jueves, 29 de noviembre de 2012

Elías (Entre dos cartas)


- No me lo puedo creer…ahora este…y ¿ella quién es?
El hombrecillo se aturullaba y daba vueltas a una mesita sin prestarles más atención que alguna efímera mirada cargada de rabia y de terror.
Said trató de intervenir pero el otro alzó una mano y negó con la cabeza, los ojos cerrados y el gesto muy dignamente ofendido.
Aurora entretanto se había sentado en un butacón lleno de polvo y descansaba su pierna dolorida al calor de una estufa. Unas cortinas pardas ocultaban la única ventana de la habitación que olía a papel rancio y húmedo. La actitud del hombrecillo había confirmado sus peores presagios, el chico podía hacer lo que quisiera pero ella iba a marcharse de allí en cuanto hubiera recuperado las fuerzas necesarias. Cuando cerró los ojos estuvo segura de que no se dormiría. Durante un rato escuchó el ir y venir del anciano y sus quejas intermitentes cada vez más esporádicas e incompletas.
- Disculpe, señorita, pensé que tal vez tendría frío.
La manta era muy suave pero su olor a alcanfor la había despertado. De inmediato recordó y trató de ponerse en pie de un salto. Pero la pierna le dolía aún más  tras el incómodo descanso y el viejo la obligó a reposar de nuevo con una suave pero firme presión sobre su hombro.
- No debería moverse mucho.
Aurora trató de protestar pero el hombre frunció el ceño y la señaló reprobatorio, con su dedo índice.
- Y vas a tomarte el caldo – añadió dando media vuelta.

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jueves, 22 de noviembre de 2012

XXXV


No pudo evitar que se pusiera a su lado. Entre el barullo de gente que pugnaba por llegar a la barra sólo se percató de su presencia cuanto Sáez se hizo a un lado ante la insistencia del otro. Su amigo se retiró incluso entre el gentío tras dejarle paso, con una mueca de asco que Rubio tuvo que disimular cuando le tuvo a un palmo de su cuello, mirando hacia arriba con aquella expresión de eterna indiferencia.

No habían vuelto a hablar desde que, una semana después de la muerte de Antonio, le encontrara en su garito habitual y le advirtiera que no quería más negocios con él y que se cuidara mucho de contarle a nadie los que se traía con el muerto. Rubio había tenido que superar la inquietud que aquel personaje, a pesar de su escaso metro sesenta, le seguía causando; no en vano a la fuerza debía tratarse con gente mucho menos respetable para trapichear de aquella forma. Pero, en la aparente mansedumbre del otro, que aceptó comprensivo sus razones de peso, creyó Rubio haber zanjado el asunto para siempre. Tal vez ni siquiera tendría ya que encontrarle sustituto ahora que llevaba más de dos meses de abstinencia.

“¿Qué quieres?”, le espetó tratando de erguirse aún más ante él.

“Contarte algo interesante”.

Rubio hizo un gesto de desinterés pero antes de darle la espalda, el otro le sujetó del brazo con una fuerza inesperada.

“¿Sabes que hablé con tu amigo la noche que se mató?”

Al estudiante le pareció percibir una sombra de inquietud en el gesto del otro y en el tono de su voz confirmó que no le estaba resultando nada fácil hacerle aquella revelación. No le sonó halagüeño que el tipo anduviera preocupado por Antonio a aquellas alturas, pero no por ello dejo de resultarle absolutamente imprescindible ponerse al tanto del asunto. Tras soltarse de su mano le siguió hasta el pasillo de los servicios, donde el alboroto era más discreto.

“Me llamó al móvil”, declaró entonces con cierto orgullo mientras a Rubio se le revolvía el cuajo al imaginar a su Amigo compartiendo confidencias con aquel demonio.

“Estaba muy nervioso”.

Guardaron los dos silencio por un instante como si el uno aún dudara si debía contarlo y el otro se resistiera a saberlo.

“No sabía que también se metiera pastillas”.

“¿A qué te refieres?”

