martes, 31 de diciembre de 2013

Cuento de fin de año (Entre dos cartas)

Las palabras cobraban sentido a medida que se acercaba y las sombras descubrían sus secretos sobre el inminente paredón.
- Fin de año…mueren solos…otra vez.
Cada pausa en un recodo en busca de una luz que se percibía a ratos, a golpes de fuego perezoso.
- Fueron tiempos de cosechas perdidas…solo la risa de los niños… –. Said esperó al pie de la escalera, detrás el pasillo quebrado en otra esquina y adelante creciendo eterno en busca de otros misterios que no eran suyos.
- El hombre esperó en el salón sentado en una de las butacas más cercanas al hogar. Traía aún el frío del invierno y su abrigo raído apenas confortaba sus miembros entumecidos. Un fuego raquítico ardía en la enorme chimenea, tan oscura como el resto de la casa.
Said escuchaba desde el umbral. Dentro un anciano se mesaba despacio la barba mientras miraba hacia arriba como tratando de recordar.
- Pasaron varias horas antes de que cayera dormido y cuando despertó era bien entrada la noche. Marcaba las once un reloj de pared justo al lado de la puerta que seguía cerrada como cuando llegó.
El viejo se detuvo entonces y calló por un momento. Sus ojos recorrieron el cuarto y alguno de los que le escuchaban se volvieron cuando su mirada seca se clavó en el rostro asustado de Said justo antes de que el muchacho se ocultara de nuevo tras la puerta entornada.
Eran cinco o seis hombres o mujeres, sentados en el suelo frente a aquel que les hablaba a la luz incierta de un fuego pequeño de papeles blancos de oficina.
- ¿Por qué tan larga espera? – se preguntó el anciano como el mismo de quien contaba –. Nada en el anuncio escueto del periódico hacía sospechar que aquello fuera una broma. El hambre desgarrado de sus hijos no merecía la burla de nadie. A punto estuvo de levantarse y abandonar para siempre aquel palacio.
Said dejó que su cuerpo reposara en el suelo frío, apoyada la espalda en la pared justo al lado del hueco abierto de la puerta.
- Pero el fuego revivió en el hogar, el calor le alcanzó al fin y se llenó la estancia del color acogedor de la casa. Tal vez debiera esperar después de todo. La doncella sólo le había acompañado con un gesto serio de silencio obligado, ni una explicación ni un aviso de tardanza, nada que indicara aquel retraso. Era tarde ya para cenar con su mujer y sus hijos pero estaría de vuelta para recibir con ellos el nuevo año. Medía hora más y regresaría.
La pausa del anciano le alcanzó, inquisitiva y contuvo el aliento en su escondite. Guardaron silencio los demás hasta que el ciego reanudó su relato.
- La impuesta soledad despertó su curiosidad y, cauto, se acercó al enorme escritorio que presidía la sala bajo un retrato oscuro colgado de la pared. Sobre la mesa una pluma con la tinta seca descansaba sobre un papel lleno de versos conocidos. El hombre los leyó, incrédulo, con la rabia superando la sorpresa del plagio. Era aquel uno de los poemas que guardaba en su abrigo, escritos en un decrépito cuaderno, el mismo que pretendía  leerle aquella noche para conseguir el empleo. Palabra por palabra, estremecido por el mismo traqueteo que torció sus renglones en el tren que le inspiró hacía años. Corrió angustioso a arrancarlo del bolsillo y buscó desesperado entre sus páginas llenas de garabatos sin sentido; trazos perdidos marcados con furia hasta romper el papel. Nada de lo que escribió quedaba allí, sólo el arrebato artístico de un loco. Incapaz de comprender, cayó abatido sobre el sofá y quedó inmóvil con el peso tremendo de un dolor creciente frenando sus pensamientos y apagando sus recuerdos. Sus hijos, el bien más preciado, perdían el rostro y la forma en un delirio sin fondo y todo lo que fue se deslizaba imparable por la herida mortal  de su memoria.
- Despertó sobresaltado por los gritos alegres que llegaban de fuera pero callaron de pronto y parecieron tan falsos como su horrible pesadilla. El cuaderno seguía en su abrigo con los mismos versos en  sus hojas amarillas y no había nada escrito en el papel sobre la mesa. Temblaron sin embargo, aún, sus manos al anudarse la bufanda antes de marcharse y perdió el equilibrio cerca ya de la puerta cuando el reloj de pared le sorprendió con la primera nota de la media noche. Se detuvo entonces y esperó contando en silencio con un algo de tristeza enturbiando su inmenso alivio. Tres, cuatro…imaginó a su mujer marcando solemne el ritmo a los chiquillos…seis, siete…y a los niños casi atragantándose con las uvas…nueve, diez, once…
Se detuvo el reloj, incapaz de acabar con el año, pero de fuera llegaron otra vez los gritos de alegría de grandes y pequeños. Reconoció las voces de los suyos alejándose por el pasillo; “Papá, papá”, llamaron entre risas. Trató de contestar pero su voz se perdió con la última campanada y la puerta no cedió ni un milímetro tras su asalto final de furia desesperada.

La pared crujió cuando trató de recostarse y Said echó a correr sin tiempo para descubrir si había sido aquel ruido suficiente para delatarle. No se volvió al pie de la escalera cuando alguien gritó desde arriba “espera”, ni le siguieron cuando giró en el pasillo oscuro de vuelta a la nave inmensa. Su carrera retumbó en el vacío con estruendo pero el silencio le confortó de nuevo oculto entre sus cartones y sus cajas. “Fin de año…mueren solos”, recordó antes de echarse a llorar desconsolado.




lunes, 16 de diciembre de 2013

Una brizna de invierno

Acechó con paciencia al blanco cielo,
aguardó de las nubes un descuido
y se fugó, fingiendo estar dormido,
mecido por un viento gris de hielo.

Mil luces le guiaron desde el suelo
brillando en este valle del olvido;
mil sombras se apartaron y un gemido
de noche joven agitó su vuelo.

Miró la Navidad por las ventanas;
sonrisas de turrón, paz de salones,
abetos, bolas, reyes y campanas,
susurros, carcajadas y canciones.

Flotó un instante más (piruetas vanas
de estrella helada) entre los balcones.

martes, 10 de diciembre de 2013

Preludio de un cuento (Entre dos cartas)

