Amanecieron
dos gotas de rocío sobre una hoja de castaño asomada a la superficie tranquila
de un lago. Al poco comenzó a llover. Bajo el frondoso follaje del árbol las
dos desearon ser como las gotas de lluvia que caían al lago para seguir siendo
agua, pero mientras una las admiraba tratando de parecerse a ellas, la otra
sólo podía rabiar de envidia.
Por
verlas mejor e imitando sus ágiles movimientos la primera gota de rocío empezó
a deslizarse por la hoja mientras la otra siguió mirando la lluvia de reojo
calentándose de rabia y de celos.
Tanto
aprendió la gota curiosa de las otras que caían del cielo, que cuando hubo
alcanzado la punta de la hoja, no tuvo miedo de lanzarse tras ellas y zambullirse
en el agua.
Casi al
mismo tiempo, sobre la hoja de castaño, la gota envidiosa se evaporó en su
propio fuego.
Para mejorar, aprende de quien admiras. A
nada llegarás sólo con envidia.
Two dewdrops woke up on a chestnut´s leaf by a stream river. Soon it started raining.
Under the thick foliage of the tree, both wished to be like the raindrops which
were falling to the river and remained water, but whilst one was looking at
them with admiration the other could only feel envy.
In order to
see them better and mimicking their agile movements, the first dewdrop started
to slide over the leaf while the other one kept sneaking looks at them boiling
with rage and jealousy.
The curious
dewdrop learnt so much from those falling from the sky that, when it reached the
tip of the leaf, it felt no fear at all and jumped like them to join the rest
of the water.
Almost at
the same time, on the chestnut leaf, the jealous one evaporated in its own
fire.
Un
escultor moldeó dos figuras con la arena de la playa, dos apuestos príncipes
que fueron admirados por cuantos se acercaron por allí durante el día.
Al caer
la noche, viéndose solo y tan cerca del mar, uno de los príncipes empezó a
lamentarse, muerto de miedo. El otro trató de animarle asegurándole que el agua
no iba a llegar hasta ellos y que seguirían intactos al día siguiente. Pero
nada de lo que dijo pudo aplacar la creciente ansiedad del príncipe temeroso,
que al poco empezó a sollozar.
Al
notar su rostro reblandecerse con las lágrimas su angustia se hizo aún mayor y
su llanto más copioso. Lloró durante horas y cuanto más lloró más se deshizo.
Al día
siguiente los visitantes sólo pudieron contemplar la figura de un bello príncipe
junto a un montoncito de barro.
Si temes sin razón acabarás por ser víctima
de tu propio miedo.
A sculptor modelled two figures with the
sand of the beach, two handsome princes who were admired by those who came by
during all day.
At nightfall, feeling lonely and so close
to the sea, one of the princes, scared stiff, started to moan. The other tried
to reassure him that the water was not going to reach them and that they would
be intact the following day. But nothing of what he said could calm the fearful
prince down and he soon started to sob.
Feeling his face softened by the tears, his
anguish intensified and his crying became heavier. He cried for hours and the
more he cried the more he dissolved.
The following day visitors could only see
the figure of a beautiful prince beside a heap of mud.
If
you dread without reason you will be a victim of your own fear.
Lee Van Cleef estrechó su mirada
aviesa y, a lo Clint Eastwood, mordí con fruición la tapa de mi “Bic” tratando
de no arrugarme lo más mínimo.
No era la primera vez que nos
veíamos cara a cara y en ninguno de nuestros previos encuentros habíamos pasado
de desafiarnos en silencio o escupir amenazas disfrazadas de cumplidos (“Muy
amable de su parte brindarme la oportunidad de discutir ciertos asuntos”).
Muchas cuentas, sin embargo, nos quedaban por saldar; tantas que tal vez no
fueran suficientes las cinco balas que aguardaban en mi revólver.
Lee sudaba como nunca y su barba
incipiente le daba un aspecto tan rudo que su traje negro apenas dignificó su
figura cuando se acercó un par de pasos mostrando una sonrisa taimada. A mí, el
poncho empezó a quedarme grande a medida que el valor se me iba evaporando al
sol justiciero del desierto de Almería. De tal forma mengüé que mi rival
pareció agigantarse y su mirada comenzó a caerme desde tan alto que su peso
aceleró mi apocamiento hasta que, con titánico esfuerzo, logré descubrir mi
brazo derecho mostrando el arma enfundada a la cadera.