“Yo no le di ninguna”, se apresuró a aclarar. “Pero debió tomarlas esa noche”.

Volvió a hacer una pausa que Rubio no aprovechó para protestar.

“A lo mejor quiso matarse con el Rohypnol”.

“Antonio se ahorcó”, escupió el estudiante con sincera repulsa.

El otro se encogió de hombros.

“Yo sólo te digo que me preguntó cuánto tiempo se podía detectar en la sangre y, cuando le dije que no tenía ni idea, se echó a llorar y me colgó”.

A pesar de la calaña del personaje, Rubio un podía imaginar motivo alguno por el que estuviera mintiendo, pero no alcanzaba a discernir porqué había decidido contárselo.

“Sé que la policía estuvo husmeando”, adujo como si intuyera la pregunta del otro.

“No sobre si tomaba drogas, que yo sepa”.

El otro le miró aliviado.

“Ya sabes que hacía mucho que no hacíamos negocios, ¿verdad?”

“No le contaría a nadie que nos tratábamos contigo, créeme. En esta última frase sí vomitó todo el desprecio del que fue capaz.

Sin embargo al camello pareció satisfacerle aquella declaración de intenciones y, con una sonrisa bastante malintencionada, dio por terminada su conversación.

“Vete a saber lo que le pasó por la cabeza”, dijo no obstante, antes de meterse en el servicio de caballeros.

Rubio tardó unos segundos en reaccionar y, para cuando volvió a la barra, había perdido por completo las ganas de jarana. Sin decir una palabra a sus amigos, salió del bar y regresó solo a la residencia.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Belén (Entre dos cartas)


Se dio cuenta de que Pedro la miraba. Lo había intuido desde que cruzó por la puerta  pero sólo cuando le vio ruborizarse al devolverle una sonrisa, estuvo completamente segura. La miraba de nuevo, como lo había hecho la otra noche al llegar al parque; solo que entonces no había creído que fuera algo más que un efímero destello de locura, la torpe tentación fácilmente aplacada de conseguir lo que los otros no habían logrado.
Resistió el impulso de comentarlo en voz alta pero aquello la divertía sobremanera y, lejos de sentirse cohibida, empezó a hablar por los codos sin quitarle la vista de encima. Que si que mala cara tenía hoy, que si le encontraba muy serio últimamente y cosas por el estilo, hasta indagar incluso en las causas de las posibles desgracias que le afligían.
- Estás loca, Belén – se defendió torpemente con una sonrisa estúpida.
Pero no estaba dispuesta a dar tregua. Ahora no. Mientras Álvaro no llegara, podría dominar la situación y exprimirla a su gusto hasta donde creyera oportuno. Todos la escucharían, de hecho todos la atendían ya, cuando le preguntara que fue de aquella muchacha que le apartó algunas semanas del grupo antes de dejarle tirado porque la aburría. Sería gracioso oírle decir que tuvo que pedirle que le olvidara. Y es que Pedro era un fanfarrón, como todos, un pobre infeliz dispuesto a burlarse de sí mismo delante de los demás. Por un momento sintió lástima y a punto estuvo de acabar con la broma, pero el muy necio fingía divertirse con orgullo, como si no estuviera hurgándole en el centro mismo de esa herida abierta que le acababa de mostrar.
- Estoy ocupado últimamente – replicó al último de sus dardos con media carcajada que pretendía orientarles hacia algún doble sentido de difícil interpretación.
Por respuesta el gesto serio, casi severo. Nadie reiría si ella no esbozaba la sonrisa que esperaban así que permaneció impasible el tiempo justo para que el otro saboreara su fracaso. Un grado más en el rubor de su rostro y le tendría a punto para preguntarle por qué la miraba. El muchacho se recostó en la silla como si quisiera apartarse del círculo que formaban alrededor de la mesa, pero no pudo evitar las miradas que sentía clavarse en sus ojos. Respiró profundamente intentando recuperar la calma. Seguramente se arrepentía de haberle mostrado interés a aquella chica de pelo oscuro que tenía frente a él; la que estaba a punto de humillarle sin piedad.

