jueves, 26 de abril de 2012

Tránsitos


Andrómeda le contemplaba desde el firmamento. No es que él lo supiera, ni que le interesara en absoluto. Por entonces nada le importaba ya, más allá de la paz que le rodeaba y la belleza imponente de cuanto observaban sus ojos. Tuvo que esforzarse para mover su mano y sentir la suavidad de la hierba fresca, suficientemente mullida para acomodar su cabeza empapada.

La galaxia tampoco era consciente del cuerpo tumbado que miraba al cielo nocturno. Desde su remanso de vacío universal, sujeta al ajetreo de una aparente y eterna quietud, iluminaba vastísimas distancias de desolada negrura frente a otra mancha de luz que albergaba multitud de cuerpos celestes transitando en órbitas constantes entre estrellas descomunales y astros más modestos con mundos habitados de atmósfera espesa, océanos inabarcables, cordilleras abruptas y llanuras verdes como la que le sostenía.

Por su pie descalzo ascendía tranquila una hormiga que se detuvo en el borde del pantalón. La pierna doblada había dejado de dolerle y, en su pecho, la respiración se le había calmado hasta casi detenerse. Su mano izquierda sujetaba una brizna de hierba y la derecha descansaba junto a su cabeza, manchada de la sangre que manaba más lenta de su herida abierta. Unos metros por detrás el coche humeaba volcado en la cuneta, frente a la carretera solitaria.

Lo último que vieron sus ojos fue aquel punto de luz que comenzó a acercarse lentamente a medida que regresaba con la serenidad del que se sabe esperado. Parte de su esencia quedó en aquel prado, en los mares, las montañas y las nubes; parte se mezcló con la materia cósmica sin perder un ápice de su tamaño ni el impulso de su marcha.

No se detuvo al alcanzar Andrómeda.

Su energía continuó expandiéndose hasta volver al origen y ocuparlo todo.

domingo, 22 de abril de 2012

XV


La masiva congregación, abocada hacia la minúscula puerta abierta al fondo de la iglesia se sacudió su hálito de santidad y pesarosa benevolencia entre apretujones y ahogos. Romero se abrió paso por el menos concurrido lateral, sin perder de vista la coleta rubia de Charo, hasta quedar bloqueado por la multitud que atestaba el escaso par de metros que le separaban de ella.

Los minutos que siguieron fueron de frustrante abandono. Incapaces de moverse sino llevados por la masa, aguardaron estoicos a alcanzar la salida. Una vez fuera se desperdigaron por la placita para irse reagrupando algo después.

Roberto exageró un inmenso bostezo que no mereció comentario de sus amigos. Para algunos era su primer funeral y para ninguno había resultado plato de buen gusto.

“Quien me iba a decir a mí que iba a volver a pisar una iglesia”,  reflexionó en voz alta el mayor de los Vicente.

Julián meneó la cabeza pero sujetó sus impulsos evangelizadores por no soliviantar a su anticlerical amigo. A su lado, Díaz tiritaba bajo una chaqueta negra demasiado fina.

“¿A qué esperan esos?”, protestó con un gesto airado hacia Romero y Miguel Ángel que se habían quedado parados muy cerca de la puerta del templo. No muy lejos, Gerardo andaba remolón, como tratando de unírseles y, aunque nadie le dedicó el mínimo gesto con que darle pie a hacerlo, se pegó al lado de su compañero de facultad cuando éste dejó a Romero y se fue hacia ellos.

“Está esperando a alguien”, les informó.

Y sin más, tiraron para la residencia con la extraña sensación de un deber cumplido sólo a medias.


“¿Charo?”, acertó a pronunciar cuando la muchacha consiguió apartarse del grupo que aún retenía a Miriam entre susurros y reservados gestos de pesar.

“Soy Francisco”. “Nos conocimos en la fiesta de tu colegio”, añadió al comprobar la indiferencia de la chica. “Era amigo de Antonio”, mintió a la desesperada.

Charo esbozó entonces una sonrisa tan triste que al psicólogo se le turbó también el gesto, haciendo más creíble su pretendida amistad.

“Lo siento mucho”, balbuceó.

Ella siguió en silencio con la mirada en el suelo, a punto de echarse a llorar.

