El
desánimo se apoderó de él tan pronto la mujer le invitó a sentarse en la sala
de espera con aquella sonrisa desganada y ese soniquete acostumbrado a la
rutina. No lo conocía, pero el vestíbulo le recordó a otros muchos en los que
ya había estado, muy parecido al suyo propio, que ya no le importaba cruzar
cada mañana de camino a su despacho.
¡Qué
nefasta costumbre la de recuperar el regusto amargo de vivencias pasadas con
tan solo una pista, un pie minúsculo e insignificante! En cuanto estuvo sentado
en una de las sillas rojas dispuestas en varias filas frente a la recepción
acristalada donde haraganeaban las secretarias, se vio invadido por un
sentimiento largamente olvidado de destierro, abandono y fracaso. De sobra
sabía que lo que le había llevado hasta allí distaba mucho de sus iniciales y
lamentables intentos por unirse a la empresa. Con los años, había alcanzado
cierta experiencia y la reunión de aquella tarde no suponía más que un mero
trámite burocrático. Pero no pudo evitar el mismo nudo del estómago y que el
corazón volviera a encogérsele en el pecho; no logró sujetar la digna altura de
sus hombros, ni la quietud honorable de sus manos, mientras su mirada se
despeñaba a los abismos de sus peores infiernos.
Algunos
rostros familiares cruzaron la estancia pero nadie pareció reconocerle,
envuelto como estaba en aquella crisálida aberrante, involutiva y, por un
instante creyó que iba a perderse para siempre.
Así
habría sucedido de no ser porque, por aquel entonces, él conocía una verdad
ajena a lugares y personas, innata, eterna y global que le hacía único y
omnipotente. En ese preciso instante pudo reconocer aquella fuerza en el ser
que era, pero también en aquel que fue, el que amenazaba con regresar. Muy
consciente, su cuerpo fue recuperando la apariencia de su gloria interior y
todo alrededor se puso a su servicio, como había de ser.