martes, 27 de diciembre de 2011

III

Caras largas, tintineo de cubiertos sobre un silencio sepulcral y comida casi sin tocar fueron fiel reflejo del ánimo apesadumbrado y temeroso con que se sentaron a cenar aquella noche. Por entonces todos conocían ya la noticia del suicidio y, aunque unos pocos sabían de algún detalle escabroso, los chismorreos privados sólo empezaron un par de horas después en la intimidad de cuartos atestados de compañeros desolados, invadidos de morbosa curiosidad.

“Le encontraron con un rigor mortis de libro”.

Su hermano Luis escuchaba con un gesto de admiración mientras Miguel Ángel procuraba no entrar al trapo de los comentarios académicos de Roberto. En mala hora, pensó, les había dejado entrar en la habitación. Después ya no pudo impedir que Díaz y Romero se apretaran junto a los Vicente ocupando todo el largo de su cama y que Julián se sentara en la mesa, justo al lado de la silla que había logrado reservar para sí.

“Si con el impulso se rompió las cervicales y la médula…”, insistió el mayor de los hermanos.

Pero aquello empezaba a herir sensibilidades ajenas al anatómico conocimiento de los tres estudiantes de medicina y Romero trató de desviar la conversación hacia detalles no menos interesantes.

“Creo que no andaba bien con su novia”. “Esa de farmacia”, añadió ante el general gesto de extrañeza. “No llevaban mucho pero claro que salían y para mí que estaban más que liados”.

“Ya se quien dices”, cayó en la cuenta Luis.

Y si todos menos Miguel Ángel celebraron su gesto obsceno tan sólo con un moderado entusiasmo, fue por respeto a su compañero que aún estaba, como quien dice, de cuerpo presente.

“¿Tú crees que por eso…?”

Diaz se quedó a medias por no pronunciar aquellas palabras que le seguían pareciendo completamente irreales. Todos supieron a qué se refería y, cuando Miguel Ángel respondió  que a él no le había parecido encontrarle triste o nervioso últimamente, los demás asintieron en silencio, reflexivos, como si por un momento cada uno hiciera cuenta de los postreros contactos que tuvieron con el difunto.

“Si murió de asfixia, sin embargo…”, reincidió Roberto al cabo de un rato.

Julián ya no pudo tolerarlo y, mascullando una rápida disculpa que disimuló una arcada de asco y ansiedad, salió al pasillo y tiró para su cuarto como alma que lleva el diablo.

“He oído que Pablo pretendía  mandarnos a todos a casa este fin de semana”, apuntó Luis.

“Yo he hablado con mi madre y quería que fuera hoy mismo”.

La morriña de Díaz era tan notoria en todo el colegio que, al oir aquello, les sorprendió que no se hubiera marchado ya.

“Pues nosotros nos quedamos”, confirmaron casi al unísono los hermanos Vicente.

“¿Tendrá que volver la policía?”

Romero sonó muy ansioso al preguntar, como si la posibilidad le incomodara sobremanera. Cierto era que Antonio se había quitado la vida sólo tres puertas más allá de su habitación y que no resultaría grato que volvieran a recordárselo, pero si a alguien podia incomodarle verdaderamente aquello era a Gerardo, quien hasta aquella noche había dormido pared con pared en el cuarto contiguo.

“¿Para qué?”, preguntó Luis. “A este ni le harán autopsia”.

“A mi me parece que sí”.

¿Que vendrán?, inquirió Romero aún más nervioso.

“No”, explicó Roberto, “que le tendrán que abrir en canal como a todo el que muere de forma violenta”.

Tan gráfico comentario fue suficiente para dar por terminado el cónclave. Como si todos hubieran aceptado la inconveniencia de seguir explorando el asunto, Miguel Ángel sólo tuvo que levantarse de la silla para que los otros se pusieran también de pie y, casi sin mediar palabra, salieran todos juntos de vuelta a sus habitaciones.

Al cerrar la puerta y sentirse en soledad, el veterano pudo liberar el tremendo desasosiego que la falta de aquel miserable le estaba provocando.

sábado, 24 de diciembre de 2011

También es Navidad

El frío en la frente de una ventana empañada que refleja intermitentes luces de colores, el silencio sublime enriquecido de algazaras cercanas, la vela serena en la noche eterna a la espera de fantasmas redentores.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Es Navidad

Empecé a intuirlo hace unas semanas cuando, como todos los años, me encontré calculando la más creíble y novedosa excusa con que poder eludir la cena de empresa que mis compañeros (especialmente aquellos que saben que no iré) no dejan de recordarme. Muy poco después, mis sospechas se vieron confirmadas con la presencia casi inevitable y aterradora de mastodónticos codillos a medio hacer, trinchados sin ningún pudor en pleno horario infantil justo después de la hora de la cena. A pesar de todo en este país nunca cae el gordo y, como lo de los juguetes y las colonias se estila menos y a los turrones no los conocen, me temo que este año también me veré privado de placeres tan personales (mas compartidos) como el “vuelveeee a casa vueeelve” o el anuncio de la Lotería.

Es navidad allá donde vayas, no pretendas esconderte o ignorarlo, pues todo alrededor va a sonar y a parecerse a lo que nos llevan vendiendo durante años, desde que los centros comerciales se adueñaron de estos últimos días de diciembre. El arte de regalar ha dejado de ser un placer para convertirse en una complicada y engorrosa obligación y, cada vez que pienso en los pobres Reyes Magos, se me encoge el alma de vergüenza y de culpabilidad, pues usurpado su papel, lo hemos vanalizado hasta hacerlo irreversiblemente mundano.

Aún recuerdo la exposición de juguetes de la calle Estrada que visitabamos a diario a la salida del cole. Por aquel entonces ya empezábamos a identificarnos con esta parte de las Pascuas y entre peladillas, belenes y uvas sobrevivíamos con la incertidumbre y la ansiedad de lo que nos depararía la noche del cinco de Enero. Ahora que lo pienso, ¡qué alegría daba ver el cuarto lleno de cajas de juguetes! (cuanto más grandes mejor) y qué disgusto el año que los Reyes llegaban menos ostentosos. La tarde del seis era momento, no siempre agradable, de comparar regalos, confrontar pecadores (obviamente a tiempo redimidos y recompensados) y asumir castigos por culpas irreales. ¡Injusta navidad la que premiaba más a unos que a otros, ignorando méritos y faltas!

Con el tiempo y descubiertas las limitaciones de los Magos, los presentes se fueron haciendo pasado y para el futuro me cargaron la responsabilidad de mantener vivo el espíritu festivo de unas fechas que empezaban a repetirse demasiado rápido y se marchaban sin dejarme huella. Fue así inevitable que pronto sucumbiera a la tentación de justificarme regalando y recibiendo, como había aprendido. Y si algún año el obsequio resultaba escaso, volvía aquella antigua sensación de fracaso, casi de culpa, que deja un regusto triste difícil de sacudirse en la cuesta de enero. Decepción innecesaria que hace mucho decidí no permitirme ni imponerle a nadie nunca más.  