Todos callaron después y la música se apoderó de la paz del desierto. Era una noche preciosa, la más serena de cuantas el firmamento les había ofrecido desde que comenzaron su viaje; miles de estrellas acompañando a una luna enorme que flotaba en los vientos templados del este y un negro bondadoso arropando a cada criatura que se tendiera sobre la arena. Los Magos esperaron a que su invitado acabara con los últimos postres antes de levantarse y salir al exterior. Una suave brisa agitó la lona que sujetaba el criado para abrirles paso y las palmeras susurraron sobre sus cabezas, mientras el manantial seguía impasible con su eterno suspirar de agua. Melchor iba delante con Baltasar, paseaban en silencio hacia la charca. Más atrás Gaspar y Hasim, agarrados del brazo, reían a carcajadas las bromas del comerciante y daban las buenas noches a cuantos les saludaban desde las tiendas.
Cuando llegaron a la orilla, Melchor se inclinó, mojó su mano en el agua negra y refrescó su frente con una caricia. Baltasar se sentó a su lado en uno de los cuatro asientos que los criados habían colocado momentos antes.
- ¿Es posible que una noche así pueda durar eternamente? – preguntó Hasim mientras se sentaba junto a Gaspar.
Nadie le contestó. Los cuatro guardaron silencio durante un buen rato, observando la luna flotar en la charca como un pedazo de hielo en las cálidas aguas del oasis. Algunos más se acercaron hasta allí y se sentaron en el suelo alrededor. Criados recién terminado su trabajo, pajes solitarios, mercaderes humildes del brazo de sus mujeres, muchachas soñadoras, niños bostezando en secreto, porteadores borrachos, peregrinos insomnes; todos se tendieron junto al agua y el campamento quedó reducido a un montón de lonas vacías bajo el ligero peso de la noche.
Al cabo de un rato el silencio se llenó de mil murmullos y en cada conversación (cientos de palabras sosteniéndose en la imperturbable calma del oasis) varias almas compartían el deleite de lo insustancial.
- ¡Ah, el amor! – suspiró Hasim.
Pero nadie le hizo caso y volvió a insistir:
- Imaginad por un momento lo que ha de estar sufriendo vuestro enamorado amigo.
Un gesto de indiferencia en el rostro de Gaspar fue lo único que obtuvo esta vez, pero el comerciante estaba dispuesto a llegar hasta el final y continuó:
- Cualquiera de los presentes – dijo, alzando la voz para captar su atención – sabe cuán poderoso es el amor. Todos hemos sufrido alguna vez sus violentos embates y algunos incluso hemos zozobrado en sus aguas. Sabed que no hay nada que pueda aplacar su infalible ataque, que nadie puede escapar de él, pues allá donde huyeras, hasta el fin de la tierra tal vez, te seguiría para inyectarte su veneno. No, amigos, no hay solución para este mal bendito que es el amor. Y si no me creéis escuchad lo que tengo que contaros.




sábado, 30 de noviembre de 2013

El regreso

Despierto solo en un vagón vacío.
Nubes y campo adornan mi ventana,
un sol atardecido se devana
en hilos blancos de temprano estío.

Hoy siento otro dolor que no es el mío,
ocupa mi interior otra desgana;
apenas queda ya de esta mañana
un beso en un adiós de junio frío.

No sé si imaginar que alguien me espera
en el andén de un pueblo abandonado;
tal vez un pobre viejo con chistera
sonría con su rostro demacrado
y me lleve de vuelta a aquel pasado
de triste luz, de sueño, de quimera.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Álvaro (Entre dos cartas)

Allí estaba, allí había estado siempre, detrás de las tinieblas, esperándola impasible, testigo de su angustia. Tembló de rabia al verlo y una mueca de asco espantó su rostro.
- Así que eras tú.
- Ya era hora, señorita.
- Veintiocho de Diciembre, claro. Ojala lo hubiera recordado antes. Es tan propio de ti.
Belén pasó a su lado sin mirarle y tras varios intentos fallidos metió la llave en la cerradura. Aún temblaba lo suficiente para que las palabras se le destrozaran en los labios.
- Esto no te lo perdono – balbuceó casi en un sollozo.
El muchacho, que había estado apoyado en la pared hasta ese momento, sacó las manos de los bolsillos, se irguió y volvió hacia ella un gesto de incomprensión que a Belén le supo a burla.
- Eres la persona más ridícula que conozco, estás loco.
- Pero bueno, ¿qué te pasa?
- Me has… – se le quebró la voz y prefirió callar.
Le dio la espalda y empujó la puerta.
- ¡Belén!
No respondió, pero se volvió a mirarle.
- Si te marchas no vas a saber que pinto aquí esta noche – dijo el muchacho con un logrado aire de misterio.
- Claro, estoy deseando oírlo – replicó con tanta ironía que el otro se quedó cortado, sorprendido por la falta de interés que su presencia, de habitual deseada, parecía despertar en Belén aquella madrugada.
Pero lejos de sentirse desanimado, reaccionó a tiempo para recuperar su eterna superioridad.
- No podías dejar de verme un día como hoy.
- ¿No?
Casi se puso colorado esta vez; aquello empezaba a desagradarle de verdad.
- Aún podemos gastarle una broma a alguien.
- ¿No has tenido suficiente?
La miró sorprendido, como si la cosa no fuera con él.
- Ten cuidado, no vayas a encontrar un fantasma que te pida que le sigas.
Como el rostro de su amigo siguió sin mudar su asombro, continuó:
- Reconoce que te has pasado.
No supo muy bien porqué, pero eso sí le ofendió. Dio un paso hacia ella para protestar pero Belén respondió de inmediato cerrando la puerta de un violento empujón.
- Además, no has conseguido asustarme lo más mínimo.
        Oyó como subía corriendo las escaleras. Se había quedado a un palmo de la puerta con la mano derecha apoyada en el marco de madera. Le aterraba admitirlo pero había sido incapaz de evitar acabar de tal manera. Vapuleado por aquella… Ya sabía, ya, que no merecía la pena. Aún esperó unos minutos, convencido en el fondo de que sólo una inocentada podía justificar aquella situación, pero como el frío no sabía de bromas, tuvo que apartarse del portal y, tras mirar furtivamente a su ventana, se alejó a toda prisa calle abajo.




martes, 26 de noviembre de 2013

XLIX

“¿Tienes un momento?”

El gesto de Miguel Ángel debía reflejar con fidelidad el desagrado que la visita le producía, pues el habitual tono imperativo de Rubio había sonado más bien a súplica dubitativa.

“¿Para?”

“Quiero tu experta opinión”, le aduló el gigante.

El de Medicina se apartó y dejó que pasara a su cuarto con la intención de no dedicarle más de un par de minutos. Bastante había tenido con soportar los reproches y los miedos exagerados de Nuria. Esta vez había sido él quien había llamado en un nuevo intento por convencerla para que volviera a la Facultad. Tras más de media hora al teléfono, había conseguido su compromiso a dejarse recoger la mañana siguiente al pie de su casa, pero la inagotable verborrea de su amiga le había levantado un dolor de cabeza que Rubio estaba atizando con su visita inesperada.

“¿Qué sabes del Rohypnol?”

Miguel Ángel exageró un gesto de sorpresa e ignorancia.

“Parece ser que es un tranquilizante”, se respondió a sí mismo.

“Pregúntaselo a los de Farmacia”

El otro pasó por alto el desdén de la sugerencia.

“¿Es ilegal?”

Miguel Ángel no disimuló un suspiro de hartazgo mientras se dirigía a la estantería. De allí tomó el voluminoso Vademecum y trató de enfocar su mirada dolorida sobre cientos de páginas que parecían idénticas, hasta que dio con el dichoso medicamento.

“Aquí está”.

“Ya lo sé; anulado”. El de Derecho había hecho sus propias indagaciones. “¿Quiere eso decir que no se puede recetar?”

“Supongo”.

Rubio exhaló un suspiro de ansiedad y la seriedad de su gesto se acentuó de manera preocupante.

“Pero esto ¿por qué se vende en la calle?”

“Tú sabrás”

“Si lo hubiera probado no te preguntaría. Dicen que tiene efectos muy potentes”.

“Y que en exceso podría ser peligroso”, añadió ante la apatía del otro. “Lo habrían encontrado en una autopsia, ¿verdad?”

Miguel Ángel reaccionó con una mirada incrédula que el otro no dudó en desafiar:

“Sé de buena tinta que Antonio tomó esas pastillas la noche que murió. Y que no quería que nadie se enterara”.

