miércoles, 31 de julio de 2013

Metamorfosis

El desánimo se apoderó de él tan pronto la mujer le invitó a sentarse en la sala de espera con aquella sonrisa desganada y ese soniquete acostumbrado a la rutina. No lo conocía, pero el vestíbulo le recordó a otros muchos en los que ya había estado, muy parecido al suyo propio, que ya no le importaba cruzar cada mañana de camino a su despacho.

¡Qué nefasta costumbre la de recuperar el regusto amargo de vivencias pasadas con tan solo una pista, un pie minúsculo e insignificante! En cuanto estuvo sentado en una de las sillas rojas dispuestas en varias filas frente a la recepción acristalada donde haraganeaban las secretarias, se vio invadido por un sentimiento largamente olvidado de destierro, abandono y fracaso. De sobra sabía que lo que le había llevado hasta allí distaba mucho de sus iniciales y lamentables intentos por unirse a la empresa. Con los años, había alcanzado cierta experiencia y la reunión de aquella tarde no suponía más que un mero trámite burocrático. Pero no pudo evitar el mismo nudo del estómago y que el corazón volviera a encogérsele en el pecho; no logró sujetar la digna altura de sus hombros, ni la quietud honorable de sus manos, mientras su mirada se despeñaba a los abismos de sus peores infiernos.

Algunos rostros familiares cruzaron la estancia pero nadie pareció reconocerle, envuelto como estaba en aquella crisálida aberrante, involutiva y, por un instante creyó que iba a perderse para siempre.

Así habría sucedido de no ser porque, por aquel entonces, él conocía una verdad ajena a lugares y personas, innata, eterna y global que le hacía único y omnipotente. En ese preciso instante pudo reconocer aquella fuerza en el ser que era, pero también en aquel que fue, el que amenazaba con regresar. Muy consciente, su cuerpo fue recuperando la apariencia de su gloria interior y todo alrededor se puso a su servicio, como había de ser.

miércoles, 24 de julio de 2013

Arenga existencial

¡Un momento! Dos tal vez. Detengamos el artilugio. Guardemos silencio, respiremos despacio y pasemos por alto nuestras miradas atónitas y el orgullo ridículo que compartimos. Olvidemos nuestras palabras huecas y los términos más que nunca definitivos con los que justificamos esta creciente soledad.

Cerremos los ojos. Escuchemos de verdad. Permitámonos el placer de la ignorancia, el privilegio de comprender sin que nos expliquen, de estar seguros y confiar cuanto más dudas tengamos. Pues sólo sin llevar razón vamos a encontrar aquello que muchos ni siquiera hemos buscado. Lo mismo que intuimos por doquier en el brillo cotidiano del Universo que nos rodea.

Abramos, pues, la puerta de esta jaula. Dejemos de merodear entre nuestras propias sombras, de debatir el absurdo hasta la incongruencia más absoluta. Y salid conmigo quienes tengáis agallas; aquellos que aún retengan la sospecha original de que todo funciona y tiene sentido; a pesar de nuestro empeño infinito por convencernos de lo contrario.

miércoles, 17 de julio de 2013

XLI

Pablo había aceptado a regañadientes, consciente de que no le quedaba otra opción. De entre los catorce estudiantes que no se habían reincorporado, la falta de Martín era la que le causaba mayor incertidumbre. Cierto era que, de haber estado en sus manos, les habría mandado a todos a sus casas, asumiendo de inmediato el merecido castigo que, sin duda, ya habría sido dispuesto por los mismos jerarcas que le habían premiado con la dirección del Colegio un par de años atrás. Cómo se arrepentía de haber aceptado, de haber abandonado el seminario y sus quehaceres cotidianos de su parroquia de barrio. Andaría a estas horas enredado en tediosos ejercicios espirituales o ignorado en sermones solitarios ante un puñado de ancianas sordas, en vez de mareándose entre los renglones del libro que fingía leer para evitar cruzar palabra con Andrés.

Resultaba que el inspector conducía como un novato imberbe y acobardado, de manera que el suplicio del viaje obligado se extendió algo más de la acostumbrada hora y media que cualquier conductor competente hubiera empleado.

“¿Interesante?” Preguntó con bastante sorna.

“Ya ve; al paso que vamos, a lo mejor lo termino de un tirón”.

El otro sonrió ampliamente con el gesto más distendido y amable que jamás le hubiera visto. Diríase que había disfrutado cada instante desde que le abrió la puerta de su Volkswagen Golf después de hacerle esperar cuarto de hora  frente a la estación de autobuses al relente de otro amanecer de primavera tardía. Había esgrimido una disculpa muy torpe que no  dejaba lugar a la duda sobre su malintencionado retraso. El director le había dejado muy claro que, de ninguna manera, el resto de los alumnos debían enterarse de sus excursiones y por ello se habían citado lejos de la residencia. Bien podía también haberse negado, pero le pareció conveniente asistir a aquellas nuevas pesquisas que, con su decisión de no regresar, ese puñado de alumnos había atraído sobre sí. El inspector no había formulado acusaciones pero le conocía lo suficiente para saberle azuzado por una ilusión casi infantil por acorralar al sospechoso que hasta el momento parecía estársele escabullendo.

“¿Todavía cree que si su asesino hubiera abandonado el colegio, iba a estar esperándole en su casa?”

“Su alumno”, remarcó con retintín, “seguro que sí”.

Pablo no pudo evitar un respingo. Aquel uso específico del singular le incomodó sobremanera. Volvió la mirada sobre las páginas del libro temeroso de que, en verdad, el inspector supiera de sus cuitas. Nunca hasta entonces, en los cuatro viajes anteriores, había aludido de manera tan directa y personal a ninguno de los muchachos, de modo que aquel comentario vino a acentuar su creciente ansiedad.