Bendita pues la fiesta de las compras y las alegrías aunque sean efímeras; que las penas y las culpas queden para nunca o para otros. Es Navidad, pasen y vean.

lunes, 19 de diciembre de 2011

II

El espectáculo le produjo una sensación extraña, mezcla de culpa y de satisfacción. De alguna manera, Pablo era responsable de aquella desgracia (casi tanto como él mismo) y, aunque a buen seguro estaría de vuelta en unas pocas horas, la salida escoltada en el coche patrulla ante la mirada atónita de la mayoría de los internos, resultaba merecidísimo y casi suficiente castigo. Su pasiva autoridad, ejercida sin escrúpulos por un grupo de protegidos de manera alegre, abusiva y arbitraria, le convertían en un personaje controvertido que se movía entre la admiración idólatra de sus fieles y el odio ignorado de sus víctimas. Hoy, por fin, unos y otros le veían asumir parte de la culpa y el asombro asustado de algunos contrastaba con el rencor aliviado de muchos y su propio, secreto placer.

Desde la ventana de la habitación observó la parsimonia de los enfermeros regresando a la ambulancia y esta dirigirse despacio hacia la verja por el aparcamiento, junto a la cancha de baloncesto. Parecían poseidos de un desánimo profesional, el mismo que debía asaltarles cada vez que se veían privados de la excitante sensación del ruido y la velocidad mientras se afanaban por salvarle la vida a algún infeliz. Aquel día no le hicieron falta más que a un puñado de compungidos compañeros y a la infortunada señora de la limpieza que encontró su cuerpo ahorcado. Sus habilidades profesionales pronto estuvieron de más y su flamante ambulancia se retiró de forma discreta.

El otro vehículo, aquel que trasladó el cadáver, había marchado mucho antes, camino de algún  lugar incierto que se figuró blanco y muy frío. A él le imaginó envuelto en una bolsa de plástico y recordó el gesto asombrado de su cara cuando se vieron por última vez. Ahora estaba bien lejos de allí y, tanto como aquello le complacía, emponzoñaba su alma de una culpa difícil de controlar.

Alguien llamó a la puerta; “¿Gerardo?”

Tuvo que relajar sus manos, crispadas en un gesto que empezaba a obsesionarle, antes de levantarse para abrir.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Delirio de certeza

Hoy he tenido que inventarme varias veces para poder escabullirme de los lazos pegajosos de un día hipócrita y traidor. He habido de imaginarme cosas que no eran y dejar que sucedieran de verdad, ignorando la agorera insistencia de una realidad que sólo hasta cierto punto lo es (en la medida que yo empiece a darle crédito). He conseguido de esta forma percibir los detalles más recónditos, iluminar los brillos más oscuros y amplificar los sonidos más callados de aquello que nos rodea, hasta convertirlo en algo mucho menos inquietante e infinitamente más seguro. He logrado desenmascararme y por momentos he disfrutado de la gloria universal que comparto con vosotros, en un delirio de certeza que acabará por sanarnos a todos.

martes, 13 de diciembre de 2011

I

Los portazos desconsiderados de su vecino de pasillo le despertaron casi a las ocho de la mañana. Aún estaba a tiempo de levantarse y llegar a la facultad antes de que comenzaran las clases, pero la idea de aguantar los desvaríos alucinados del catedrático de Farma le resultó más persuasiva que la niebla helada que intuyó envolviendo la residencia, el cementerio y cuanto se esparcía por aquellos arrabales. La persiana, al alzarse, le reveló sin embargo, un cielo azul limpísimo que le animó a no retrasar más aún sus quehaceres de estudiante veterano y casi ejemplar. Apuró el desayuno hasta el último minuto mientras las limpiadoras terminaban de retirar los restos de los de sus compañeros. La soledad que encontró en los pasillos, de vuelta a su cuarto, le inculcó un sentimiento de culpa y le apremió a preparar su carpeta, ponerse el abrigo y correr escaleras abajo. Al pasar por recepción, Mariano levantó la vista del periódico y le dedicó un gesto amistoso que él correspondió con media sonrisa. Nunca le había gustado aquel personaje rastrero y adulador, hombre para todo al servicio de Pablo, el cura y director del colegio mayor.

Le llevó apenas un cuarto de hora recorrer el escaso quilómetro que separaba su hogar provisional del lugar donde había estudiado durante los últimos cinco años. El edificio nuevo había sido inaugurado unos meses antes, pero algunas de las clases aún se impartían en el decrépito cajón banco, una mole cuadrangular al pie de un talud tras el inmenso hospital viejo. Las escaleras que le condujeron a su pequeño recinto (un lamentable erial que se convertía en barrizal en cuanto caían cuatro gotas) aún brillaban de hielo, así que extremó la prudencia a sabiendas de que un resbalón o un traspiés no iban a pasar desapercibidos a los desocupados alumnos que le miraban desde las aulas por las ventanas traseras del edificio blanco.

Entretuvo su espera en el vestíbulo repasando las listas que aún colgaban del tablón para escarnio de los que no habían pasado el parcial de “Gine”. Por supuesto, su nombre lucía en la de aprobados, como siempre (que daba gusto verlo compartiendo puestos de honor con otras cuantas lumbreras de su promoción).

“¡Miguel Ángel!”.

Nuria le puso voz a sus propios pensamientos

“¿Otra vez tarde?”, la reprendió en broma.

“Mira quien fue a hablar”.

“Yo ya llevo aquí un rato”.

“Claro”.

La chica se desató la bufanda, la guardó en su bolso y se sentó en un banco de madera al pie del tablón que su amigo volvió a mirar con exagerado interés.

“Como si no te hubieras visto ya”

El muchacho asintió con media sonrisa y se sentó a su lado. Guardaron silencio unos instantes hasta que Nuria preguntó:

“¿Qúe le pasa a Gerardo?”

Miguel Angel alzó los hombros intentando aparentar desinterés.

“Vete tú a saber”.

“Bueno, tu vives con él”.

“Compartimos comedor y sala de televisión”.

“Y profesores y apuntes…”, se detuvo y le tanteó con una mirada cauta, antes de seguir “…y amigos”.

El otro levantó las cejas y exhaló un suspiro corto de hartazgo.

“Cuando entremos, se lo preguntas”.

“No me puedo creer que no os dirijáis la palabra”. La chica parecía más curiosa que preocupada. “Si érais uña y carne”.

“Serás…”.

El chico sustituyó el calificativo con un elocuente gesto de su puño cerrado, que Nuria aceptó entusiasmada. Era consciente de que la mención de aquel pelmazo, a quien Miguel Ángel había tomado bajo su tutela desde que llegó el curso anterior, era la manera más rápida y efectiva de sacarle de sus casillas. Protegida, como se sabía, por la peculiar amistad que les unía, le hubiera gustado insistir en la burla, pero a la estridente llamada de un timbre de campana, se abrieron las puertas de las aulas y, en cuestión de segundos, el vestíbulo se vio atestado de estudiantes ansiosos por un cigarrillo, algo de aire fresco o una visita al servicio.

