La iglesia
quedó pequeña. Por todas partes se aglomeraban fieles habituales, advenedizos
eventuales y curiosos varios. Los bancos ya estaban atestados cuando Pablo
salió al altar acompañado de otros dos curas de aspecto severo y compungido y,
a medida que comenzaban las letanías, los laterales se fueron llenando hasta que
no quedó espació posible para acoger a unos cuantos que aún quedaron fuera.
La
madre de Antonio, abatida por una desesperación que al director le resultó esta
vez apropiada, se deshacía en lágrimas junto a su marido, que mantenía un aire
mayestático, erguido casi de manera exagerada, en el primer banco a la
izquierda del altar. En el de la derecha, otros familiares se confortaban entre
sollozos discretos y susurros entrecortados. Justo por detrás se habían ido
colocando remolones (por obligada devoción) los compañeros de aula del difunto
mezclados con sus amigos más íntimos, entre los que no se encontraba Charo, que
se había sentado con Miriam junto al inmenso pilar de una de las columnas al
fondo del templo.
Tal vez
el evento hubiera requerido de las dimensiones y la santidad de la catedral,
pero las circunstancias de su muerte no daban para excesos ni propagandas y a
todos pareció conveniente celebrar la obligada despedida en la parroquia local sin
más ceremonias que las imprescindibles.
Miriam
hubiera preferido que no fuera, pero al menos había logrado contenerla discreta
en un segundo o tercer plano, detrás incluso de sus compañeros de residencia,
que habían conseguido moderar su inicial e irreverente actitud casi jocosa, en
un respetuoso silencio en cuanto Pablo comenzó con el saludo inicial.
A
Miguel Ángel le sobró el segundo vistazo para descubrir el objeto de la obsesiva
atención que Romero demostraba con incesantes miradas que empezaban piadosas
hacia el rico artesonado de la nave central, se tornaban apreciativas al
recorrer los capiteles de las columnas que les flanqueaban y azoradas a medida
que giraban y descendían hasta el rostro desencajado de la muchacha que el de
medicina apenas recordaba haber visto un par de veces en compañía de Antonio.
En una de sus retiradas precipitadas, tras un fracción de segundo de gloriosa
visión, Miguel Ángel cruzó la suya con la aún extasiada de su amigo que, como
desasido de un cable salvador, mostró un rictus de pánico que al otro le
incomodó sobremanera.
“Ahora
sé a quien te referías el otro día”, susurró el veterano. “Entonces, eran
novios”, añadió con mala intención.
Gerardo
carraspeó nervioso desde el banco de atrás y, al volverse, le dedicó una mirada
estricta que casi le hizo sentirse culpable. El rumor de la congregación al
sentarse tras la lectura del evangelio, le sirvió de excusa para ignorarle otra
vez.
Nadie
prestó demasiada atención al sermón, por otra parte aséptico y escueto, que
Pablo dedicó a su finado pupilo. Quien más y quien menos tenía ya formada su
propia opinión de quién y cómo había sido Antonio y las palabras del cura no
lograron alterarlas lo más mínimo. Para aquellos que le apreciaron en vida, la
lágrima que Rubio se secó del ojo derecho antes que resbalara por su mejilla, fue motivo de orgullo gregario y notorio chismorreo para buena parte de la
comunidad universitaria durante los meses que siguieron. Los que no le tenían
como santo de su devoción y hasta aquellos que le aborrecían abiertamente, mantuvieron
también la misma emoción con que, forzados la mayoría, se habían acercado por
allí aquella mañana.
Miriam
escuchó las palabras generosas y conciliadoras
con las que Pablo concluyó su homilía como el que oye llover; la mirada
severísima clavada en el tipejo que había osado importunar a su amiga para
después pretenderla. Desde su última conversación con Romero, la indignación
que el otro le provocaba se había ido enturbiando de miedo y de envidia. Miedo
a volver a empezar con las inevitables precauciones y vigilancias, a no poder
mantenerlas en secreto esta vez; envidia por el inagotable influjo que su amiga
del alma seguía ejerciendo sobre todo aquel que tenía la fortuna de cruzarse
con ella. Viéndole allí, entre sus amigos, simulando un pesar que le era ajeno,
llevando su traición ante el Santísimo, volvió a convencerse de que ninguno de
ellos merecía la pena y de que bien podían darse por satisfechas si eran
capaces de mantenerles a raya, lejos de ellas.
Un murmullo general se esparció por los
últimos bancos al llegar el ofertorio.
“No
sabía yo que en los funerales también pasaran la bandeja”, protestó Roberto sin
ninguna gana de rascarse el bolsillo. Casi todos miraron para otro lado cuando
una anciana demasiado lenta y persistente se plantó en el pasillo al lado de
Díaz, quien mantuvo el tipo cuando la mujer meneó la cesta provocando el tintineo
acusatorio de unas escasas monedas. A su lado, Julián no pudo, sin embargo,
soportar el reclamo insistente y tuvo que dejar algo de calderilla. Los Vicente
debieron considerar que aquel era suficiente tributo conjunto pues le
dedicaron a la anciana una sonrisa muy sincera de agradecimiento invitándola a
seguir pasillo abajo.
“Démonos
fraternalmente la paz”.
Gerardo
resistió la tentación de tocarle en el hombro al comprobar que Miguel Ángel no
se giraba para tenderle la mano y de mala gana aceptó las de Carlos y Martín
que le flaqueaban en el banco. En silencio se maldijo por su falta de coraje
para desvelarle el secreto que le torturaba y que podía separarles para
siempre, pero recuperó la serenidad y fervor necesarios para salir a comulgar.
Al
verle incorporarse a la fila detrás de Gonzalo un temblor repentino obligó a
Pablo a sujetar el cáliz con firmeza. De haber confiado en la beatitud de todos
ellos habría suspirado de alivio al verles acercarse a recibir el cuerpo de
Cristo. Pero no le costaba imaginar cuán fácil le resultaría a un asesino
profanar la gracia de Dios comulgando en pecado mortal. Cuando llegó su turno,
el director le miró fijamente a los ojos antes de ofrecerle la eucaristía y, al
percibir la súplica fugaz de su mirada, le puso el pan en la boca sin
pronunciar palabra.
“Amén”,
replicó el muchacho sin embargo, dejándole abatido sin ánimo para darles la
bendición.