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jueves, 15 de noviembre de 2012

XXXIV


Que la noche hubiera salido templada, señal de la inminente primavera, no era la única razón de que el callejón estuviera atestado de gente a aquellas horas intempestivas. Dentro del bar apenas había sitio para un alma más y, entre los que se afanaban por salir de allí sin derramar el alcohol de sus vasos, Miguel Ángel y Romero, que habían encontrado en Rubio un inesperado aliado, se abrían paso tras el gigante entre codazos y empujones más o menos inevitables.

Como si no les hubiera visto, el de derecho les ignoró al alcanzar la calle y ellos tampoco trataron de agradecerle su deferencia. No era inusual cruzar los caminos con algún compañero de residencia en cualquiera de los antros de moda e intercambiar un par de gritos o de gestos (según lo ruidoso del local) de camaradería, pero casi todos preferían dejar al margen sus andanzas nocturnas en compañía de los colegas de la Facultad, de los asuntos domésticos. Tal vez por aquel carácter excepcional, los dos veteranos  habían decidido que sólo tomarían  una copa y que regresarían temprano. Al de medicina se le hacía extraño dejar pasar un Sábado sin salir y, ante el nulo entusiasmo de sus habituales compañías, había aceptado la oferta de Romero, quien parecía animado por un interés repentino del que había carecido durante gran parte de los años que duraba su amistad. Siempre demasiado circunspecto, al futuro psicólogo le soportaban a medias, siempre y cuando se guardara sus opiniones profesionales para sí mismo. Y a él no parecía importarle su constante desinterés (que a veces rayaba el desprecio) como si se supiera en posesión de la razón más absoluta y en el fondo le satisficiera que no fueran capaces ni siquiera de considerarla. No; a Romero era difícil sorprenderle indignado u ofendido pues carecía de la soberbia que a Miguel Ángel le sobraba.

“¿Qué es de Nuria?” Se interesó el psicólogo al volver a notarle incómodo.

El otro se encogió de hombros, aparentando una indiferencia que no sentía. Que su íntima amiga mantuviera las distancias tras haberse él distanciado de Gerardo (o más bien al contrario), le resultaba del todo inaceptable. Aquella misma tarde le había vuelto a dar una excusa para quedarse en casa y no había cruzado más palabras que las imprescindibles. Tal vez tratando de convencerse de que la chica no intentaba evitarle, Miguel Ángel quería creer que la exagerada inquietud que había demostrado en la cafetería de la Facultad la última vez que los tres estuvieron juntos, era aún la causante de su inusitada timidez y su no menos extraña aversión por la jarana.

“¿Y Gerardo?

Por preguntas como aquella, Romero nunca conseguiría sacudirse su fama de cotilla insoportable.

“Tampoco tenía ganas de salir”, respondió simplemente.

“¿Conoces a Charo? La novia de Antonio, esa de farmacia”, preguntó de pronto, animado por un repentino anhelo.

Le recordó esperándola a la salida de la iglesia el día del funeral, con aquella ansiedad extraña que empezaba a tener sentido.

“Los vi juntos alguna noche, por ahí”.

“¿Recuerdas dónde?

“¿Estamos acaso buscándola?”

La coraza de Romero no era tan fuerte y en el intensísimo rubor de sus mejillas, confirmó que había sido demasiado brusco.

“La encontraremos, entonces”, trató de compensar.

“Hemos hablado un par de veces desde que…”

El muchacho se detuvo un poco avergonzado, no tanto por revelar sus sentimientos, sino más bien por admitir su oportunismo.

“No creo que haya salido mucho últimamente”, divagó, “pero me parece que hoy se hacían la foto de la orla”.

Sí, aquello también lo sabía Miguel Ángel; no en vano habían todos asistido estupefactos a la increíble transformación de Lucas, que se había cortado las greñas y afeitado al ras para una ocasión tan señalada.

“Entonces, puede que ande por ahí”, ratificó el de medicina.