Esperaron a que el catedrático abandonara la clase para abrirse paso al interior. Desde los bancos de la tercera fila les saludaron, efusivas, las amigas de Nuria; los de Miguel Ángel estaban desperdigados por las alturas más recogidas y privadas y Gerardo, en tierra de nadie, se afanaba por aparentar que estaba ocupado, guardando un silencio embarazoso entre grupos de compañeros que le ignoraban por completo. Sintió sobre él su mirada tímida mientras ascendía por las escaleras laterales. Estuvo tentado de ignorarle y unirse a Nacho en la última fila, pero sabía que no podría evitarle de vuelta a la residencia y prefirió enfrentarse a su presencia depresiva con un lacónico saludo que el otro apenas devolvió. Sin tiempo ni ganas para entablar conversación, Miguel Ángel se entretuvo preparando sus apuntes hasta que la segunda clase hubo empezado.

A pesar de las burlas de Nuria, le seguía doliendo verle así, hosco y retraído, pero a la vez implorante y necesitado. Su amiga tenía razón: a Gerardo le pasaba algo. Ni siquiera en sus peores momentos su ánimo había alcanzado cotas tan bajas, ni su carácter había resultado tan difícil de soportar. La desbandada general del resto de sus conocidos, que hasta el momento le habían tolerado por venir de su parte, demostraba bien a las claras la escasa popularidad de su compañero de residencia. Nadie parecía dispuesto a ayudarle, ni siquiera a interesarse por él y su obstinada fidelidad podría tal vez granjearle también a él la antipatía de los que hasta entonces seguían siendo sus amigos. Por eso debía de ser cauto, por eso había ido evitando su pasiva presencia durante las últimas semanas, por eso mismo no le animó a acompañarles a la cafetería tras el parón del mediodía y sólo a la hora de regresar le aceptó a su vera de camino al colegio, junto a los Vicente y a Carlos, el novato de primero, que tuvo que aguantar alguna de las bromas pesadas de Luis ante el beneplácito de su hermano mayor y la pasividad de los otros dos.

Al doblar en la calle de la estación se incorporaron al ajetreo propio de la ciudad a aquellas horas de la tarde (críos alborotados recién salidos del cole, camiones y motos de reparto, conductores malhumorados,…). Cuando escucharon el estrépito de las sirenas no muy lejano, ninguno imaginó que encontrarían una ambulancia a la entrada de la residencia y a Pablo, lívido como la cera, acompañando en su coche a un par de policías.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Un final de cine

Hoy he estado muy cansado; tanto, que hasta escribir estas lineas me resulta un esfuerzo. Y todo por acostarme a las tantas para ver en que paraba una película de la tele que empezó entretenida y acabó tediosa como muchas otras. He de confesar que, siendo adicto al cine y tras incontables horas frente a pantallas de distintos tamaños, he ido adquiriendo cierto sentido crítico algo intransigente. Eso, o que me estoy haciendo viejo; pues historias que antes toleraba sin rechistar, ahora me causan cierto sonrojo incluso si las veo acompañado de mis hijos.

Hace tiempo ya que no entro en una sala de cine a ciegas con la esperanza de ser sorprendido por una buena historia y, ni el pico estrellado de la Paramount ni la rejuvenecida diosa de Columbia, me causan algo más que un sentimiento nostálgico de otros tiempos. Aquellos en los que mi compañero de pupitre podía cautivarnos durante un trimestre entero con su más que sobada y, a todas luces personalísima versión de "La guerra de las galaxias" (ser de los pocos privilegiados que pudo verla en su estreno, le permitía ciertas licencias).

Por aquel entonces ir al único cine de la ciudad resultaba un lujo reservado para ocasiones especiales; casi siempre en año nuevo, cuando mi tía soltera iba a ver la reposición de Ben-Hur rodeada de chiquillos que casi abarrotábamos el gallinero o por las fiestas del colegio (cada Mayo) para la tradicional "Una tarde en el circo" de los Marx, bajo la tutela desganada de profesores y sacerdotes.

Cuando, algunos años más tarde, pude al fin disponer de mi paga semanal y costearme algún capricho, la entrada de papel rosa al Tomás Luis de Victoria se convirtió en un asunto prioritario. No siempre acompañado, me convertí en asiduo espectador de estrenos y consumidor de Primeras Sesiones, Sabados Cines, y ciclos del UHF los miércoles por la noche. ¡Cuánta película en tan poca sala y tan pocas cadenas! Cine negro, musicales, dramones de moco tendido, cine de indios, de vaqueros y de espadachines varios (que, blandiendo una espada, valía tanto un romano como un pirata, un mosquetero, un caballero del rey Arturo o el mismísimo Zorro); cine de amor, de risa, de miedo; cine de dibujos, de niños y de un rombo (el de dos aún tardaría en llegar). Sueños variadísimos que pronto empezaron a influir en cuanto escribiría después.

Hoy, con el tiempo justo y la agenda llena, apenas encuentro oportunidad de ver una buena película  y a medias me conformo con pedazitos memorables subidos en “youtube”; canciones inolvidables como el brindis a la vida de  “El violinista en el tejado”, el éxtasis empapado de Gene Kelly en "Cantando bajo la lluvia" o la insistencia remolona de Audrey Hepburn por seguir bailando en “My Fair Lady”; fragmentos escalofríantes como el crío recorriendo con su triciclo pasillos eternos de un hotel desierto en “El resplandor”, la pelota que regresa de las sombras rebotando en cada peldaño en “Al final de la escalera” o el conejo gigante sentado en el cine junto a “Donnie Darko”; y finales de todo tipo: reveladores como el de “Ciudadano Kane”, inesperados como el de “Sospechosos habituales”, desoladores como el de “El Planeta de los Simios”, esperanzadores como el de “El ladrón de bicicletas” o liberadores y perfecto como ninguno otro (final de finales, también para estas lineas) de “Cinema paradiso”.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Prólogo sin libro

Hubiera preferido no haberlo visto, haberse aguantado las ganas un par de horas más hasta que, al amanecer, hubiera comenzado el trajín habitual de duchas y desayunos tempranos. Hubiera deseado no ser él quien le encontrara llorando, apoyado en la pared, junto a los lavabos, quien, en un vergonzoso y cobarde autoengaño, se hubiera convencido de que estuvo bien ignorar su desazón y hacer como si no le hubiera visto, quien le dejó allí solo y regresó corriendo a su habitación con el alma y la vejiga vacíos. Hubiera preferido no haberse olvidado del asunto ni quitarle importancia cuando volvió a estar frente a él; le hubiera gustado tener el valor de plantarles cara y negarse a humillarle una vez más.