“Estoy seguro de que no las compró para ninguna otra cosa”, añadió precipitado, sin darle tiempo a hacer cábala alguna.

Y como Miguel Ángel permaneció impasible, Rubio prefirió concluir por no dejar lugar a la duda:

“No iba por ahí drogando chicas”.

El de Medicina cayó en la cuenta y no pudo evitar un gesto de repugnancia que halló réplica en otro, algo menos elocuente, en el rostro de su compañero.

“¿No habíamos quedado en que tu amigo era un dechado de virtudes y que no se merecía que aireáramos sus hábitos menos saludables?”

Rubio intentó media sonrisa conciliadora que no le salió menos hipócrita y amenazante de lo habitual.

“Mira; esto te lo he contado a ti porque hasta hace un momento había tenido la esperanza de que Antonio estuviera enfermo”.

Aquello sonó tan sorprendentemente sincero que Miguel Ángel se detuvo antes de abrirle la puerta para que saliera del cuarto.

“Que yo sepa, nunca se había metido nada que los demás no tomáramos. ¿Por qué lo haría esta vez?”

Rubio le miró como si esperara una respuesta y el otro comprendió que, en verdad, el matón había acudido con el deseo de que le ayudara.

“No se me ocurre…” Se interrumpió sin saber cómo seguir.

“Hace años fuisteis amigos”, le recordó.

“La gente cambia y yo ya no le conozco”, se le escapó el presente.

“Sabrás al menos en qué cambió tanto. Y no me digas que eso es cosa de psicólogos”.


La mera mención de aquel gremio le llenó a Miguel Ángel los ojos de lágrimas e, inexperto en aquellas lides, Rubio prefirió retirarse a verse en la tesitura de disculparse y consolarle. Al pasar a su lado, el gigante no pudo evitar, sin embargo, posarle una mano en el hombro y, sin mirarle, abrió la puerta y salió al pasillo.

martes, 19 de noviembre de 2013

Ánimas perdidas

Ha caído la tarde sorprendida,
emponzoñada de terror cercano;
ha suspirado “muerte” un viento arcano
(polizón de tranquila anochecida).
Ha susurrado el grito en carne herida,
ha resonado el llanto de un anciano,
el silencio de un niño sin su hermano
ha tronado de rabia estremecida.

Sólo quedan memorias olvidadas
en salones cerrados y desiertos,
espejos de reflejos tan inciertos
como el falso callar de madrugadas
que repiten las voces de los muertos
(“yo, ¿qué hago aquí?”) pueriles y aterradas.

jueves, 14 de noviembre de 2013

La liebre

Aceleró al sentir su presencia más cercana pero se aseguró de no alejarse demasiado y mantener así su ritmo prometedor.

Apenas restaban tres vueltas para el final. Le pareció sentirse inusualmente cómodo a esas alturas (las piernas  respondiendo aún a los latidos regulares y la respiración todavía controlada de su pecho) y tuvo que resistir la tentación de apretar algo más el paso, consciente de su papel imprescindible mas secundario.

Al comenzar la penúltima vuelta percibió a los aspirantes alborotándose por detrás. Girando a medias la cabeza comprobó que algún osado empezaba a testar las fuerzas de los favoritos y que el grupo se estiraba de manera irreversible.

Algo más que su orgullo profesional le animó a forzar un nuevo acelerón y volvió a comprobar con sorpresa que su cuerpo respondía como nunca antes.

La persecución se desbocó en zancadas descomunales pero la distancia que les separaba apenas se había reducido cuando cruzaron la línea de meta por penúltima vez.

La liebre se sintió flotar sobre la pista como si ya no necesitara posar los pies para seguir corriendo. En su pecho dejó de sentir las sístoles violentas y sus pulmones dejaron de dolerle. Al enfilar la recta final, el griterío del público enmudeció en sus oídos y todo cuanto vio fue el vació más delicioso interponerse en su camino hacia la gloria.

jueves, 24 de octubre de 2013

XLVIII

La actitud indignada de la madre no mudó lo más mínimo (más bien al contrario) al identificarse el inspector y Andrés no tuvo más remedio que interponer una torpe disculpa y argumentar cierta urgencia que él mismo no era capaz aún de tomar en serio.

Un par de semanas atrás, la chica había ya eludido declarar, aduciendo problemas de salud y su reciente hospitalización estaba retrasando aún más su colaboración. De poco sirvió que se empeñara en aclarar que no pretendía interrogarla formalmente sino simplemente confirmar si, como proclamaba la que decía ser su íntima amiga, cierto compañero de su malogrado exnovio le había confiado una secreta infidelidad del muchacho. A la madre de Charo aquello vino a sonarle a velada acusación y de inmediato se posicionó a la defensiva, mentando a la desesperada abogados y denuncias varias.

Andrés evitó su mirada directa. Él mismo había insistido en forzar la cooperación de su hija en cuanto se supo de la tremenda humillación pública a la que había sometido al psicólogo tan solo unos minutos antes de que le abrieran la cabeza y le arrojaran al río. Unido a su ya conocida relación con la primera victima, aquello la convertía en principal sospechosa pero, dada la crisis de ansiedad que los acontecimientos le habían provocado y llevado al hospital, a sus superiores no les resultó apropiado apoyar su inmediata intervención y la posteriores, inequívocas y claramente fidedignas declaraciones de tres de sus amigas la exculparon con coartadas aparentemente definitivas que aliviaron la urgencia por ponerla ante la justicia.

“Señora”, consiguió interrumpir, “no estoy insinuando que su hija tenga que ver con la muerte del chico”.

El inspector se detuvo un instante al comprobar que la mujer callaba también. No quería desvelar su fuente, pero tal vez la madre pudiera a sí mismo aclarar sus dudas.

“Comprendo que no esté en condiciones de hablar conmigo y me marcharé sin molestarla”. El inspector consiguió relajar el gesto de la mujer. “Pero a lo mejor puede usted ayudarme a aclarar cierto asunto”.

La madre de Charo se sujetó los bordes de la chaqueta y se cubrió cruzando, tensa, los brazos sobre el pecho.

“Parece ser que Charo supo que Antonio estaba con otra chica”.

“Ya habían cortado cuanto se mató”.

El inspector pasó por alto la intención de la mujer por tratar de evitar hablar de asesinato.

“Al parecer se lo dijo otro muchacho de la residencia de Antonio”.

La mujer meneó la cabeza en un signo de frustración.

“Mira que se lo advertimos”.

“Que no era de fiar”, casi preguntó Andrés.

“Pero, como siempre, a nosotros ni caso”.

Al inspector le pareció oportuno dejar que meditara sus próximas palabras.

“Tuvo que venir un extraño a abrirle los ojos”.

Ella suspiró incómoda y pareció dar por concluida su declaración.

“Quizás ese extraño no dijera la verdad y sólo pretendiera perjudicar al otro”.

La mujer volvió a negar, esta vez convencida de que estaba en lo cierto.

“Muchas cosas hace bien…”, empezó. Y se detuvo con una duda corrosiva que la salida al pasillo de una enfermera que se dirigió hacia ellos, despejó de un plumazo.

“…pero mi hija es una mentirosa de lo más torpe. Cuando me confesó que andaba con otra y le sugerí que no sería la única, me juró que no era ese tipo de persona, que no tenía motivos para dudar ni para tenerle miedo”.