Lee recuperó su papel secundario
y dio un paso atrás. Toleró estoico una mosca recorriendo su frente sudorosa
pero no pudo evitar un ligero sobresalto al irrumpir ,estridente, el ineludible
Morricone amenizando la escena. Era mi oportunidad. Tras casi tres horas de
película había de cumplir con mi deber de héroe por eliminación. El crescendo
repetitivo de la banda sonora iba alcanzando su clímax y a Lee empezó a
temblarle la mano al acercarla a su cartuchera. Nada importaba cuan rápido
desenfundara pues a mí me correspondía disparar primero. El suyo, sería un tiro
errado, herido ya de muerte estipulada. Y yo dispondría entonces de unos
segundos para encapuchar mi bolígrafo y
cerrar la carpeta.
Mas para cuando el eco de la
música se hubo apagado, nos mirábamos aún sin mover un músculo y algo en sus
ojos me dijo que Lee había comprendido al fin. Aquel brillo le activó como un
resorte y, en menos de un suspiro, yacía yo en el suelo con la vida
escapándoseme por el agujero que me acababa de abrir en el pecho.
Lee prefirió no acercarse. De
sobra sabía lo que encontraría bajo el poncho. Si había permitido que un
impostor le engañase de aquel modo fue solo por poder contar que este glorioso
día el olvidado Van Cleef había por fin derrotado al celebérrimo Estwood.
Con cierto desconcierto asisto al
desfile de imágenes varias de mi último verano; innumerables esfuerzos artísticos
que en poco reflejan los gloriosos atardeceres (a los amaneceres nunca alcancé
despierto), paisajes imponentes o joyas arquitectónicas de tierra adentro que
traté de retratar. Ninguno posee un mínimo del alma que creí dejarme en ellos y
que, aún, en el pecho echo yo en falta.
Tal vez no fuera yo quien
disparara y mi cámara ande preñada de los recuerdos de alguien más; un villano
sin escrúpulos que vive a costa mía. ¿Cómo explicar de otro modo la nausea y el
espanto que me asaltan al hallar entre las fotos un jocoso autorretrato mostrando
la felicidad de otro?
Tal vez Puccini ya lo supiera
cuando hilvanó la melodía con que aliviarnos el espíritu tras el turbulento
final del segundo acto, mientras se releva la guardia al alba del día en que
Cavaradossi ha de encontrar, sorprendido, una muerte anunciada.
Seguro que otros muchos antes
habían sucumbido al torrente incesante de emociones que, como a mí, me tomaron
por asalto aquella primera vez, apenas caído el telón entre el cadáver
desangrado de Scarpia y la ovación del heterogéneo público que atestaba la Ópera
de Praga allá por el año 1993. Esa experiencia, hasta entonces única, tan solo contribuyó
a acrecentar aquel toque de romántica tragedia que nuestro viaje de fin de
carrera siempre tuvo para mí, incluso antes de que tomáramos el autobús con
dirección al aeropuerto de Barajas. Aquella función, sin embargo, me sirvió
para aprender a desconfiar de anhelos y de esperanzas irracionales fruto de
cualquier obra de arte por arrebatadora que fuera.
Despojado de toda sensiblera
afección e inconsciente de otras similares perturbando a mi acompañante,
asistimos en Oviedo a la que habría de ser una decepcionante recreación de lo
que, en su día, me había resultado poco menos que sublime. Anodina y carente de
magia, me pareció haber estado engañado durante meses, como si la música que había conocido en Praga la hubiera yo
imaginado inmerso en el hechizo que me poseía por entonces.
Tal vez con el propósito de
testar esta posibilidad (y por el capricho de un destino burlón que la programó
en el par de días que allí estuvimos) regresé al mismo escenario donde todo
había comenzado, compartiendo palco con el ángel que aún hoy me acompaña. Hasta
allí la arrastré, forzándola a explicarme la naturaleza misma de aquella
primera y personalísima emoción que el arte que contemplábamos me había
ofrecido durante un par de horas unos años atrás y se había esfumado al
iluminarse el patio de butacas. Con enfermiza obsesión, pretendí que sintiera
lo mismo que yo en aquella ocasión y con desilusión acepté que mi locura era
única y el encanto ya no podía regresar.