Podría tal vez así haber cumplido el sueño de terminar el curso en Junio y optar a una de las becas Erasmus para continuar la carrera de arquitectura en Italia. Podría haber abandonado aquella ciudad y la casa de sus padres, demostrándose a sí mismo y a todos los demás que aquel no era su mundo y que era más que capaz de cambiarlo por si solo.

Pero ahora era demasiado tarde y el cambio que estaba experimentando, tan impuesto como el resto de los que había sufrido hasta entonces, iba a ser ya definitivo.

Hubiera preferido no haberle vuelto a ver en aquel mismo baño llorando como entonces, lágrimas de rabia esta vez, mientras le hundía la traquea en el cuello, dejándole a merced de una muerte segura que no se detuvo a escuchar ninguno de sus deseos.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Entre sombras

El foco se movió unos centímetros a la derecha, muy despacio, como invitándole a seguirle sobre el escenario y él así lo hizo.

Sus primeros pasos fueron torpes y medidos por no perder el centro del círculo de luz, pero muy pronto pudo relajar sus movimientos al comprobar que era el halo el que había empezado a seguirle. Aprovechando el silencio irreal del teatro y, asumiendo el masivo desinterés que despertaba, se deslizó sobre la superficie de madera pulida, entre sombras que se apartaban a su paso con cierta reticencia, como si le consideraran un intruso. Tan negra era la oscuridad, más allá de su burbuja de luz, que pronto perdió la noción del espacio alrededor y ya no supo discernir si estaba de cara al público o si les daba la espalda. Para su sorpresa, el vértigo que aquello le produjo fue una de las sensaciones más intensas y adictivas que había experimentado.

A partir de ese momento sería capaz de hablar y de moverse a su antojo sin preocuparse de su apariencia o sus palabras. Aquel era su territorio, su soledad; e iba a explorarlos hasta alcanzar cualquier límite físico o emocional. Entre tanto, disfrutaría del inquietante aislamiento multitudinario y de la frágil oscuridad, amenazada por infinidad de focos apagados sobre su cabeza.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El Hombre Universal

El padre llegó más cansado de lo habitual y con un poquito de mala uva. No le agradaba ser ignorado por sus jefes, pero lo que de verdad se le llevaban los demonios era que sus subordinados tampoco le tomaran en serio. Al entrar en casa y cerrar la puerta hizo sonar las llaves como reclamo, ansioso de que los niños se percataran de su llegada y salieran jubilosos a recibirle como todavía acostumbraban hacer. Pero el silencio y la oscuridad del pasillo confirmaron que no había nadie en casa. Tras dejar la cartera en la entrada se fue a la cocina a por un vaso de agua. Lo bebió de un trago y el estómago se le revolvió en una nausea que empezaba a resultarle demasiado familiar. Al pasar por el salón encendió el televisor que, tras unos segundos de titubeos tecnológicos, empezó a vomitar noticias a cual más aterradora y espeluznante. Sujeto por algún oscuro deseo masoquista, se quedó de pie frente al aparato con el mando a distancia en la mano, incapaz de apartar la vista de tanta miseria, hasta que sonó el teléfono.

“Buenas tardes, ¿hablo con el titular de la linea?”

“¿Qué linea?”

“Esta, por la que hablamos”.

“¿El teléfono?”

“Claro, ¿está a su nombre?”

“No, al de mi mujer”.

“Verá, es que tenemos una promoción…”

“Mi mujer no está”.

“No importa, usted se lo cuenta”.

“Mire, no…”

Cortó la comunicación, incapaz de continuar con aquel despropósito y se fue al dormitorio. Sobre la mesita descansaba un sobre abierto. En cuanto vio el membrete de la carta se echó a temblar. Le comunicaban que la mujer había dado parte. Pero si no le había hecho más que un rasguño en el guardabarros que apenas se notaba. Empezó a dar vueltas por el cuarto anticipando los quebraderos de cabeza de otro lío con el seguro. Cuando logró parar se obligó a desvestirse y, en albornoz, se fue al baño. El inmenso espejo iluminado por apliques laterales dio buena cuenta del resto de su mermada confianza. Su pelo lacio resultaba ya incapaz de disimular la imparable calvicie que le coronaba desde hacía meses y que su corta estatura hacía evidente para casi todos. Entró en la ducha, evitando el reflejo de su figura (también en irreversible decadencia) y cerró la cortina con cuidado de que la barra no volviera a soltarse como la semana anterior. Recibió el agua caliente sobre su cuerpo como un bálsamo milagroso y prolongó el merecido placer ignorando a sus hijos cuando entraron en casa llamándole a gritos. Sintió debilitarse la presión del agua sólo un instante antes del brutal cambio de temperatura que le hizo saltar hacia atrás.

"¡Ese grifo!", imploró en vano.

Tuvo que esperar, aterido, a que el agua caliente retornara a la ducha para aclararse y salir de la bañera maldiciendo su suerte. Cruzó un beso vertiginoso y cuatro frases con su mujer antes de que saliera disparada a su turno de noche. Las mismas instrucciones  de cada miércoles, pero los críos volvieron a rechazar la cena y, como siempre, tardaron en acostarse.

Cuando se sentó en el salón, el partido estaba ya en la segunda parte y su equipo no tuvo tiempo de remontar una derrota que les condenó a una nueva y prematura eliminación de la liga de campeones. Sin ganas de cenar, tragó una tortilla y abrió un libro que se estaba obligando a terminar.

Al cabo de unos minutos se vio asaltado por un repentino silencio y no pudo evitar preocuparse por su hijos. La niña había estado canturrenado hasta hacía poco mientras su hermano la mandaba callar sin ningún éxito. Se levantó del sofá, sujetándose la renqueante rodilla y, ahogando un lamento, salió al pasillo con un temor irracional. Encendió la luz con la misma aprensión de cuando niño y se maldijo por envejecer y degenerarse sin haber tenido la oportunidad de librarse  de sus antiguos miedos. Con cautela se acercó al dormitorio de su hijo, que respiraba tranquilo y, sin duda, dormía ya. Escuchó un zumbido muy sordo antes de asomarse al cuarto de la niña. La nausea volvió a estrujarle las entrañas mientras se acercaba al lecho. Con alivio, comprobó que el ruido provenía del mecanismo giratorio de un proyector que iluminaba de estrellas el techo de la habitación  como un planetario. Al acercarse por ver si dormía, se dio cuenta con desagrado de que su hija no había bajado la persiana; la última inconveniencia de otro día intrascendente, perdido en el tiempo y la mediocridad. Se inclinó sobre la mesa para alcanzar la cinta y tirar de ella cuando el corazón le dio un vuelco en el pecho.

"Papi está lleno de…"

La niña titubeó un instante, buscando una palabra que se le escapaba y el padre se temió lo peor (de bichos, de bultos , de manchas…).