“Por lo menos la  mañana salió clara”, divagó sin ningún criterio.

“Un día estupendo para haber visitado la dehesa”, apuntó aún jovial el policía, en referencia a la famosa finca que el empresario había adquirido en el último año.

“Cualquiera diría que le interesa a usted el padre más que el hijo”.

“No siempre se tiene la ocasión de conocer gente famosa, ni tan influyente”.

Pronunció aquel último adjetivo con una repentina seriedad de lo más reveladora. El inspector estaba pues al tanto del asunto que había dado con Martín en su institución y le había colocado bajo su tutela. Por un momento pensó que Mariano se había ido de la lengua pero, ante su mirada severa, el inspector replicó:

“Claro que usted también sabe con quien tratamos. Pero descuide, que hay temas que no hay porqué mentar…al menos por el momento”.


Pablo suspiró molesto y el policía aceleró a la salida de la última curva antes de que la ciudad se plantara majestuosa y más defensiva que nunca en el parabrisas manchado del coche.

miércoles, 10 de julio de 2013

San Martín

A pesar del tiempo y la caprichosa fatiga de su memoria, le reconoció en cuanto hizo acto de presencia con aquel porte recio y el gesto concentrado mientras caminaba cabizbajo directo a la palestra. El resto de la audiencia siguió indiferente y apenas decreció el barullo un ápice cuando se dispuso (solemne aunque un tanto perplejo) frente a ellos, empeñado una vez más en encandilarles con aquella manera tan suya de aparentar lo que no era o amedrentarles sin tapujos si su supuesto carisma no causaba el efecto deseado.

A esas alturas, a él no iba a impresionarle ni una cosa ni la otra, pues ya le había visto humillado un par de veces, acorralado en un rincón, con la evidencia del sonrojo asilvestrado y la huida vergonzosa de su mirada falsa. Aquel día, sin embargo, revestido aún de protagonismo, sus ojillos inquietos fueron capaces de componer una vez más ese gesto confiado, casi desafiante, que le había hecho célebre; y, alzado el rostro, ofreció el obsceno espectáculo del tirano que no da la talla pero aún presume de distinciones inmerecidas.

Tal vez gracias a aquel aprendido ceremonial consiguió por fin captar la atención de su público y un silencio expectante se adueñó del lugar. Bajó la cabeza un par de veces más como si olisqueara algo apetecible y su cuerpo entero se estremeció de un placer insano. Cuando volvió a mirarles supo que volvería a triunfar y, exultante, emitió un gruñido discreto, casi tímido, que provocó sonrisas en los clientes más cercanos y una renovada indiferencia en el resto. Sorprendido y presintiendo la inminente desbandada, probó con un grito mucho más estridente y tan desagradable que, lejos de atraerles, alejó aún más a su público y, al cabo de unos minutos de inútiles esfuerzos, quedó solo en su presencia.

No pudo sentir lástima, pero por un momento tuvo la tentación de ofrecer algo por él; no los elogios que esperaba, sino una limosna con que salvarle la vida. Pero el precio por tamaño espécimen excedía con creces cuanto jamás hubiera valido y, rechazada su puja, se lo llevaron al matadero.

miércoles, 3 de julio de 2013

La pasajera

“¿Hemos llegado ya?” El  pequeño abrió los ojos y las luces fulgurantes de las farolas encendieron de nervios amarillos la ventanilla azotada por el aguacero.

El rugido del motor, que hasta entonces le había arrullado en un sueño inquieto, le resultó de pronto insoportable y la vibración transmitida por la vieja carrocería le obligó a apartar la cara de la puerta sobre la que había apañado un incomodísimo descanso.

Pensó que no le habían escuchado pero antes de insistir con el  acostumbrado “¿cuánto falta?”, escuchó lo que le pareció un sollozo desde uno de los asientos delanteros. No se atrevió a incorporarse para ver quién de los dos lloraba, porque una angustia terrible vino a apoderarse también de él; la misma que le atenazaba cada vez que su padre gritaba o, a la salida del colegio y de camino a casa, mamá le apretaba la mano como si fuera a escaparse, sin decir una palabra y el gesto envenenado de rabia y frustración.

El llanto se interrumpió. El niño intuyó que su madre se giraba desde su asiento, pero él cerró los ojos para que creyera que aún dormía. Los apretó tan fuerte que casi le dolieron pero pensó que así conseguiría dejar de sentir ese miedo repentino y desconocido que no tenía antes de dormir, cuando aún atravesaban campos interminables bajo un cielo nublado en vez de avenidas desiertas entre edificios oscuros que parecían deshabitados.

Al crío le temblaron los dedos al abrir la mano antes de que se la tomara con la dulzura de siempre. Quedaron sujetas sobre el asiento hasta que la soltó y dejó que le acariciara la cabeza. Sintió su anillo enganchársele en el pelo como tantas otras veces pero siguió quieto con los ojos cerrados, por no interrumpir ese momento de paz incomparable. Esbozó una sonrisa al sentir cómo la abuela se inclinaba para besarle y al oído le susurraba: “los dos te quieren mucho…y yo también”.

El niño aspiró profundo ese aroma de rosas viejas que siempre la envolvía y dejó que el sueño acabara con el último rastro de miedo pegajoso.

Antes de caer dormido, escuchó a su padre desde muy lejos:

“Verás como sí llegamos a tiempo”.

La mujer negó con la cabeza, convencida de que a su hermana le había faltado valor para decirle que ya no vería a su madre con vida.