domingo, 14 de diciembre de 2014

La Lluvia y las Gotas de Rocío / The Rain and the Dewdrops

Amanecieron dos gotas de rocío sobre una hoja de castaño asomada a la superficie tranquila de un lago. Al poco comenzó a llover. Bajo el frondoso follaje del árbol las dos desearon ser como las gotas de lluvia que caían al lago para seguir siendo agua, pero mientras una las admiraba tratando de parecerse a ellas, la otra sólo podía rabiar de envidia.

Por verlas mejor e imitando sus ágiles movimientos la primera gota de rocío empezó a deslizarse por la hoja mientras la otra siguió mirando la lluvia de reojo calentándose de rabia y de celos.

Tanto aprendió la gota curiosa de las otras que caían del cielo, que cuando hubo alcanzado la punta de la hoja, no tuvo miedo de lanzarse tras ellas y zambullirse en el agua.

Casi al mismo tiempo, sobre la hoja de castaño, la gota envidiosa se evaporó en su propio fuego.


Para mejorar, aprende de quien admiras. A nada llegarás sólo con envidia.



Two dewdrops woke up on a chestnut´s leaf by a stream river. Soon it started raining. Under the thick foliage of the tree, both wished to be like the raindrops which were falling to the river and remained water, but whilst one was looking at them with admiration the other  could only feel envy.

In order to see them better and mimicking their agile movements, the first dewdrop started to slide over the leaf while the other one kept sneaking looks at them boiling with rage and jealousy.

The curious dewdrop learnt so much from those falling from the sky that, when it reached the tip of the leaf, it felt no fear at all and jumped like them to join the rest of the water.

Almost at the same time, on the chestnut leaf, the jealous one evaporated in its own fire.


If you want to develop and improve, learn from who you admire. Envy will not take you anywhere.



Copyright © Jose Felix Mendez 2014 

Los Príncipes de Arena / The Princes of Sand

Un escultor moldeó dos figuras con la arena de la playa, dos apuestos príncipes que fueron admirados por cuantos se acercaron por allí durante el día.

Al caer la noche, viéndose solo y tan cerca del mar, uno de los príncipes empezó a lamentarse, muerto de miedo. El otro trató de animarle asegurándole que el agua no iba a llegar hasta ellos y que seguirían intactos al día siguiente. Pero nada de lo que dijo pudo aplacar la creciente ansiedad del príncipe temeroso, que al poco empezó a sollozar.

Al notar su rostro reblandecerse con las lágrimas su angustia se hizo aún mayor y su llanto más copioso. Lloró durante horas y cuanto más lloró más se deshizo.

Al día siguiente los visitantes sólo pudieron contemplar la figura de un bello príncipe junto a un montoncito de barro.


Si temes sin razón acabarás por ser víctima de tu propio miedo.




A sculptor modelled two figures with the sand of the beach, two handsome princes who were admired by those who came by during all day.

At nightfall, feeling lonely and so close to the sea, one of the princes, scared stiff, started to moan. The other tried to reassure him that the water was not going to reach them and that they would be intact the following day. But nothing of what he said could calm the fearful prince down and he soon started to sob.

Feeling his face softened by the tears, his anguish intensified and his crying became heavier. He cried for hours and the more he cried the more he dissolved.

The following day visitors could only see the figure of a beautiful prince beside a heap of mud.

If you dread without reason you will be a victim of your own fear.



Copyright © Jose Felix Mendez 2014 





sábado, 27 de septiembre de 2014

El malo y el imbécil

Lee Van Cleef estrechó su mirada aviesa y, a lo Clint Eastwood, mordí con fruición la tapa de mi “Bic” tratando de no arrugarme lo más mínimo.

No era la primera vez que nos veíamos cara a cara y en ninguno de nuestros previos encuentros habíamos pasado de desafiarnos en silencio o escupir amenazas disfrazadas de cumplidos (“Muy amable de su parte brindarme la oportunidad de discutir ciertos asuntos”). Muchas cuentas, sin embargo, nos quedaban por saldar; tantas que tal vez no fueran suficientes las cinco balas que aguardaban en mi revólver.