"Papi", probó de nuevo su hija, alborozada, "¡está lleno de constelaciones!"

jueves, 17 de noviembre de 2011

La pregunta correcta

“Alguien debería decírselo”, murmuraban desde hacía tiempo sus amigos, conocidos y allegados varios; por caridad, si  no por amistad, compromiso o agradecimiento. Verle de aquella manera tan distraído, escucharle desbarrar e ignorarles por sistema les incomodaba de tal forma que muchos empezaron a reprocharle en secreto que les estuviera haciendo pasar por tamaña tortura.

“A ti te pasa algo”, se habían aventurado los más ofendidos, aquellos a quienes, no alcanzando a entender, les consumían la curiosidad y la duda. Pero como el otro se limitaba a declarar que era feliz sin desvelar la causa y a instigarles deseos de serlo ellos mismos, le dejaron por imposible, maldiciendo unos su falsedad y la mayoría su egoísmo.

“Tú estás malo”, le alertaron, bien intencionados, sus familiares pero no llegaron a creerle cuando les dijo que nunca antes se había encontrado mejor. “Parece grave” pronosticaron los médicos que le examinaron antes de declarar su cordura a regañadientes.

“¿A quien le ha robado?”, “¿de qué pobre incauto se aprovecha?”, le señalaron acusadores los representantes de la justicia, incapaces de cargarle culpa alguna.

Así continuaron haciéndose cruces y preguntas miles sin acertar a comprender que en verdad nada pasaba, o que pasaba todo lo que tenía que pasar. El hombre siguió prosperando ante los ojos atónitos de sus vecinos y un buen día un joven que se le acercó le preguntó al fin: “¿cómo haces para parecer tan dichoso?

“Me dejo serlo” contestó el hombre. Y en tan simple respuesta reconoció el joven la inevitable felicidad que sin ninguna excusa habría de disfrutar durante el resto de sus días.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Le faltó valor

Llegado el momento se acobardó, le faltaron las fuerzas, quedó sin aliento y la voz se le apagó. Buscó alrededor pero no halló nadie en quien poder encontrar aquel último impulso necesario para completar su cometido; demasiado solo para complacer las ansias de reconocimiento y notoriedad que le habían motivado en un principio.

El mar, como un punto final, se extendía infinito al pie del acantilado, confirmando la insignificancia con que, durante los últimos meses se había ido difuminando entre los lugares y las gentes que le habían conocido y pronto empezaron a olvidarle. La soledad y el anonimato no siempre fueron dolorosos. Al principio le resultaron llevaderos, casi convenientes para un espíritu ya de por si algo huraño y vergonzoso, pero el desasosiego de los días por venir, extrañándolo todo, incapaz de reconocerse, empezó a llenarle el alma de dudas y de miedos. En cada momento de debilidad, había tratado de recuperar las ilusiones de gloria prometidas por sus maestros e instigadores, pero nunca fue capaz de sentirlas tan reales como entonces y, a medio camino, empezó a sospechar que tal vez le hubieran engañado, que al final no habría recompensa ni felicitaciones, que la misma miseria e ignorancia que abandonó en su día le habían perseguido hasta allí mismo, cortándole la retirada, empujándole al abismo.

En aquella verdad descorazonadora halló el incentivo final para acabar con aquello.

Pero le faltó valor.

Observó el arma en su mano derecha y la sombra de su víctima a sus pies. Con un grito de rabia la arrojó al vacío y, dando media vuelta, emprendió el camino de regreso a casa.

viernes, 4 de noviembre de 2011

De viajes y héroes

No hay nada como un coro de Cosacos del Volga, cantando en la radio del coche para despertarle a uno sus viejas fantasías infantiles de camino al trabajo un viernes por la mañana. Yo ya conocía esa simple melodía (apenas venticinco segundos) repetida una y otra vez por las profundas voces de aquellos seres míticos. “Moscow nights”, anunció la locutora; “una canción rusa muy popular en los años cincuenta”. Fue allá por los ochenta cuando yo escuchaba aquel disco de vinilo cuya funda mostraba un imponente edificio de torres exóticas sobre un cielo azul que hacía daño a la vista. Una tras otra, las pegadizas melodías me iban contagiando de un ímpetu romántico que me transportaba de un plumazo a las estepas solitarias e inhóspitas de Miguel Strogoff y a los dorados palacios del Doctor Zhivago. Ambientado en aquella música, me sentía yo capaz de las proezas sin igual del correo del Zar o la pasión atormentada de Yuri; iconos, prototipos de una tierra donde nunca estuve pero que, como otras muchas, creí conocer como la palma de mi mano.

De modo muy similar descubrí Malasia, piratendo impunemente al lado de Sandokan, el perro Buck tiró de mi trineo en mi paso por Alaska y anduve en Africa cazando tesoros a las órdenes de Quatermain. Medio mundo, ya veis; lugares todos ellos que todavía no he tenido ni la fortuna ni la ocasión de visitar.

Pero no está de más haber estado (aún de esta manera simbólica) y habernos codeado con héroes tan principales; pues sólo con un poquito de lo que cada uno nos enseñó, podremos hacerle frente a cualquiera de los desafíos que esta vida diaria (nuestra propia aventura) nos tenga preparados.

lunes, 31 de octubre de 2011

Orphan Drive

Llegó demasiado pronto, siempre celosa de su puntualidad y buenas maneras y, huyendo del sofocante y extraordinario calor que castigaba Liverpool aquella tarde de Agosto, decidió sentarse en la hierba, bajo un sauce cerca del estanque, en Newsham Park.

Casi al mismo tiempo, el enfermero que habría de formar parte del tribunal que iba a entrevistarla para el trabajo, recordó que no había fotocopiado el currículo de uno de los candidatos y, con el original en la mano, subió al tercer piso del vetusto edificio sin poder evitar que su encorbatada camisa azul se le tiñera de oscuro bajo los brazos.

La mujer estaba cansada y casi se quedó dormida sobre la hierba verde aún del parque. Miró el reloj y comprobó aliviada que no se le había hecho tarde, pero se incorporó hasta quedar sentada otra vez, las manos apoyadas en el suelo a su espalda y la mirada fija en el imponente edificio donde, si todo salía bien aquella tarde, estaría trabajando en tan solo unos días.

Los ocasionales quehaceres administrativos de su trabajo, lejos de las salas y los ancianos, le importunaban sobremanera. El enfermero no disimuló su malestar cuando atravesó el despacho de las secretarias, que se afanaban en aparentar que estaban ocupadas y llegó a la sala de la fotocopiadora al final de un pasillo atestado de cajas y papeles. Levantó la tapa del monsturoso artefacto y, apartándo la mirada del halo de luz que se deslizaba bajo sus manos sujetando el documento, fue a fijarse en el papel desconchado que cubría la pared del cuartucho. Los motivos infantiles que se percibían en los agujeros del más moderno daban fe de que el antiguo ya cubría aquellas paredes por los tiempos en que el lugar fue un orfanato. Cuando la máquina dejó de resoplar, tomó el original y las copias y se fue hacia la puerta. Al abrirla y regresar al pasillo, un frío extremo le sorprendió echándole a temblar casi de inmediato, mientras se alejaba de vuelta a los despachos. Las secretarias le miraron extrañadas y él no pudo ocultar un gesto de desahogo al recuperar parte del calor que las otras aliviaban con frenéticos ventiladores.