“Y no tenemos toda la noche”, añadió antes de apurar el vaso y tirar de la manga de su amigo, que dejó su bebida a medias, posada en el alfeizar de una ventana.

domingo, 11 de noviembre de 2012

La jauría


Comenzaron temprano aquella mañana. Apenas habían cesado los ajetreos propios de la amanecida y ya se escuchaba por las ventanas abiertas el murmullo impaciente de los que esperaban ansiosos que empezara la función. Uno a uno todos fueron llegando y se colocaron de acuerdo a sus distintos rangos; los expertos veteranos delante con la evidente calma de quien se sabe triunfador, algo detrás aquellos más torpes que elevaban con sus fallos la indudable capacidad de los primeros y por último, tratando en vano de ocultar su inmadurez, los jóvenes inexpertos pero osados que acudían cada semana a afilar sus garras en silencio.

Inició airoso su exposición como si no le importara el juicio de cuantos le escudriñaban con aviesas intenciones. Uno a uno sorteó con aplomo los asaltos de la audiencia y alcanzó sin problemas el descanso merecido. Pero sabía que lo peor estaba aún por venir. Mediada su réplica primera y, como sus argumentos seguían sin flaquear, un zorro viejo le torció el camino con las malas artes de su innoble estirpe. Acusó esta vez el golpe y trató de recuperar el rumbo, guiado de sus jóvenes colegas. Pero un apetito insaciable inundaba ya las fauces de la audiencia y, en sus miradas sólo ardía el brillo insano de la envidia.

La mayoría gruñeron sin más, aguantándose la saña y algunos incluso bajaron la mirada avergonzados, pero fue uno de sus propios amigos el que propinó el primer zarpazo en el rostro descompuesto de la presa. Sin tiempo apenas para comprender, reanudó desorientado su carrera, más parecida ya a una huida que a la digna defensa con que había comenzado. Azuzados por la sangre y recordando sus años de juventud, los veteranos se lanzaron entonces tras él y, usando atajos apenas conocidos, pronto le tuvieron acorralado, jadeando súplicas difíciles de comprender. Impotente, les observó acercarse horrorizado por la inmisericorde crueldad que escondían sus palabras de consuelo y sintió en la frente el aliento corrupto del cazador.

Surgió de pronto una protesta de entre el grupo que había quedado rezagado. El que fuera su maestro se habría paso hacia él con el privilegio de su condición y ante todos defendió la causa de su antiguo pupilo. Pero muchos eran los que habían odiado a aquel anciano y, aprovechando el momento para unir su rencor y mostrarlo sin tapujos, se enzarzaron en una vorágine de gritos y gruñidos que nada tenía ya que ver con la razón primera de aquél cónclave. Todos mostraban los dientes con la misma osada cobardía, retrocediendo cada vez que algún rival les plantaba cara pero sintiendo intensificarse su deseo de venganza. Pocos, solo algunos de los que nunca acertaron a protestar, se retiraron en silencio. Los demás, incluso los más jóvenes, se acercaron al tumulto con la cautela propia de su edad apaciguando a medias sus ansias de sangre.

Pronto la confusión se hizo tal que pudo escabullirse hacia la luz esquivando las dentelladas que se lanzaban alrededor.

A punto estuvo de consumar la huida. Creyó tropezar sin más cuando nada le separaba ya de la salvación pero, al volver el rostro desde el suelo, reconoció la digna figura de su maestro arrastrándole de vuelta al círculo implacable que le aguardaba en silencio con las sonrisas conciliadoras disimulando apenas los colmillos con que le iban a despedazar.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Zenón (Entre dos cartas)