La enfermera se excusó al interrumpirles para informar que Charo estaba preparada para la visita. El inspector se apresuró a despedirse con un gesto leve de su cabeza que la mujer aceptó en silencio antes de seguir los pasos de la joven hasta la habitación de su hija.

lunes, 21 de octubre de 2013

¡Sí!

Pronombre personal, locución verbal o adverbial, nombre masculino y adverbio indispensable y notabilísimo para la vida misma. Palabra escueta cargada de conocimiento y seguridad, de confianza propia y atribuida, expresión de satisfacción sin igual, de soluciones al límite, garante de aceptación, conformidad o beneplácito, muestra de esperanza cercana a la certeza (lejos del condicional que la ausencia de tilde le otorgaría).

Qué placer leérselo en los labios a Nadal después de un punto prodigioso, recordárselo íntimo y sincero a mi esposa el día de nuestra boda, concederlo generoso, afirmarlo complacido, contagiarse de la pasión arrolladora de Guille Milkyway al oírselo exclamado y cantarlo nosotros con similar entusiasmo.  

Poco haría yo sin este vocablo mágico, conjuro para éxitos y arenga para aventuras por afrontar. Ojalá pueda pronto pronunciar un  sí rotundo por motivos inherentes a la razón de este blog. Entre tanto seguiré gritándolo tan fuerte como mi ánimo me lo permita.



miércoles, 16 de octubre de 2013

Desde tribunas y estrados

No vayas a creer en las fugaces ideas de los vientos.
Son como siempre serán: descaradas, caprichosas,
indecentes para viejos y profetas.
Son los que mueven al rencor las voluntades,
los que no callan en la noche,
los que golpean las puertas a compases sempiternos de tormentas.

No dejes de cuidarte de sus tientos
que tan pronto son caricias como fueron bofetadas,
ni les sigas sus discursos venturosos,
pues arengan a los mares y a los cielos
por gozar al ver las olas exaltadas
y las nubes inundando el firmamento.

No te dejes atrapar por sus aromas,
no escuches sus susurros sensuales,
ni desees volar llevado en brazos
de un ejército de brisas tentadoras.

No te dejes embaucar, que todo es un engaño.
fíjate, escucha como suena en las quebradas;
no vayas a creer que es sólo el viento
el que aúlla de dolor mientras ríe a carcajadas.


viernes, 11 de octubre de 2013

XLVII

“Entonces, ¿estás segura?”

“Completamente”.

El inspector inspiró profundamente y terminó de abrocharse la gabardina. Afuera llovía con fuerza. Hacía ya casi cinco meses de la muerte del primer chico y el curso académico empezaba a tocar a su fin. Ese era el límite que se había marcado para resolver aquellos dos crímenes pues, con la llegada del verano, los muchachos se desperdigarían de vuelta a sus casas y cualquier pesquisa se complicaría sobremanera. Por eso resultaba fundamental concretar sus conjeturas, que hasta el momento no pasaban de meras intuiciones, con alguna evidencia de peso.

No es que la revelación que acababa de conocer fuera una prueba definitiva, pero de ser cierta, al menos le orientaba hacia un sujeto determinado sobre el que, desde su primer interrogatorio, ya había él centrado especial atención y que, de acuerdo a los más recientes informes, parecía comportarse cada vez de manera más recelosa y esquiva.

La joven se había presentado como amiga de la primera víctima y conocida de la segunda a través de una tercera persona a la que se había negado identificar al no estar ella al tanto de sus intenciones de declarar lo que, a su juicio, podía haber motivado la muerte de los dos estudiantes.

Andrés repasó los apuntes de su libreta cuando estuvo sentado en su coche al resguardo del incesante chaparrón que le procuraba cierta intimidad velando los cristales a torrentes de gotas desbocadas. “Novato….Medicina”, releyó los apuntes que escribió aquella tarde en presencia de Pablo mientras aquel chaval se esforzaba en disimular una inquietud terrible y de lo más sospechosa. Según ella, el chico andaba celoso de Antonio y también tenía pendencias con Romero. Con ambos le había visto de lo más soliviantado, enredado en discusiones y profiriendo amenazas que bien podía haber cumplido.

La testigo había dado muestras constantes de inquietud y, a buen seguro no hubiera resistido un interrogatorio en toda regla que, en cualquier caso, habría resultado innecesario sin verificar su más que dudosa fiabilidad. Con ese fin y deseando la total colaboración de la paciente, arrancó por fin y se incorporó al tráfico caótico de las calles del centro en dirección al Hospital Universitario.

lunes, 7 de octubre de 2013

Soltando lastre

Se sintió mal de repente, con una sensación nueva que le produjo cierta inquietud. De no haber sido porque se mantuvo en pie, diría que había caído inanimado y que quedaba tendido con una expresión serena que nunca hasta entonces había encontrado en reflejo alguno.

Quiso irse pero le pareció descortés abandonar de tal modo. De manera que esperó a que alguien se acercara y, sólo cuando un grupo de curiosos les hubo rodeado, decidió que era tiempo de marchar.

Con una ternura infinita de la que ya no se creía capaz, se agachó y acarició su rostro. Al tacto tembloroso de su mano, la piel le resultó flácida y fría. Supo así que había muerto y cerró sus ojos como cadáver que era.

jueves, 3 de octubre de 2013

El final de un instante

El instante decidió quedarse un poco más, animado por la absoluta inexistencia que le rodeaba. Avanzó cauto por aquella vasta extensión de vacío y de silencio y se observó estirado desde el comienzo mismo, creciendo necesario e imparable.

Pronto descubrió el placer incontrolado de continuar, de ocuparlo todo y, al cabo, comenzó a olvidarse de lo que fue y de dónde había partido. Una eternidad pasó devorando soledades pero jamás alcanzó el límite de aquella nada. Exhausto, el instante se detuvo y pensó que quería regresar.

Mas al volverse, ya no vio más que una masa gigantesca palpitando ansiosa por seguir; un número infinito de momentos que, al ver que no avanzaba, le engulleron sin piedad y olvidaron para siempre.

martes, 1 de octubre de 2013

XLVI

“¡Quieres escucharme!” Casi tuvo que gritar. “Tranquilízate”, añadió cubriéndose  la boca pegada al teléfono por si alguien pudiera oírle desde fuera. “Te digo que es imposible”.

“Y yo estoy segura de que le vi”, replicó aún más alterada.

Miguel Ángel suspiró nervioso, sintiendo la fiebre bullendo en su cabeza.

“¿Por qué iba a hacer algo así?”

“Pregúntaselo”, espetó indignada.

Tuvo que aguantarse el impulso de estrellar el teléfono contra la pared y, sólo por el inexplicable vínculo que les unía desde que se conocieron, se tragó los vulgares reproches que le vinieron a la cabeza. Que Gerardo hubiera de forma similar venido a provocarle otro inconveniente lazo afectivo (que en nada tenía que ver con la atracción que sentía por su amiga) era de sobra problemático dada la evidente animadversión que el uno sentía hacia la otra; pero los recientes acontecimientos y las últimas revelaciones estaban llevando el asunto a límites que empezaban a rayar lo ridículamente intolerable. Mariano se había referido a un novato capaz de actos criminales, el sexto sentido de Nuria otorgaba a Gerardo propiedades siniestras y tendencias asesinas y él mismo no podía dejar de darle vueltas a la rabia desmedida con que su amigo había pronunciado aquella pueril acusación contra Romero el día que admitió haber llorado por la muerte de Antonio.