Lee sudaba como nunca y su barba incipiente le daba un aspecto tan rudo que su traje negro apenas dignificó su figura cuando se acercó un par de pasos mostrando una sonrisa taimada. A mí, el poncho empezó a quedarme grande a medida que el valor se me iba evaporando al sol justiciero del desierto de Almería. De tal forma mengüé que mi rival pareció agigantarse y su mirada comenzó a caerme desde tan alto que su peso aceleró mi apocamiento hasta que, con titánico esfuerzo, logré descubrir mi brazo derecho mostrando el arma enfundada a la cadera.

Lee recuperó su papel secundario y dio un paso atrás. Toleró estoico una mosca recorriendo su frente sudorosa pero no pudo evitar un ligero sobresalto al irrumpir ,estridente, el ineludible Morricone amenizando la escena. Era mi oportunidad. Tras casi tres horas de película había de cumplir con mi deber de héroe por eliminación. El crescendo repetitivo de la banda sonora iba alcanzando su clímax y a Lee empezó a temblarle la mano al acercarla a su cartuchera. Nada importaba cuan rápido desenfundara pues a mí me correspondía disparar primero. El suyo, sería un tiro errado, herido ya de muerte estipulada. Y yo dispondría entonces de unos segundos para encapuchar mi bolígrafo  y cerrar la carpeta.

Mas para cuando el eco de la música se hubo apagado, nos mirábamos aún sin mover un músculo y algo en sus ojos me dijo que Lee había comprendido al fin. Aquel brillo le activó como un resorte y, en menos de un suspiro, yacía yo en el suelo con la vida escapándoseme por el agujero que me acababa de abrir en el pecho.


Lee prefirió no acercarse. De sobra sabía lo que encontraría bajo el poncho. Si había permitido que un impostor le engañase de aquel modo fue solo por poder contar que este glorioso día el olvidado Van Cleef había por fin derrotado al celebérrimo Estwood.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Nada

Despertaré una mañana

mirando de frente al sol.

Sólo habrá cielo en el aire;

ni palabras, ni silencio;

ni fragancias, ni color;

ni recuerdos. Sólo nada.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Incongruencias

Con cierto desconcierto asisto al desfile de imágenes varias de mi último verano; innumerables esfuerzos artísticos que en poco reflejan los gloriosos atardeceres (a los amaneceres nunca alcancé despierto), paisajes imponentes o joyas arquitectónicas de tierra adentro que traté de retratar. Ninguno posee un mínimo del alma que creí dejarme en ellos y que, aún, en el pecho echo yo en falta.


Tal vez no fuera yo quien disparara y mi cámara ande preñada de los recuerdos de alguien más; un villano sin escrúpulos que vive a costa mía. ¿Cómo explicar de otro modo la nausea y el espanto que me asaltan al hallar entre las fotos un jocoso autorretrato mostrando la felicidad de otro?

miércoles, 6 de agosto de 2014

La cuarta Tosca

Tal vez Puccini ya lo supiera cuando hilvanó la melodía con que aliviarnos el espíritu tras el turbulento final del segundo acto, mientras se releva la guardia al alba del día en que Cavaradossi ha de encontrar, sorprendido, una muerte anunciada.

Seguro que otros muchos antes habían sucumbido al torrente incesante de emociones que, como a mí, me tomaron por asalto aquella primera vez, apenas caído el telón entre el cadáver desangrado de Scarpia y la ovación del heterogéneo público que atestaba la Ópera de Praga allá por el año 1993. Esa experiencia, hasta entonces única, tan solo contribuyó a acrecentar aquel toque de romántica tragedia que nuestro viaje de fin de carrera siempre tuvo para mí, incluso antes de que tomáramos el autobús con dirección al aeropuerto de Barajas. Aquella función, sin embargo, me sirvió para aprender a desconfiar de anhelos y de esperanzas irracionales fruto de cualquier obra de arte por arrebatadora que fuera.

Despojado de toda sensiblera afección e inconsciente de otras similares perturbando a mi acompañante, asistimos en Oviedo a la que habría de ser una decepcionante recreación de lo que, en su día, me había resultado poco menos que sublime. Anodina y carente de magia, me pareció haber estado engañado durante meses, como si la música  que había conocido en Praga la hubiera yo imaginado inmerso en el hechizo que me poseía por entonces.