Alcanzó la calle justo a tiempo de verle aparecer doblando la esquina y caminó decidido a su encuentro sin apartar la mirada de su rostro. En vano trató de percibir un mínimo gesto que hiciera dudar a su instinto certero y ni siquiera cuando el otro, percatado de su interés, le devolvió una hostil mirada de sorpresa, pudo sentir algo más que una inmediata repulsa. Mantuvo no obstante su escrutinio a fin de comprobar si aquel rufián desconocía en verdad su identidad y sólo cuando estuvo a su altura,  susurró sujetándole por el brazo:
- Nada has conseguido entonces.
Un fuerte tirón hacia atrás le sirvió para soltarse, mas, llevado del impulso, su espalda golpeó la sucia fachada de la casa. Era un hombre fuerte, calculó Moses, tal vez más fuerte que él mismo, pero el paje, aprovechando la confusión que aún dominaba sobre la ira de su adversario, volvió a sujetarlo esta vez con ambas manos y empujó con fuerza hasta que sus hombros quedaron pegados a la cal de la pared.
- Tranquilo – habló de nuevo- nada has de temer.
Sonrió el otro entonces y en su inquietante mirada descubrió Moses que en verdad nada temía. Lentamente aflojó su presa ante la curiosa mirada de un niño que se había detenido a su lado y otros tantos que, algo más lejos, observaban cautos su disputa.
- No le conozco, ni sé de que me habla – replicó por fin el hombre, sonriendo aún mientras se colocaba las hombreras del abrigo y sacudía la cal de sus hombros.
- También a mí me envía Nadir.
La sonrisa del otro se borró por un instante y regresó aún más perversa.
- Tengo algo que decirle – continuó Moses.
Fue entonces el extraño quien sujetó el brazo del paje que apenas se resistió con un corto paso atrás con que afianzar su equilibrio. Miró el otro de soslayo a los que aún les observaban. Alguno se acercaba ya dubitativo por mediar en su altercado, mientras el niño seguía mirándoles a sólo unos metros.

jueves, 1 de noviembre de 2012

XXXIII


Consintió que la peinara y le hiciera un moño como a Susana y a Lucía, compañeras de la facultad con quienes  compartiría orla en tan sólo unos días, solo tras reunir la repulsa necesaria ante la imagen desaliñada y patética que tenía frente al espejo y rechazar le expectativa de verse para siempre así retratada entre el resto de su promoción.

Miriam no se esmeró tanto como con las otras dos, consciente de que era viernes y temerosa de que, tras la sesión fotográfica, consiguieran convencerla para salir de bares. Charo aún no estaba preparada para recuperar sus (no siempre dignos y saludables) hábitos sociales y, no siendo bienvenida ni sintiéndose ella capaz de alternar hasta las tantas como los otros, iba a sufrir la incertidumbre de sus andanzas encerrada en el modesto cuarto de la residencia.

“A ver si lo vas a estropear luego”, advirtió aplicándole el último toque de laca con un aire muy profesional.

El gesto de Charo en el espejo no reaccionó lo más mínimo.

“Luego llegaréis apestando a tabaco”, vaticinó para disuadirla aún más.

Volvieron a ignorarla con toda la naturalidad del mundo. Miriam tuvo que tragarse toda su rabia y contuvo el impulso repentino y salvaje de golpear a su íntima amiga con el frasco que aún sostenía en su mano derecha.

“Pues ya está”, dijo, recomponiendo la mejor de su sonrisas mientras retiraba la toalla que había colocado sobre los hombros de Charo para proteger del maquillaje los cuellos de su blusa blanca.

Al ponerse en pie, Lucía y Susana no pudieron evitar un sincero gesto de admiración ante la imponente presencia de su compañera. Viéndola así, a ninguna le sorprendía que aquella mujer pudiera provocar reacciones tan extremas como la que llevó a su ex novio a quitarse la vida. Sintiéndose tal vez culpable por haber albergado una vez más ese sentimiento, mezcla de envidia y tristeza, que la hacía responsable de su muerte, Lucía se acercó y la acarició suave en el brazo.

Charo la miró con genuino agradecimiento antes de aceptar la ayuda de Miriam, que sostenía por detrás la chaqueta de punto para que pudiera ponérsela.

Un silencio reverencial la acompañó hasta que salió del cuarto, como si se tratara de una novia camino del altar o un reo dirigiéndose al cadalso.