Imaginarle, sin embargo, apostado entre las sombras del parque frente al piso de Nuria aguardando durante horas le resultaba tan difícil que volvió a sugerir que podría haberle confundido con alguien.

“Estaba ahí mismo”, insistió apartando con cautela el visillo.

Y aunque comprobó de nuevo con alivio que esta vez no estaba, volvió a recordar el escalofrío que la paralizo la noche anterior.

“Tuve que hacer de tripas corazón para ir a la Facultad esta mañana”

Miguel Ángel sintió la velada censura por sus persistentes ausencias.

“Hubiera preferido que se acercara con cualquier explicación. Pero no ha hecho más que seguir mirándome desde los bancos de arriba”.

Decidió no preguntarle cómo lo sabía y dejó que continuara.

“Creo que mañana no voy a ir”.

Aquello tuvo también que aceptarlo con toda su carga de responsabilidad.

“Seguro que no es para tanto”. Él mismo se sonó tan falso que no le sorprendió el inmediato improperio que recibió del otro lado ni el torrente de horribles vaticinios, lamentos y amenazas ahogadas en la evidente congoja de su amiga.

“Escucha”, tuvo que interrumpirla. “Gerardo no nos va a hacer ningún daño. Desde mañana te paso a buscar con el coche… Yo sólo”, aclaró. “Y cada tarde te llevaré de vuelta”.

Avergonzada por un llanto que ya no pudo controlar, Nuria acertó a pronunciar un par de palabras de agradecimiento, colgó el teléfono y se arrojó a la cama para seguir llorando.

En el otro extremo de la ciudad Miguel Ángel se dejó caer también de espaldas sobre el colchón durante un par de segundos. Hasta que tres golpes suaves y la voz de Gerardo (“¿Se puede?”) le encendieron una duda aterradora que se propagó vertiginosa por todo su cuerpo:


¿Cuánto tiempo habría estado escuchando detrás de la puerta?

domingo, 29 de septiembre de 2013

XLV

Tan pronto se encontraron solos en la portería, Miguel Ángel se arrepintió de haberle preguntado. Con gesto nervioso se pasó una mano por la frente aún caliente como si la fiebre de los últimos días pudiera justificar tamaña torpeza; un signo tal de debilidad que no sólo iba a infundirle al portero una sensación de excesiva confianza sino que, a buen seguro, convertiría sus inquietudes en dominio público.

Mariano, por su parte, también se sentía incómodo con el repentino gesto del muchacho y su propia disposición a un dialogo que podía serle de lo más inconveniente. Si lo que sabía valía dinero no iba a compartirlo con el chico; pero de alguna manera sentía la necesidad de contárselo a alguien, especialmente al percibir que el veterano también andaba tras algo que la policía aún podía ignorar. Apoyado en el mostrador con los brazos cruzados y tratando de no mudar el gesto, dejó que Miguel Ángel fuera el primero en hablar, pero al no soltar prenda el chico (que parecía haber mudado de pronto su presencia vulnerable) no pudo por menos que comenzar diciendo:

“Ese día había un jaleo que como para acordarse”.

“Claro”, aceptó el estudiante.

“¿Entonces?

El chico se encogió de hombros y Mariano meneó la cabeza.

“¿Quién iba a entrar en su cuarto con lo asustados que estabais todos?”

Miguel Ángel le miró con una sonrisa irónica y el portero tuvo que asentir cuando el muchacho apuntó:

“Seguro que todos no”.

“Bien muerto le había dejado”, aceptó el hombre.

“Pero tal vez se olvidara de algo”.

“¿Qué quieres decir?”  Marino sonó excesivamente intrigado por aquello.

“Alguien sacó algo de ese cuarto. Un enfermero de los que se llevó el cuerpo lo vio aquella tarde” añadió por fin con cierto alivio.

Mariano bajó la mirada y se sujetó las manos para que no le temblaran.

“¿El qué?”

“Tal vez algo que le incriminara”, conjeturó.

“¿Un pedazo de papel?”

La intensa mirada con la que Miguel Ángel le devolvió la pregunta le obligó a girarse hacia el tablón que colgaba de la pared, como si de repente hubiera recordado algún quehacer pendiente.

“No le cuentes esto a nadie”, le pidió Mariano al volverse de nuevo hacia él.

Había decidido que, fuera como fuese, debía distraer al muchacho de aquella idea absurda sobre una prueba escrita que bien podía haber pasado por sus manos y había destruido de forma tan irresponsable.

“Prométemelo”, insistió.

Miguel Ángel asintió en silencio. El portero había conseguido que no persistiera, pero iba a tener que traicionar a Pablo.

“No todos aquí sois trigo limpio”.

El estudiante no pudo evitar una carcajada corta que no sólo le dolió en la garganta.

“Un delincuente capaz de cualquier cosa”, continuó Mariano con desprecio.

“¿De quién hablas?”

El portero hizo un gesto de rechazo con la mano. Bastante le había contado ya.

“Sólo te digo que no debería haber sido aceptado…Y que bien merecidas tuvo aquellas novatadas”.

“¿Es alguno de los nuevos? ¿Qué hizo?”

“No puedo decirte más”, concluyó acercándose a la puerta. “Ya hablaremos otro día”, le despidió mientras le invitaba a salir. “Y de esto ni una palabra”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Bagatelas

Aprovechando un instante de inusitada calma y a fin de aligerar el peso acumulado de lo cotidiano, traté de distinguir lo primordial de lo intrascendente. Hube para ello de recopilar momentos, presencias, palabras, silencios… Todo aquello que pudiera provocarme un nudo en el estómago, una inspiración de aliento reparador o creativo, una inquietud, una esperanza.

Pero tras arduos esfuerzos me reconocí incapaz de adjudicar valores justos e imparciales; de otorgar contenido a frases huecas, buenas intenciones a miradas aviesas, relevancia a personajes insignificantes (todos ellos aparentemente necesarios y ciertamente inevitables).

Concluí por tanto que nada ha de ser imprescindible por mucho que lo pretendan y que sólo recubierto de una pátina de escepticismo y una buena dosis de hipócrita paciencia será posible caminar ligero entre tanto caos. 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

XLIV

Lamentaba profundamente haber quemado aquel pedazo de papel pues, tan absurdo como en un primer momento le había resultado, no podía dejar de pensar que también podría haberle puesto precio. No en vano, todo cuanto hasta entonces le era cotidiano entre aquellas paredes venía a despertar un interés superlativo en los agentes que aún les vigilaban, desesperados por hallar cualquier indicio que les aclarara el caso.

Apenas había cruzado palabra con el inspector desde que volvió a interrogarle y Pablo y él habían acordado restringir sus habituales reuniones a lo más estrictamente necesario por no dar lugar a sospechas ni malentendidos. De cualquier modo, el aspecto taciturno de ambos (creciente el de policía, menguante el del director) le hacía pensar que cada vez estaban más lejos de encontrar un asesino entre los chicos. Y aquello a Mariano le encendía una excitante sensación mucho más cercana a la euforia que al miedo o la decepción, pues enfocaba las sospechas sobre aquellos que faltaban; Martín entre ellos.

Volvió a leer el número escrito en el pedacito de papel que guardaba en la cartera y puso la mano sobre el teléfono. Recordó la angustia con que el director le había exhortado que no diera rienda suelta a sus dudas compartidas, pero supo que si no hacía la llamada era porque aún no había calculado cuánto debía pedir.