Puccini cayó en mi olvido, como
tantos otros, y salvo esporádicas programaciones radiofónicas de alguna de sus
arias, Tosca quedó anclada como un patético recuerdo de mi época más triste.
Hasta que catorce años después,
obligado a medias por mis paternales quehaceres, tomé asiento en uno de los
primeros bancos de la iglesia de St Mary´s dispuesto a que un grupo de
aficionados (entre ellos mi hija de nueve años) le diera la puntilla al
glorioso espejismo del genio italiano. Mas, para mi asombro y guiados por un
excelente director español a quien tuve el placer de conocer entre los dos
primeros actos, su exiguo grupo de intérpretes atinaron las primeras notas y se
fueron creciendo hasta que el prófugo Angelotti hizo su entrada sobre el
diminuto escenario y dejó constancia de mi craso error de juicio. La sucesiva
aparición de los principales personajes no sólo no desmereció la intervención
del bajo sino que la voz de una espléndida soprano nos regaló momentos de
inesperada excelencia.
Así, entre intrigas, celos y
celebraciones, alcanzamos la última escena del primer acto con los coros
apretujados tras el furioso barón, dispuestos a rezar el Te Deum. La música
pasó entonces a un segundo plano, banda sonora de un espectáculo increíble: una
perla en uniforme de escuela, distraída a ratos, saltándose algún latinajo,
pero dotándole su gracia única al dramático ceremonial al que asistíamos. El
público estalló en aplausos como no podía ser de otra manera (allí casi todos
estábamos emparentados con algún intérprete) y mi niña se vino trotando hasta
el banco para seguir el espectáculo sentada a mi vera. Hasta entonces sus
contactos con la Ópera habían sido testimoniales y a regañadientes y tuve que
hacerle un resumen de la trama (exagerando aún más los momentos más funestos)
para despertarle un interés que le
notaba yo algo desatendido.
Consumido el refrigerio del
descanso (un zumo de naranja en vaso de plástico), hube de insistirle que
guardara silencio cuando Juan, batuta en mano, se dispuso a reanudar el
recital. Como le había censurado los motivos de la desdichada heroína para
deshacerse del villano y a la cría le resultaron excesivos los dimes y diretes
que armonizaron durante lo que debió parecerle una eternidad, no pudo evitar preguntarme
un par de veces cuándo llegaba la acción. “Pronto”; ella aceptó. Pero para
entonces no debió importarle que el barón se muriera bajando la cabeza e
hiciera mutis por el foro tan discreto como pudo, para dejar que Tosca cerrara
de manera magistral el segundo acto
Apenas nos levantamos esta vez,
cansada como estaba y ansioso yo por escuchar el celebérrimo “Adiós a la vida”.
Los últimos carraspeos enturbiaron los primeros acordes y, como a buen seguro
Puccini había previsto, su toque de magia, aquel que había yo perseguido a
ciegas durante años, reverberó entonces entre las columnas de la iglesia y fue
a posarse sobre nosotros.
Justo en ese instante, mientras
amanecía por última vez para los dos amantes, mi niña me rodeó el brazo con los
suyos y apoyó su carita sobre mi hombro.
Apoyada la cabeza en la pared quedó en
silencio, congelando sus pulmones a profundas bocanadas de aire helado que
escapaban después en blanco aliento. Cualquiera diría que era ese respirar el
origen de toda aquella niebla, que podría seguir exhalando bruma hasta nublar
toda la tierra. Y, si así fuera, no habría un alma que pudiera encontrarle
aquella noche. En el centro mismo del espeso reino, sólo era un vacío que,
inmóvil, sostenía alrededor el peso del aire denso.
¿Y si no hubiera nada bajo aquel
sombrero? Nada que envolviera la amplia capa, ni manos perdidas en grandes
bolsillos, ni piernas heladas, ni cobardes ojos ocultando entera la tremenda
rabia que le devoraba. ¿Y si no estuviera allí de pie como la sombra olvidada
de una estatua muerta? Tal vez entonces no fuera más que todo el miedo que vio
en los ojos de la muchacha, un mal sueño efímero manchando la pared. Deseó
profundamente que así fuera, pero sintió otra vez la tristeza inmensa empaparle
el alma y reconoció su cuerpo entre los pliegues de la noche. Repitió aquel
nombre en voz baja. Sonó como antes; tan vacío, tan seco, que apenas reconoció
la enorme turbación que agitaba su espíritu. Era esa muchacha el origen de sus
males, aquel engendro la causa de su aflicción, un puro estorbo que odiaría
eternamente.
