viernes, 24 de abril de 2015

La Señal

Mi hijo no parecía en absoluto interesado, pero, consciente de que las ocasiones en que demostrar mi erudicción (limitada a notables conocimientos en materias irrelevantes) empiezan a escasear, comencé a elogiar el trabajo de John Wiliams mientras su música florecía en un impulso sinfónico de proporciones galácticas. Que si era la perfecta colaboración con Spielberg, que si tampoco se quedó manco al lado de Lucas, que si en Tiburón lo bordó con cuatro notas de contrabajo...En fin, que para cuando se bajó del coche en el patio del colegio, me quedé con la palabra en la boca y el espíritu hecho unos zorros; demasiados iconos de un pasado que empieza a resultar remoto.

Al tomar a la derecha por "Grange Road" la melodía se había suavizado ilustrando memorias de lágrimas furtivas en lo oscuro de un cine atestado, compungido por la inminente partida de aquel alien cabezón y los pucheros de la niña que sostenía la maceta. Imagenes imprescindibles de un tiempo en que los personajes ficticios parecían suficiente para atenuar los sinsabores de una monótona existencia. Tal vez sin ellos habría yo sucumbido a esos miedos corrosivos que acechaban entre pupitres y bancos de Iglesia.

Largo tiempo ya olvidados, nuevas visicitudes entorpecen este mismo caminar y, por más que busco en películas y libros, no hallo héroes comparables a aquellos personajes ingenuos, desprovistos del brillo artificial de los tiempos modernos, torpes y mortales, incapaces tal vez de afrontar avatares más propios de esta edad.

Resignado, pues, a tan triste orfandad e imbuido de una pesada nostalgia de bandas sonoras, enfilé calle abajo hacia la autopista.

John Williams, ET y un camión que asciende en sentido contrario; su nombre el de un viejo conocido: Elliott.