El portero guardó el papelito y se pasó una mano por la nuca. En un principio la periodista sólo había querido saber si el chico se alojaba allí y conocía al muchacho que se quitó la vida. La miseria que le ofreció al negarse no tuvo nada que ver con el desmesurado interés que no había podido ocultar cuando le llamó por última vez, un par de días después de que se hiciera pública la identidad del cadáver que sacaron del río.

“Mariano”.

El portero dio un respingo y se volvió, con un mal fingido gesto de interés.

“¿Puedo preguntarte algo?”

Esta vez su mueca de sorpresa fue genuina. Nunca antes Miguel Ángel se había acercado en actitud tan amistosa. Más bien al contrario; aquel engreído había aprovechado cualquier oportunidad para ningunearle y dejar bien claro quien era allí el cliente y quien había de servirle.

“Tú dirás”, replicó con desgana.

“¿Sabes si algún residente…” Pronunció con cautela “…entró en el cuarto de Antonio mientras le metían en la ambulancia para llevárselo?”

“¿Y eso?” Fue lo único que supo replicar sin demostrar el absoluto desconcierto que, unida a sus recientes inquietudes, vino a provocarle la pregunta del muchacho.

“Tú…” Titubeó el veterano “…estabas por allí”

El portero no pudo evitar cierta compasión al verle descomponerse de aquella forma; los ojos brillándole de lágrimas a punto de girarse de pura vergüenza, la voz temblándole como a un chiquillo. Algo sabía de sus pesares, pero hasta ese momento no había tenido la ocasión de comprobar por sí mismo los estragos que la muerte de su amigo empezaba a causar en el futuro médico.

Mariano tragó saliva y miró a ambos lados para cerciorarse de que estaban solos.

“Pasa”, le invitó.


Y cerró la puerta de su cuartucho con una incomodísima urgencia por contarlo todo.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El último verano

No son como antaño fueron esos mares,
los recuerdo más azules y valientes;
la arena de las playas se ha ensuciado
de basuras modernas
y las olas se han callado
ahogadas en el ruido de las gentes.

Ya no es el mismo el sol de mis recuerdos,
se ha alejado más de Dios
disfrazado de nublado
y, cansado de toldos y sombrillas,
estampa su venganza en nuestros cuerpos.

Extraño los tejados rojos de paredes blancas,
las palmeras quietas en los parques secos,
los caminos de polvo hacia el kiosco
perdidos entre campos y solares.

Ya no gritan los muchachos en las calles,
no me venden baratijas de nevera
de envoltorios desteñidos, pegajosos,
ni le saben los vinos a casera
a mis labios rodeados de sonrojo.

Ya no huelen las novelas
a papel a polvo y sal;
se han borrado tantas letras de las hojas
que avanzo temeroso en sus historias,
perdido el aliento en la premura
de hallar algo que me vuelva a emocionar.

No quisiera creer en tanto olvido,
he llegado a dudar de mi memoria;
si me quedo en la noche junto al mar,
donde el oscuro silencio
no distingue entre los tiempos,
encontraré mi cadáver de chiquillo,
mar adentro, arrastrado por las olas.

domingo, 8 de septiembre de 2013

XLIII

Volvió a soñar con ella y, como siempre, despertó angustiado por terribles pesadillas. Su mente enfermiza, empeñada en imaginar lo que sucedió desde aquel fatídico día, le ilustraba la tragedia de manera tan cruda que apenas era capaz de recordarla tal como la había conocido. Era, sin embargo, amparados en la impunidad de un dormir frágil y temeroso, cuando la rabia y el remordimiento le torturaban sin piedad con sueños truculentos; y el horror por verla así, añadido a la añoranza de lo que ya jamás sería, le sumían como aquella noche en una desazón cercana al delirio.

Giró sobre el colchón por no levantarse pero del otro lado le esperaban peores fantasmas; aquellos de cuyas muertes sí se sentía responsable. De repente, como una revelación, su mismo final se le presentó a él inevitable y apetecible; el único eterno remedio para tanto desconsuelo. No tuvo esta vez que imaginar el modo ni lamentar otra excusa cobarde para evadirla. Al volver a cerrar los ojos comprendió con una certeza desgarradora que esta vez no habría manera de declinar su reclamo tentador y que de una vez por todas había llegado su hora.

sábado, 10 de agosto de 2013

¿Feliz cumpleaños?

A punto de cumplirse un año de su salida a la luz y, ante sus infructuosos intentos de salir del anonimato, me dispuse hace unos días a revisar “Entre dos cartas” por enésima vez. Como en cada lectura previa, traté de ponerme en la piel del puñado de personas (casi todas conocidas) que han tenido el tiempo y el valor (o que cumplieron con el compromiso o cedieron a la curiosidad) de adentrarse en esta novela y de aquellas otras que desearía la leyeran también.

Como siempre empecé cauto y muy crítico, pero volví a aceptar su tal vez demasiado cándido comienzo como el único posible y, por respeto a aquel que fui, decidí no cambiarle ni una coma. ¿Quién sabe? Quizás una miríada de aguerridos lectores sucumbirán en este primer obstáculo (cual caballos y jinetes del “Grand National”) pero, como ya me advirtió una de mis más fervientes seguidoras, aquellos a quienes no les gusten los cuentos en ningún caso habrían llegado más allá del primero (ese que narra el amor y las desdichas de un pastor y la hija de un hechicero en pleno capítulo 3) justo antes de que Said haga acto de presencia de forma testimonial entre el desbarajuste de una caravana a punto de partir.

A aquellos que vuelvan un par de páginas más tras saber del muchacho, tal vez les sorprenda descubrir a Moses (un paje hasta entonces nada más que algo bravucón y bastante mujeriego) enredado en una intriga menor (comparada con las que le esperan en capítulos posteriores) adornada de versos envenenados y que, en breve, le llevará a un destierro disfrazado de misión audaz en compañía de Said.

Y el primer cambio de escenario habrá de colocaros (ávidos ya lectores de esta obra) en cualquiera de los pueblos o ciudades que vuestra memoria o imaginación considere oportuno para acoger las andanzas de Belén; joven soberbia, deseada, envidiada y aborrecida a partes iguales; inspiradora de aquella carta primera que a estas alturas comprendemos y asumimos sin ningún rubor.

En torno a ella y adquiriendo por momentos relevancia capital en esta historia, conoceréis a su egocéntrico amigo, Álvaro y a la desdichada Aurora. Todos ellos personajes de perfil actual que se resisten a involucrarse en la trama intemporal y fantástica de la novela, hasta que acosados y embaucados por Sara (narradora de cuentos, ángel maldito…) y Zenón, su despiadado secuaz, terminan por formar parte de este enredo de cuentos inacabados y compartidos, poemas, conjuros y leyendas que vienen a confluir en un momento de quietud universal; la ilusión colectiva de cuantos seguimos creyendo.

Aquellos que ya lo habéis leído os habréis percatado de que aún no he mencionado a los verdaderos promotores de esta odisea; personajes imprescindibles de infinidad de historias, tan reales o ficticios como cada cual desee: los tres Reyes Magos. Espero que (recuperado el símil ecuestre) su presencia fundamental aunque así mismo complementaria, no acabe por descabalgarlos a todos y que la apariencia infantil de la obra sólo sea un reclamo más para todo tipo de lectores hambrientos de sorpresas y de buena fe.

