua negra y refrescó su frente con una caricia. Baltasar se sentó a su lado en uno de los cuatro asientos que los criados habían colocado momentos antes.
- ¿Es posible que una noche así pueda durar eternamente? – preguntó Hasim mientras se sentaba junto a Gaspar.
Nadie le contestó. Los cuatro guardaron silencio durante un buen rato, observando la luna flotar en la charca como un pedazo de hielo en las cálidas aguas del oasis. Algunos más se acercaron hasta allí y se sentaron en el suelo alrededor. Criados recién terminado su trabajo, pajes solitarios, mercaderes humildes del brazo de sus mujeres, muchachas soñadoras, niños bostezando en secreto, porteadores borrachos, peregrinos insomnes; todos se tendieron junto al agua y el campamento quedó reducido a un montón de lonas vacías bajo el ligero peso de la noche.
Al cabo de un rato el silencio se llenó de mil murmullos y en cada conversación (cientos de palabras sosteniéndose en la imperturbable calma del oasis) varias almas compartían el deleite de lo insustancial.
- ¡Ah, el amor! – suspiró Hasim.
Pero nadie le hizo caso y volvió a insistir:
- Imaginad por un momento lo que ha de estar sufriendo vuestro enamorado amigo.
Un gesto de indiferencia en el rostro de Gaspar fue lo único que obtuvo esta vez, pero el comerciante estaba dispuesto a llegar hasta el final y continuó:
- Cualquiera de los presentes – dijo, alzando la voz para captar su atención – sabe cuán poderoso es el amor. Todos hemos sufrido alguna vez sus violentos embates y algunos incluso hemos zozobrado en sus aguas. Sabed que no hay nada que pueda aplacar su infalible ataque, que nadie puede escapar de él, pues allá donde huyeras, hasta el fin de la tierra tal vez, te seguiría para inyectarte su veneno. No, amigos, no hay solución para este mal bendito que es el amor. Y si no me creéis escuchad lo que tengo que contaros.