La mujer volvió a consultar el reloj y decidió que era tiempo de anunciarse. Se puso en pie y se colgó su bolso al hombro. De camino hacia la entrada, todavía caminando por el parque, se fijó en las ventanas abuhardilladas del cuarto piso, protuyendo de un tejado altísimo que le daba al edificio un aspecto recio y venerable. Una duda imprevista la asaltó de inmediato. Se detuvo confundida y extrajo la carta de invitación para la entrevista; “Orphan Drive”, no se había equivocado. Comprobó la hora y se tranquilizó al saberse también en el momento adecuado. No pudo evitar, sin embargo, cierta inquietud cuando se presentó en recepción y los nervios terminaron por desbordarla mientras esperaba su turno.

El enfermero apenas pudo recuperar la calma para poder sentarse con el resto de los componentes del tribunal. Su aspecto no le pasó desapercibido a sus compañeros, que le preguntaron si se encontraba bien. Les dijo que sí, dispuesto a terminar cuanto antes con aquello para marcharse a casa, pero en realidad la cabeza le daba vueltas y las manos le temblaban mientras sostenían los papeles que era incapaz de concentrarse en leer. Al entrar la primera candidata, hecha un manojo de nervios, tuvo él que sujetar los suyos para mantener el aire profesional del resto de sus compañeros.

La mujer tomó asiento en la silla dispuesta para ella del otro lado de la mesa y, como su ansiedad parecía en aumento, el director le ofreció un vaso de agua.

- No, gracias – rechazó ella, mirando al enfermero. Sólo estoy un poco nerviosa por si me he equivocado.

Los otros la miraron extrañados y, como no dijeron nada, la mujer explicó:

- Yo vengo por el trabajo en el geriátrico y al ver a todos esos niños allí arriba, asomados a las ventanas…

jueves, 27 de octubre de 2011

Hablando del tiempo

Otro día de tráfico horrendo y clima británico. Lo lamento; tres semanas desde el comienzo de este blog y ya he sucumbido a la fácil tentación de quejarme del tiempo y mis rutinas. En realidad poco puedo contar pues, no siendo prudente ni profesional hablar de mi trabajo (el otro, el que me quita tiempo para escribir pero me da de comer) y, reservándome la vida privada de vuelta a casa, mi día a día se limita a un paseo corto a la hora del almuerzo y noventa minutos en la carretera.

Lo del paseo es una actividad forzada con el fin de mantener la sana costumbre, heredada o tal vez adquirida en las pequeñas ciudades españolas donde viví, de trasladarme siempre a pie, a ser posible por calles tranquilas al calor simbólico de un sol invernal de mediodía. Todo es posible con buena voluntad y cierta imaginación, pero disfrutar, lo que se dice disfrutar, no acabo de conseguirlo por las calles grises de Wavertree, azotado por galernas atlánticas que vuelven del revés paraguas imprescindibles pero inútiles. Sería injusto, sin embargo, ignorar las ocasionales bonanzas de este clima caprichoso y no mencionar esas otras caminatas de fin de semana por los campos de Bowdon, rodeados de árboles magníficos, gigantes centenarios con nombres propios y chapas de identificación que le dan un aspecto regio y saludable a esta parte de Inglaterra. No es este un país de contrastes; las ciudades, el paisaje y hasta el cielo tienden a ser uniformes allá donde vayas y la falta de accidentes geográficos reseñables bajo una capa de nubes casi constante, lo convierten en un lugar ideal para perderse (en el sentido literal de la palabra) y no encontrarse jamás (esto último más bien en el sentido figurado, pues hasta las gentes parecen cortadas por el mismo patrón y es habitual que casi todo por aquí resulte algo impersonal).

Pero hablando de accidentes y volviendo al tráfico, conducir por Gran Bretaña es un ejercicio de civismo y buenas maneras (al menos de maneras contenidas). Mis primeros meses al volante en este país, al margen de mis iniciales y a dios gracias sin consecuencias despistes posicionales (circulando por la derecha en sentido contrario), fueron todo un aprendizaje de cortesía y mesura. Aquí si una señal te marcaba cincuenta millas por hora, se circulaba a cuarenta y si alguien pretendía incorporarse a una vía, se hacía cola para dejarle pasar. Pronto comprendí que esa manera tan hispana de ventilar frustraciones al volante no era apropiada por estos lares, pero amparado en la barrera lingüística, seguí haciendo uso del riquísimo repertorio de improperios y frases hechas que, para los avatares del conducir diario, los españoles conocemos tan bien y, sólo cuando me percaté que el único que tocaba el claxon en los atascos era yo, empecé a adoptar las formas aparentemente serenas y cordiales de mis vecinos.

Desafortunadamente fue solo un espejismo. El uso del pasado en el párrafo anterior no es en absoluto casual. En los últimos diez años he asistido a un desalentador deterioro de las formas y los modales de mis compañeros de viajes, que empiezan a morir a mansalva como en las carreteras españolas. Creo que no exagero si me considero uno de los más seguros, educados y pacientes conductores de este país y me gustaría seguirlo siendo. Mejor aún, me gustaría dejar de serlo; trabajar desde casa, olvidándome de parar para el almuerzo y pasear únicamente por imponentes arboledas bajo un cielo azul inmaculado. He dejado de soñarlo y como ahora ya lo veo claro, estoy convencido de que no tardará en llegar.

sábado, 22 de octubre de 2011

Calma

Calma,
eterna ausente deseada,
amiga envejecida de mi infancia
de tardes calurosas de verano.

Calma,
errática ventura de los tiempos,
esquiva consejera de silencios
en lugares retirados.

Calma
de callejas angostas en el mediodía,
de paredes blancas y de flores vivas
bajo un cielo rojo de tejados.

Calma
de sabores dulces,
de pálidas luces
y de suave tacto.

Calma
descubierta acurrucada,
desvalida y rota, abandonada.

Calma que se queda sola, esperando.
Pequeña y asustada, pero calma.

viernes, 21 de octubre de 2011

Dichosas palabras

La renovada indiferencia de su público le hizo plantearse si el progreso de los últimos tiempos no habría sido pura ilusión o la mentira piadosa de aquellos que le conocían de antaño.

“Qué poquito espelde”, le decía a menudo su madre y él,  por su tono entre preocupado y divertido y las ocasiones en que merecía aquel reproche, suponía que la carencia de tal atributo no era algo de lo que hacer alarde. El dichoso término formaba parte del peculiar vocabulario de mamá, muchísimo más rico que el de cualquier erudito pedante y aburrido y durante años se convirtió en el más deseado y esquivo tesoro, un santo grial mitológico y portador de vida eterna. Muchas veces había tratado de confirmar o desterrar sus temores, pero hasta la fecha ningún diccionario o sabio disponible había sido capaz de definirle tan, ya por entonces, indispensable palabra y, en su frustrante ignorancia, no hubo manera de que se creyera capaz de verse o de mostrarse distinto de lo que hasta entonces había sido.