Al terminar su lectura unos días atrás, volví a convencerme de que a muchos emocionaría como a mí releer la carta final y recapitular esta o sus propias historias y recuerdos con un espíritu renovado, algo más optimista y bondadoso. Pero el tiempo dirá si “Entre dos cartas” pasa algún día de ser la fotografía de un muñecajo rojo (hilo conductor de gran parte del relato) y se convierte en bien preciado de tinta y de papel.

De momento no puedo más que recomendar que lo leáis en vuestros libros electrónicos u ordenadores (a través de la aplicación de Amazon) y que, si como espero os gusta, lo recomendéis por doquier a quienes puedan también disfrutar de ello. Ojalá que para su primer aniversario, la tendencia anodina y descorazonadora de “Entre dos cartas” se mueva por otros derroteros. De no ser así, siempre nos quedará la próxima Navidad.

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miércoles, 7 de agosto de 2013

viernes, 2 de agosto de 2013

XLII

Al inspector se le borró la sonrisa en cuanto la joven les dejó en la sala. A ciencia cierta se trataba de una sirvienta que, a buen seguro, luciría uniforme en otro tipo de veladas o para acomodar invitados de otra alcurnia. A ellos, sin embargo, les había recibido en su piso de provincias, un duplex acondicionado a todo lujo pero integrado aún en un bloque discreto en el casco antiguo de la ciudad. El magnate no debía de tener dirección fija y a Pablo aún le quedaba la duda de dónde se habría criado el infeliz de su hijo. Tal vez por el vínculo evidente del Colegio a la ciudad, cuya diócesis todavía financiaba el proyecto, a Martín le habían registrado con domicilio en aquella suntuosa vivienda, pero de sus conversaciones previas el director nada había podido averiguar de la vida privada del muchacho ni mucho menos sobre el execrable abuso del que se le había acusado.

Pablo conocía aquel pueblo grande demasiado bien para estar seguro de que, si el suceso hubiera acontecido en cualquiera de sus rincones y por más que el dinero o la intimidación hubieran podido exculparle, los rumores de lo sucedido habrían alcanzado ya cada balcón, cada tasca y cada parroquia de aquel plácido lugar.

“¿Qué le preocupa tanto?” Preguntó el inspector al sorprender al otro negando triste y en silencio con la cabeza.

“No se me vaya a acoquinar ahora”

El cura le miró con desprecio. Si aquel engreído supiera que ya se había reunido con ese personaje en varias ocasiones y que, en la última y en privado, le había dejado bien claro lo que pensaba de la “chiquillada” de su hijo. A menudo, desde que supo que les visitarían, se había preguntado si sería capaz de mantener la calma entre la soberbia insoportable del policía y el desdén del empresario, si podría guardar silencio y no revelar sus prejuzgadas sospechas. Le satisfizo imaginar la ira sorprendida del magnate al entregar a su hijo, pero el placer del inspector al aceptar su presa, le pareció incentivo suficiente para mantener el mismo papel de testigo silencioso de las anteriores visitas.

“Verá cómo no muerde”.

La puerta se abrió de repente como si la delicadeza de su madera fuera así mismo infalible aislante o su anfitrión hubiera empleado todo el sigilo del mundo para acercarse a la entrada sin hacer ruido alguno. La sonrisa insolente que llevaba en la cara le hizo suponer que había escuchado su último comentario y Andrés no pudo evitar bajar la mirada un instante al estrechar la mano que le ofreció.

“Padre”, se dirigió a Pablo acto seguido y, con un gesto magnánimo, les invitó a que volvieran a tomar asiento.

“Disculpen el retraso. Uno ya no sabe ni en el día que vive”, declaró, haciendo gala de una indeferencia forzada.

“¿Y su hijo?” Preguntó Andrés tras un carraspeo nervioso.

“También se olvidó”, explicó acentuando su sonrisa cínica.

El policía se removió en su butaca pero acompañó a Pablo en un silencio muy tenso.

“No nos engañemos, inspector”, continuó su anfitrión en un tono aún distendido mientras se levantaba y abría un mueble bar. “Si quieren interrogar otra vez a Martín tendrá que ser de manera formal y en presencia de nuestro abogado”.

Tal vez porque le dirigió una mirada desafiante al decir aquello, Pablo explotó mucho antes de lo que hubiera deseado:

“¿El mismo con el que arreglaron ese otro problemilla del muchacho?”.

El chorro de brandy se detuvo al temblarle el pulso por un instante, mientras se servía una copa.

“¿A ustedes, qué les pongo?” Preguntó, recuperada casi de inmediato la compostura.

Andrés hizo un gesto con la mano, declinando su invitación y el cura se mantuvo impasible. Calculaba sus siguientes palabras por si el hombre se empeñaba en no replicar pero, tras sentarse en un sofá frente a las dos butacas que ocupaban y posar su bebida con sumo cuidado sobre la mesita de cristal que les separaba, su anfitrión respondió:

“Como bien dice, aquel asunto se aclaró hace unos meses. La denuncia fue retirada y el caso se archivó; como sin duda habrá usted comprobado”, añadió dirigiéndose al inspector.

“Estamos al tanto” apuntó Andrés y, tras dudar un par de segundos, añadió:

“Sin embargo, señor Rupérez, no es por eso por lo que estamos aquí hoy ni de lo que nos gustaría hablar con su hijo”.

“Ya le digo que estaremos encantados en colaborar con la justicia cuando se nos requiera formalmente”.

El padre del chico insistía en el uso del plural, recalcando su intención de utilizar cada una de sus influencias para evitar cualquier tipo de implicación en ese o ningún otro asunto legal. Pablo se preguntó cual sería la opinión de aquel hombre sobre su hijo, si habría creído de verdad en la inocencia del chaval cuando le libró del castigo por forzar a la muchacha o sospecharía que estaba involucrado en la muerte de sus compañeros. Aunque en ocasiones había albergado el secreto deseo de haber formado su propia familia, el sacerdote (padre de tantos) nunca se había considerado un progenitor frustrado. Los niños eran para él criaturas inocentes, materia prima con que perpetuar doctrinas y ritos y los jóvenes, a quienes había dedicado la mayor parte de su apostolado, bocetos unas veces sencillos, otras inescrutables, de lo que él nunca llegaría a ser pero podía moldear a su estilo. A lo largo de los años algunos de aquellos proyectos habían culminado en resultados admirables de los que estar orgulloso. La mayoría, sin embargo, se habían malogrado entre el fracaso y la mediocridad. De todos ellos guardaba Pablo recuerdos y sentimientos tan variados y contradictorios que, a su entender, le daban mayor y más rica experiencia que a cualquier padre.

Pero aquello era distinto. Rupérez se enfrentaba a un miedo del que Pablo nunca sería capaz; la posibilidad de haber engendrado un monstruo y las responsabilidades encontradas de protegerlo y acusarlo.

“¿Cree usted que...?” Se atrevió a empezar.

“¿…Martín ha matado a esos críos?” Terminó el hombre por él.

El inspector le clavó una mirada tan severa que Pablo no pudo ni siquiera protestar.

“Me temo que le sobraban motivos para haberlo hecho”, declaró en un arrebato de indignada honestidad, “los mismos que usted le otorgó con su pasividad”.

“Romero, la segunda víctima, nunca…”, terció Andrés en un intento de redirigir la conversación por cauces más productivos.

“¿…Se mofó, ni maltrató a mi hijo?” Volvió a completar airado.