Se crisparon sus nervios al recordarla en
medio de la calle, desafiante, indefensa pero irreductible, con la niebla
endulzando el terror de su gesto en la infinita belleza de sus rasgos. Aún no
estaba seguro de si era cierto cuanto había visto o si fue el borroso ambiente
el que puso ante sus ojos aquel vivo retrato de sus deseos, pero obligado como
estaba por su orgullo a rechazarla, sentía en su pecho la angustia de no poder
olvidar su esbelto porte insinuado en la bruma. Suspiró con furia y trató en
vano de intuir el sueño de aquel ángel maldito, de llegar a su alma y
llenársela de pena. Mas nada que no fuera el sereno respirar de su pecho pudo
llenar el inmenso vacío de su espíritu...
Abrió los ojos sobresaltado. El
olor a quemado y los gritos llegaban lejanos desde más allá del patio y el humo
apenas enturbiaba la intensa claridad del cielo. Sin bajar la mirada, respiró
profundo tratando de sacudirse un pánico extraño que no acababa de comprender.
Un vencejo cruzó fulgurante el cuadrado azul y su chillido encontró eco en
infinidad de murmullos familiares de memorias difusas. Una gota de sudor
resbaló hasta su oreja pero mantuvo los ojos al cielo sin bajar la frente, como
sujeto por el mismo obcecado propósito de no obligarse a recordar.
Otro jirón de humo negro se
deslizó sobre los tejados y le pareció que escuchaba el crepitar del bosque
devorado por las llamas. Sonrió despacio, hallando consuelo en el castigo de
otro incendio de verano como los de su infancia.
“¡Soldado!”
Sintió el estómago
revolviéndosele y a duras penas detuvo la nausea que le ascendió por la
garganta.
“Vamos, en marcha”.
Bajó la mirada y reconoció al
oficial que le apremiaba; el que apenas un minuto antes había dado la orden. Al
fondo el montón de cadáveres de aquellos que acababan de fusilar.
Como la vida misma, imprevisible
y caprichosa. Siete meses después de la última entrada y agitado aún por el
zarandeo inclemente de avatares hasta ahora desconocidos, me dispongo a testar
las constantes vitales de este blog y la capacidad o tal vez simplemente las
intenciones de su autor por sacarlo adelante.
Echando la vista atrás pienso que
quizás pecara de ingenuo cuando me declaré escritor profesional deseando, casi
en secreto, poder dedicarme en exclusividad a esto. Nada más lejos de la
realidad, que se mostró tajante y despiadada y que, a golpes, me colocó de
nuevo en el lugar que, al parecer, me corresponde. A partir de entonces un
silencio obcecado se me agarró a las palabras como una sentencia que acepté
gustoso, casi aliviado, renegando de arrebatos creativos cualesquiera y
ahuyentándome las musas a bofetadas que dolían mucho más por injustas que por
certeras.
A fin de evitarme rubores
innecesarios, opté así mismo por abandonar lecturas obsesivas con la esperanza
de que personajes antiguos y recientes dejaran de asomarse a mis noches
insomnes. Vano esfuerzo, pues aquellos cuyas andanzas concluyeron forman parte
ya de mis frustradas personalidades y, dotados de virtudes de las que carezco,
aún les reconozco del todo imprescindibles. Inútil también porque esos que
quedaron abandonados siguen reclamando la vida que les adeudo.
Pero no sólo a ellos se debe este
artículo (tal vez el más personal de cuantos he escrito), sino también a
vosotros, treinta y uno declarados seguidores que habéis continuado releyéndome
y a otros visitantes anónimos que os habéis asomado por aquí. A ninguno puedo
prometeros el mismo ritmo creativo, ni siquiera la mitad del entusiasmo que me
puso en marcha, pero a fe que continuaré improvisando (sin guión); que mejor ha
de ser recapitular que volver a rendirse.