Tal vez con el propósito de testar esta posibilidad (y por el capricho de un destino burlón que la programó en el par de días que allí estuvimos) regresé al mismo escenario donde todo había comenzado, compartiendo palco con el ángel que aún hoy me acompaña. Hasta allí la arrastré, forzándola a explicarme la naturaleza misma de aquella primera y personalísima emoción que el arte que contemplábamos me había ofrecido durante un par de horas unos años atrás y se había esfumado al iluminarse el patio de butacas. Con enfermiza obsesión, pretendí que sintiera lo mismo que yo en aquella ocasión y con desilusión acepté que mi locura era única y el encanto ya no podía regresar.

Puccini cayó en mi olvido, como tantos otros, y salvo esporádicas programaciones radiofónicas de alguna de sus arias, Tosca quedó anclada como un patético recuerdo de mi época más triste.

Hasta que catorce años después, obligado a medias por mis paternales quehaceres, tomé asiento en uno de los primeros bancos de la iglesia de St Mary´s dispuesto a que un grupo de aficionados (entre ellos mi hija de nueve años) le diera la puntilla al glorioso espejismo del genio italiano. Mas, para mi asombro y guiados por un excelente director español a quien tuve el placer de conocer entre los dos primeros actos, su exiguo grupo de intérpretes atinaron las primeras notas y se fueron creciendo hasta que el prófugo Angelotti hizo su entrada sobre el diminuto escenario y dejó constancia de mi craso error de juicio. La sucesiva aparición de los principales personajes no sólo no desmereció la intervención del bajo sino que la voz de una espléndida soprano nos regaló momentos de inesperada excelencia.

Así, entre intrigas, celos y celebraciones, alcanzamos la última escena del primer acto con los coros apretujados tras el furioso barón, dispuestos a rezar el Te Deum. La música pasó entonces a un segundo plano, banda sonora de un espectáculo increíble: una perla en uniforme de escuela, distraída a ratos, saltándose algún latinajo, pero dotándole su gracia única al dramático ceremonial al que asistíamos. El público estalló en aplausos como no podía ser de otra manera (allí casi todos estábamos emparentados con algún intérprete) y mi niña se vino trotando hasta el banco para seguir el espectáculo sentada a mi vera. Hasta entonces sus contactos con la Ópera habían sido testimoniales y a regañadientes y tuve que hacerle un resumen de la trama (exagerando aún más los momentos más funestos) para despertarle un interés  que le notaba yo algo desatendido.

Consumido el refrigerio del descanso (un zumo de naranja en vaso de plástico), hube de insistirle que guardara silencio cuando Juan, batuta en mano, se dispuso a reanudar el recital. Como le había censurado los motivos de la desdichada heroína para deshacerse del villano y a la cría le resultaron excesivos los dimes y diretes que armonizaron durante lo que debió parecerle una eternidad, no pudo evitar preguntarme un par de veces cuándo llegaba la acción. “Pronto”; ella aceptó. Pero para entonces no debió importarle que el barón se muriera bajando la cabeza e hiciera mutis por el foro tan discreto como pudo, para dejar que Tosca cerrara de manera magistral el segundo acto

Apenas nos levantamos esta vez, cansada como estaba y ansioso yo por escuchar el celebérrimo “Adiós a la vida”. Los últimos carraspeos enturbiaron los primeros acordes y, como a buen seguro Puccini había previsto, su toque de magia, aquel que había yo perseguido a ciegas durante años, reverberó entonces entre las columnas de la iglesia y fue a posarse sobre nosotros.


Justo en ese instante, mientras amanecía por última vez para los dos amantes, mi niña me rodeó el brazo con los suyos y apoyó su carita sobre mi hombro.



sábado, 12 de julio de 2014

Al acecho (Entre dos cartas)

Apoyada la cabeza en la pared quedó en silencio, congelando sus pulmones a profundas bocanadas de aire helado que escapaban después en blanco aliento. Cualquiera diría que era ese respirar el origen de toda aquella niebla, que podría seguir exhalando bruma hasta nublar toda la tierra. Y, si así fuera, no habría un alma que pudiera encontrarle aquella noche. En el centro mismo del espeso reino, sólo era un vacío que, inmóvil, sostenía alrededor el peso del aire denso.