Tan pronto abandonó el hogar paterno y la ciudad recogida donde se habían ido cociendo sus miedos y esperanzas como en una olla a presión, descubrió que el resto de la humanidad era inconsciente de la existencia de este y otros términos tan familiares, pero que andaban también amedrentados por otras palabrejas que él desconocía. Cosa curiosa la del lenguaje y los pensamientos. Aquella certeza le abrió los ojos como una revelación. ¿Cómo una palabra desconocida para el resto del mundo podía a él hacerle tanto daño? Un vocablo que ni siquiera tenía significado, ni sinónimos; tres sílabas que no existían más allá de su mente torturada. Desvelada su insignificancia, empezó a emplear palabras inofensivas con que completar el viejo reproche de su infancia. De esta forma, el término empezó a perder la fuerza con que le había intimidado y se fue amansando hasta sonar amistoso y agradable.

Desde entonces siempre estuvo allí como un buen recuerdo de su madre y de su tierra y aquel mismo día, frente a su fría audiencia, le ayudó a reconocerse único e imprescindible, poseedor de secretos valiosísimos como aquella palabra única que sólo pudo hacerle daño mientras se lo consintió.

lunes, 17 de octubre de 2011

Quién lo iba a decir

Me complace anunciar que, en breve, verá la luz un libro que, salvo cambios de última hora o espantada de la editorial, contendrá mis primeras letras impresas (lejos de la oficina de mi casa). Se trata de un proyecto en el que varios autores colaboramos con relatos cortos escritos en inglés.

Yo, que cantaba entusiasmado las canciones de la ELO con el desparpajo de saber que nadie entendería lo que, por otra parte, no tenía la menor idea de estar diciendo; que, seis meses después de llegar al Reino Unido, aún prefería larguísimas caminatas por  interminables pasillos de hospital a engorrosas conversaciones telefónicas, que confundía torres con toallas y sonreía a cualquier comentario sin abrir la boca.

Quien lo iba a decir. A alguien se le ocurrió una idea y, aunque no estuve ni en el lugar ni en el momento apropiados para aceptarla de primera mano, alguien más, en el último suspiro, me ofreció el único lugar vacante para unirme al proyecto. De la misma manera que nunca había calculado ser poeta, me convertí de la noche a la mañana en “writer” y, dios mediante, publicaré mi primera obra en la lengua de Shakespeare. Ni en mis mejores tiempos de sagaz estratega hubiera imaginado un desarrollo tan peregrino a mis planes de grandeza literaria. Pero así es la vida, un golpe de suerte, minúsculo tal vez, me devolvió las ganas de escribir e incluso el talento con que hacerlo. Por el tiempo en que el proyecto conjunto de escribir relatos cortos en inglés empezó a tomar forma, tenía yo largamente olvidada mi primera novela (a medio terminar desde mis años de juventud) y la segunda languidecía de pura desidia y falta de inspiración. Dos años después, casi sin aliento, le puse punto final a “Entre dos cartas”, asombrado de cuanto de sorprendente aún me deparaba esta historia fantástica y que nunca hubiera descubierto de no ser por esta obrita ingenua que está a punto de colarse en las páginas de un libro.

Actualmente, a parte de crear estas líneas, ando desentrañando las intrigas de mi tercera novela y me parece imposible volver a dejar de escribir. Nunca más habré de cometer el error de resistirme o dejarme convencer. ¿Dónde llegaré a partir de ahora? No puedo ni quiero saberlo. De lo que sí estoy seguro es de que, pase lo que pase y vaya donde vaya, seguiré disfrutando como nunca y para siempre.

sábado, 15 de octubre de 2011

Nostalgias

15 de Octubre, Sábado. Hoy no he ido a trabajar y una sensación de fiesta otoñal, primera parada hacia la Navidad, ha vuelto a confortarme, como cuando era niño. Un cielo azul, casi inmaculado, ha venido a recrear aquellas otras mañanas de Castilla y, de paseo tranquilo con mi familia, he vuelto a ser el crío que fui, pero también el padre que recuerdo. Me faltan los petardos y la gaitilla, los gigantes y cabezudos, los soldados desfilando, la virgen y la Santa; la tarde deslizándose aún clara hacia una noche que estallará en luces de colores sobre el arco milenario de la muralla.

jueves, 13 de octubre de 2011

¿En verso o en prosa?

Los primeros aplausos compensaron las cruentas batallas que, durante años, había librado contra sílabas y números. Mucho antes de empezar a escribir, cuando era todo un niño y aún no había decidido a lo que se dedicaría de mayor, tuvo siempre bien claro lo que nunca podría ser: poeta. Por alguna razón y a pesar de las incesantes historias que llenaban sus horas de insomnio, hacer versos le parecía tarea no sólo tediosa e ingrata, sino también indigna para cualquier héroe que se preciara. Es justo decir que, por aquel entonces, ni se arrimaba a escritos que no estuvieran bien cercados en bocadillos; primero fueron Mortadelo y Filemón, luego el Hombre Araña, más tarde Asterix y por último el incomparable Tintín. Sólo con precauciones se fue atreviendo con libros de verdad, sin dibujos. Enid Blyton fue su primera guía hacia los clásicos (no creáis, nada más allá de Verne y Salgari); después las intrigas veraniegas de Agatha Christie y de ahí en adelante. Con la edad empezó a carecer del tiempo necesario para leer a conciencia y él mismo comenzó a escribir (tal vez lo que ansiaba leer y no encontraba en ninguna parte).

Su primer encuentro con la lírica ocurrió de la mano de un profesor de literatura que en octavo de EGB les impuso la lectura colectiva de Alfanhuí y a menudo les recitaba poemas con sus gafitas posadas sobre la frente, el libro temblándole en la mano y un hilo de voz marcando cada acento y cada pausa del Cantar del Mío Cid. Él mismo escribía poesía y su alumno, admirador secreto de aquel hombre, se empeñó en emularle, qué digo, en superarle. Así pues su primera proeza poética respondió a aquellas mismas virtudes que de niño le habían apartado de los versos: su orgullo y su afán de aventura.

El reto no fue fácil; aquel mismo profesor, obsesionado con la rima consonante y el ritmo del soneto puro (catorce endecasílabos con acentos en la sexta y la décima o bien en la cuarta, octava y décima), le había inculcado la veneración por aquel prodigio de formas, mezcla de fórmula matemática y sopa de letras. Aunque  nunca se atrevió a enseñar a nadie aquel primer soneto, a partir de ese momento, su carrera creativa se encauzó por la métrica y la rima y se lanzó a la tarea, muchas veces obsesiva, de poner en verso cuanto disfrutaba, temía o anhelaba.