“Hagan el favor de salir de mi casa”, añadió forzando un tono más calmado en su voz al tiempo que se incorporaba y se dirigía a la puerta.

Los otros dos le siguieron en silencio hasta el rellano de la escalera.

“Ya me informarán dónde y cuándo acudir a declarar. O, tal vez, sean mis abogados quienes les citen a ustedes. Hasta entonces, buenos días”.

Cerró despacio, evitando un portazo y, por un instante, quedaron todos inmóviles a cada lado de la puerta hasta que el inspector tiró escaleras abajo sin preocuparle si Pablo le  seguía.

Aquella tarde, de regreso al colegio, el director no tuvo siquiera que sacar su libro. De sobra sabía que ninguno de los dos tenía la más mínima intención de dirigirse la palabra.

miércoles, 31 de julio de 2013

Metamorfosis

El desánimo se apoderó de él tan pronto la mujer le invitó a sentarse en la sala de espera con aquella sonrisa desganada y ese soniquete acostumbrado a la rutina. No lo conocía, pero el vestíbulo le recordó a otros muchos en los que ya había estado, muy parecido al suyo propio, que ya no le importaba cruzar cada mañana de camino a su despacho.

¡Qué nefasta costumbre la de recuperar el regusto amargo de vivencias pasadas con tan solo una pista, un pie minúsculo e insignificante! En cuanto estuvo sentado en una de las sillas rojas dispuestas en varias filas frente a la recepción acristalada donde haraganeaban las secretarias, se vio invadido por un sentimiento largamente olvidado de destierro, abandono y fracaso. De sobra sabía que lo que le había llevado hasta allí distaba mucho de sus iniciales y lamentables intentos por unirse a la empresa. Con los años, había alcanzado cierta experiencia y la reunión de aquella tarde no suponía más que un mero trámite burocrático. Pero no pudo evitar el mismo nudo del estómago y que el corazón volviera a encogérsele en el pecho; no logró sujetar la digna altura de sus hombros, ni la quietud honorable de sus manos, mientras su mirada se despeñaba a los abismos de sus peores infiernos.

Algunos rostros familiares cruzaron la estancia pero nadie pareció reconocerle, envuelto como estaba en aquella crisálida aberrante, involutiva y, por un instante creyó que iba a perderse para siempre.

Así habría sucedido de no ser porque, por aquel entonces, él conocía una verdad ajena a lugares y personas, innata, eterna y global que le hacía único y omnipotente. En ese preciso instante pudo reconocer aquella fuerza en el ser que era, pero también en aquel que fue, el que amenazaba con regresar. Muy consciente, su cuerpo fue recuperando la apariencia de su gloria interior y todo alrededor se puso a su servicio, como había de ser.

miércoles, 24 de julio de 2013

Arenga existencial

¡Un momento! Dos tal vez. Detengamos el artilugio. Guardemos silencio, respiremos despacio y pasemos por alto nuestras miradas atónitas y el orgullo ridículo que compartimos. Olvidemos nuestras palabras huecas y los términos más que nunca definitivos con los que justificamos esta creciente soledad.

Cerremos los ojos. Escuchemos de verdad. Permitámonos el placer de la ignorancia, el privilegio de comprender sin que nos expliquen, de estar seguros y confiar cuanto más dudas tengamos. Pues sólo sin llevar razón vamos a encontrar aquello que muchos ni siquiera hemos buscado. Lo mismo que intuimos por doquier en el brillo cotidiano del Universo que nos rodea.

Abramos, pues, la puerta de esta jaula. Dejemos de merodear entre nuestras propias sombras, de debatir el absurdo hasta la incongruencia más absoluta. Y salid conmigo quienes tengáis agallas; aquellos que aún retengan la sospecha original de que todo funciona y tiene sentido; a pesar de nuestro empeño infinito por convencernos de lo contrario.

miércoles, 17 de julio de 2013

XLI

Pablo había aceptado a regañadientes, consciente de que no le quedaba otra opción. De entre los catorce estudiantes que no se habían reincorporado, la falta de Martín era la que le causaba mayor incertidumbre. Cierto era que, de haber estado en sus manos, les habría mandado a todos a sus casas, asumiendo de inmediato el merecido castigo que, sin duda, ya habría sido dispuesto por los mismos jerarcas que le habían premiado con la dirección del Colegio un par de años atrás. Cómo se arrepentía de haber aceptado, de haber abandonado el seminario y sus quehaceres cotidianos de su parroquia de barrio. Andaría a estas horas enredado en tediosos ejercicios espirituales o ignorado en sermones solitarios ante un puñado de ancianas sordas, en vez de mareándose entre los renglones del libro que fingía leer para evitar cruzar palabra con Andrés.

Resultaba que el inspector conducía como un novato imberbe y acobardado, de manera que el suplicio del viaje obligado se extendió algo más de la acostumbrada hora y media que cualquier conductor competente hubiera empleado.

“¿Interesante?” Preguntó con bastante sorna.

“Ya ve; al paso que vamos, a lo mejor lo termino de un tirón”.

El otro sonrió ampliamente con el gesto más distendido y amable que jamás le hubiera visto. Diríase que había disfrutado cada instante desde que le abrió la puerta de su Volkswagen Golf después de hacerle esperar cuarto de hora  frente a la estación de autobuses al relente de otro amanecer de primavera tardía. Había esgrimido una disculpa muy torpe que no  dejaba lugar a la duda sobre su malintencionado retraso. El director le había dejado muy claro que, de ninguna manera, el resto de los alumnos debían enterarse de sus excursiones y por ello se habían citado lejos de la residencia. Bien podía también haberse negado, pero le pareció conveniente asistir a aquellas nuevas pesquisas que, con su decisión de no regresar, ese puñado de alumnos había atraído sobre sí. El inspector no había formulado acusaciones pero le conocía lo suficiente para saberle azuzado por una ilusión casi infantil por acorralar al sospechoso que hasta el momento parecía estársele escabullendo.

“¿Todavía cree que si su asesino hubiera abandonado el colegio, iba a estar esperándole en su casa?”

“Su alumno”, remarcó con retintín, “seguro que sí”.

Pablo no pudo evitar un respingo. Aquel uso específico del singular le incomodó sobremanera. Volvió la mirada sobre las páginas del libro temeroso de que, en verdad, el inspector supiera de sus cuitas. Nunca hasta entonces, en los cuatro viajes anteriores, había aludido de manera tan directa y personal a ninguno de los muchachos, de modo que aquel comentario vino a acentuar su creciente ansiedad.

“Por lo menos la  mañana salió clara”, divagó sin ningún criterio.

“Un día estupendo para haber visitado la dehesa”, apuntó aún jovial el policía, en referencia a la famosa finca que el empresario había adquirido en el último año.

“Cualquiera diría que le interesa a usted el padre más que el hijo”.

“No siempre se tiene la ocasión de conocer gente famosa, ni tan influyente”.

Pronunció aquel último adjetivo con una repentina seriedad de lo más reveladora. El inspector estaba pues al tanto del asunto que había dado con Martín en su institución y le había colocado bajo su tutela. Por un momento pensó que Mariano se había ido de la lengua pero, ante su mirada severa, el inspector replicó:

“Claro que usted también sabe con quien tratamos. Pero descuide, que hay temas que no hay porqué mentar…al menos por el momento”.


Pablo suspiró molesto y el policía aceleró a la salida de la última curva antes de que la ciudad se plantara majestuosa y más defensiva que nunca en el parabrisas manchado del coche.