¿Y si no hubiera nada bajo aquel sombrero? Nada que envolviera la amplia capa, ni manos perdidas en grandes bolsillos, ni piernas heladas, ni cobardes ojos ocultando entera la tremenda rabia que le devoraba. ¿Y si no estuviera allí de pie como la sombra olvidada de una estatua muerta? Tal vez entonces no fuera más que todo el miedo que vio en los ojos de la muchacha, un mal sueño efímero manchando la pared. Deseó profundamente que así fuera, pero sintió otra vez la tristeza inmensa empaparle el alma y reconoció su cuerpo entre los pliegues de la noche. Repitió aquel nombre en voz baja. Sonó como antes; tan vacío, tan seco, que apenas reconoció la enorme turbación que agitaba su espíritu. Era esa muchacha el origen de sus males, aquel engendro la causa de su aflicción, un puro estorbo que odiaría eternamente.


Se crisparon sus nervios al recordarla en medio de la calle, desafiante, indefensa pero irreductible, con la niebla endulzando el terror de su gesto en la infinita belleza de sus rasgos. Aún no estaba seguro de si era cierto cuanto había visto o si fue el borroso ambiente el que puso ante sus ojos aquel vivo retrato de sus deseos, pero obligado como estaba por su orgullo a rechazarla, sentía en su pecho la angustia de no poder olvidar su esbelto porte insinuado en la bruma. Suspiró con furia y trató en vano de intuir el sueño de aquel ángel maldito, de llegar a su alma y llenársela de pena. Mas nada que no fuera el sereno respirar de su pecho pudo llenar el inmenso vacío de su espíritu...

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lunes, 7 de julio de 2014

Rescoldos

“¡Fuego!”

Abrió los ojos sobresaltado. El olor a quemado y los gritos llegaban lejanos desde más allá del patio y el humo apenas enturbiaba la intensa claridad del cielo. Sin bajar la mirada, respiró profundo tratando de sacudirse un pánico extraño que no acababa de comprender. Un vencejo cruzó fulgurante el cuadrado azul y su chillido encontró eco en infinidad de murmullos familiares de memorias difusas. Una gota de sudor resbaló hasta su oreja pero mantuvo los ojos al cielo sin bajar la frente, como sujeto por el mismo obcecado propósito de no obligarse a recordar.

Otro jirón de humo negro se deslizó sobre los tejados y le pareció que escuchaba el crepitar del bosque devorado por las llamas. Sonrió despacio, hallando consuelo en el castigo de otro incendio de verano como los de su infancia.

“¡Soldado!”

Sintió el estómago revolviéndosele y a duras penas detuvo la nausea que le ascendió por la garganta.

“Vamos, en marcha”.


Bajó la mirada y reconoció al oficial que le apremiaba; el que apenas un minuto antes había dado la orden. Al fondo el montón de cadáveres de aquellos que acababan de fusilar.

sábado, 5 de julio de 2014

Sin guión

Como la vida misma, imprevisible y caprichosa. Siete meses después de la última entrada y agitado aún por el zarandeo inclemente de avatares hasta ahora desconocidos, me dispongo a testar las constantes vitales de este blog y la capacidad o tal vez simplemente las intenciones de su autor por sacarlo adelante.

Echando la vista atrás pienso que quizás pecara de ingenuo cuando me declaré escritor profesional deseando, casi en secreto, poder dedicarme en exclusividad a esto. Nada más lejos de la realidad, que se mostró tajante y despiadada y que, a golpes, me colocó de nuevo en el lugar que, al parecer, me corresponde. A partir de entonces un silencio obcecado se me agarró a las palabras como una sentencia que acepté gustoso, casi aliviado, renegando de arrebatos creativos cualesquiera y ahuyentándome las musas a bofetadas que dolían mucho más por injustas que por certeras.

A fin de evitarme rubores innecesarios, opté así mismo por abandonar lecturas obsesivas con la esperanza de que personajes antiguos y recientes dejaran de asomarse a mis noches insomnes. Vano esfuerzo, pues aquellos cuyas andanzas concluyeron forman parte ya de mis frustradas personalidades y, dotados de virtudes de las que carezco, aún les reconozco del todo imprescindibles. Inútil también porque esos que quedaron abandonados siguen reclamando la vida que les adeudo.


Pero no sólo a ellos se debe este artículo (tal vez el más personal de cuantos he escrito), sino también a vosotros, treinta y uno declarados seguidores que habéis continuado releyéndome y a otros visitantes anónimos que os habéis asomado por aquí. A ninguno puedo prometeros el mismo ritmo creativo, ni siquiera la mitad del entusiasmo que me puso en marcha, pero a fe que continuaré improvisando (sin guión); que mejor ha de ser recapitular que volver a rendirse.