No fue tarea fácil, os lo aseguro, sobre todo cuando su natural pesimista, exacerbado en interminables años de pubertad, fue tomando el mando de su pluma  y los versos se le fueron adornando de tétricas metáforas. Hasta que un buen día, en un intento de despojarse de tanta miseria y recobrar la frescura de sus primeras ensoñaciones, extendió sus renglones hasta convertirlos en prosa (relatos cortos, cuentos y, finalmente, novelas).

Este periplo de formas narrativas no le aclaró cual era el mejor medio para transmitir experiencias y sentimientos y, como la lectura de Benedetti, Hugo, Neruda,  Saint-Exupéry, San Juan de la Cruz, o Alain- Fournier tampoco le ayudaron a resolver sus dudas, decidió que seguiría como hasta entonces; enfrentándose a un papel vacío (aún no se había acostumbrado a la pantalla blanca del ordenador) y dejando que las palabras le sorprendieran, como casi siempre. Así debía ser.

martes, 11 de octubre de 2011

Inspiración esquiva

Negra oscuridad, silencio.
Diría que estoy muerto, pero siento la calma extenderse alrededor.
Sé que estoy aquí, que puedo oír y mirar,
oler, tocar, hablar, gritar mi nombre.
Pero espero.
No lo es todo esta cierta soledad.
Respiro y el aire se conmueve entorno a mí;
hay algo, lo sé.
Registro mi memoria y descubro un dulce aroma;
puedo olerlo, está aquí, casi veo su color;
si alcanzo, llegaré a tocarlo.
Penetro la oscuridad, escarbo su negro suelo,
veo luz alrededor
y en el fondo una palabra.

domingo, 9 de octubre de 2011

Sonoro fracaso

Sus primeras bromas fueron recibidas con total indiferencia y sólo el carraspeo nervioso de una garganta seca le demostró que no le habían mentido, que de verdad había alguien escuchando. Durante el intervalo tenso que interrumpió su narración, trató de imaginar a su anónimo espectador; un hombre, a decir por la violencia del ataque de tos que le sobrevino; de rígido carácter, si el suspiro que pudo escucharle era, como él asumió de inmediato, de pura impaciencia. Tal vez le acompañara una mujer, quizás joven, medró, recuperando toda la inseguridad que su aspecto insignificante le procuraba. De pronto recordó aquellas otras experiencias previas de pública humillación, una de las primeras al frente de una orquesta de flautas desbocadas (curioso calificativo para un instrumento de viento) que nunca debieron comenzar y nunca supieron donde finalizar. La estructura de la obra maldita, en mala hora compuesta a matacaballo bajo la amenaza maníaca de su profesor de música, no ayudó al necesario entendimiento entre solistas (tal debieron considerarse cada uno de sus talentosos compañeros) y director (honor que, para su desgracia, le correspondió en dignísimo ejercicio de sacrificio personal). En aquella ocasión, toda la autoridad de su efímero y ficticio poder duró el tiempo que tardaron en abandonar el escenario, una vez que el último de sus amiguetes decidió dejar de tocar (emitir pitidos más o menos disonantes) mucho más tarde que él cesara de agitar los brazos en frenético arrebato de talento artístico. Las risas compasivas de sus padres y los cínicos aplausos de sus competidores amenizaron el paulatino, interminable final y la retirada ignominiosa que siguió.

A Dios gracias no se encontraba allí para hacer música (aquella vocación quedó truncada para siempre) sino para contar historias. Tragó saliva, apagando el ardor que le consumía las entrañas. Deseó no haberse equivocado cuando recordó que había comprobado que no llevaba la bragueta bajada e imaginó que, joven o madura, la mujer del hombre serio estaba deseando, como todos los demás, que retomara el hilo de sus relatos. Entonces no tuvo más remedio que continuar…

jueves, 6 de octubre de 2011

El poder de la tele

Debemos ser pocos los "españoles por el mundo" que permanecemos en el anonimato. Ahora que lo pienso, ¿no sería más sencillo darme a conocer enseñando a España entera dónde vivo, cómo trabajo, lo bien que me llevo con mi mujer y con mis hijos y contar lo mucho que echo en falta la familia, la comida y los amigos de mi patria chica? Tal vez, pero ¿sería yo capaz en mis diez minutos de gloria de haceros creer que merece la pena leer algo de lo que me empeño en escribir? Seguro que no.

Anunciar que mi primera novela ("Contra todo el mar") es un ejercicio de narrativa precoz a medio camino entre Susan E Hinton y Andreu Martín/Jaume Ribera mientras os descubro las maravillas de la ciudad de los Beatles, podría resultar algo artificial. Después de todo, ¿qué tendrían en común los "docks" grises de Merseyside con la costas abruptas donde se ambienta mi novela, las "gangs of mates" con las tribus urbanas en las que se integran mis personajes, el aire misterioso de esta ciudad oscura con la creciente intriga con que evoluciona la trama de mi obra ...El caso es que, bien mirado, tal vez la misma historia (chico desaparecido, mozalbete enamorado y enigmático forastero incluidos) podría también haberse desarrollado en Liverpool, o en cualquier otra población costera.

"Soy escritor", proclamaría pues ante las cámaras, ruborizado hasta las cejas, sin un mal argumento literario con que demostrarlo o una excusa con que justificar mi poco original afición...¿Afición?... !Profesión!... ¿Para qué, si no, tanta palabrería?

martes, 4 de octubre de 2011

¿Hay alguien ahí?

Le dijeron que improvisara y pensó que sería fácil. El escenario parecía pequeño, pero su penumbra se expandía a cada paso hacia límites desconocidos y, desde el patio de butacas, un silencio escalofriante le asaltó, dejándole mudo también a él. No era un tipo gracioso, pero algunos le consideraban ocurrente y unos pocos habían sufrido su enfermiza manía de inventar aventuras fantásticas, heroicas proezas y palabras imposibles. Fueron aquellos vocablos ridículos lo primero que le vino a la mente. Se mordió la lengua para no pronunciarlos; no era aquel lugar ni momento para ponerse en evidencia. Si se había decidido a saltar a la palestra era porque desde hacía tiempo había alimentado la pasión secreta de contar historias de verdad. Un foco se encendió  sobre su cabeza y le marcó el punto justo donde detenerse. Respiró hondo, con los ojos cerrados y se dispuso a comenzar...

lunes, 3 de octubre de 2011

El comienzo

Hola, bienvenidos todos a este diario de experiencias, anécdotas, cuentos y ocurrencias, que tal vez a alguien puedan interesar. En este inicio ilusionado no conozco aún ni la frecuencia con que me comunicaré ni el motivo de lo que habré de contar en este blog, pero le deseo y le presiento un próspero y largo desarrollo lleno de sorpresas, imprevistos y satisfacciones. Aquí empieza un periplo de nuevas andanzas y viejas historias que hace tiempo ya escribí. Os invito a acompañarme, animarme, reprenderme, corregirme y felicitarme cuando lo merezca.