“No sabes cuánto me gustaría hacerte sentir mejor”, declaró sincero esta vez, con una seguridad que le sorprendió a él mismo y que a la chica le alivió un tanto su amargura.

“Gracias”, replicó, ofreciéndole unos ojos verdes muy cansados.

“Vámonos, Rosario”, ordenó Miriam con un tono tajante e inflexible que acompañó de una mirada demoledora que su amiga no pudo ver.

Charo dejó que le sujetara del brazo y ambas se alejaron, dejando a Romero a merced de un entusiasmo afligido y una enojosa confianza; temblándole las manos de frío y los labios de coraje; tratando desesperadamente de afianzar los inmediatos recuerdos de aquel encuentro fugaz, en memorias fidedignas con que alimentarse de su voz y de su rostro durante el éxodo penoso de un futuro incierto sin verla. 

jueves, 19 de abril de 2012

Manitas en la ventana y peces de colores

El hombre cerró la puerta con suavidad y quedó apoyado en ella, la mirada perdida en la penumbra de una casa que de pronto le parecía demasiado grande. Apenas estaba amaneciendo y el día entero se le antojaba inmenso e infranqueable. Sus pasos sobre la madera del suelo le resultaron ofensivos; el silencio, al detenerse, penetrante y venenoso. Arrebatado de una repentina ansiedad, salió de nuevo al jardín y se alejó unos pasos.

Tardó unos minutos en recuperar el aliento y el valor necesario para volverse hacia la casa; la puerta abierta invitándole a regresar, el ventanal descubierto bosquejando las sombras de su hogar.

Un prematuro rayo de sol alcanzó el cristal, delatando huellas de otros tiempos y encendiendo de reflejos el agua tranquila de un acuario sobre el alfeizar.

domingo, 15 de abril de 2012

XIV

La iglesia quedó pequeña. Por todas partes se aglomeraban fieles habituales, advenedizos eventuales y curiosos varios. Los bancos ya estaban atestados cuando Pablo salió al altar acompañado de otros dos curas de aspecto severo y compungido y, a medida que comenzaban las letanías, los laterales se fueron llenando hasta que no quedó espació posible para acoger a unos cuantos que aún quedaron fuera.

La madre de Antonio, abatida por una desesperación que al director le resultó esta vez apropiada, se deshacía en lágrimas junto a su marido, que mantenía un aire mayestático, erguido casi de manera exagerada, en el primer banco a la izquierda del altar. En el de la derecha, otros familiares se confortaban entre sollozos discretos y susurros entrecortados. Justo por detrás se habían ido colocando remolones (por obligada devoción) los compañeros de aula del difunto mezclados con sus amigos más íntimos, entre los que no se encontraba Charo, que se había sentado con Miriam junto al inmenso pilar de una de las columnas al fondo del templo.

Tal vez el evento hubiera requerido de las dimensiones y la santidad de la catedral, pero las circunstancias de su muerte no daban para excesos ni propagandas y a todos pareció conveniente celebrar la obligada despedida en la parroquia local sin más ceremonias que las imprescindibles.

Miriam hubiera preferido que no fuera, pero al menos había logrado contenerla discreta en un segundo o tercer plano, detrás incluso de sus compañeros de residencia, que habían conseguido moderar su inicial e irreverente actitud casi jocosa, en un respetuoso silencio en cuanto Pablo comenzó con el saludo inicial.

A Miguel Ángel le sobró el segundo vistazo para descubrir el objeto de la obsesiva atención que Romero demostraba con incesantes miradas que empezaban piadosas hacia el rico artesonado de la nave central, se tornaban apreciativas al recorrer los capiteles de las columnas que les flanqueaban y azoradas a medida que giraban y descendían hasta el rostro desencajado de la muchacha que el de medicina apenas recordaba haber visto un par de veces en compañía de Antonio. En una de sus retiradas precipitadas, tras un fracción de segundo de gloriosa visión, Miguel Ángel cruzó la suya con la aún extasiada de su amigo que, como desasido de un cable salvador, mostró un rictus de pánico que al otro le incomodó sobremanera.

“Ahora sé a quien te referías el otro día”, susurró el veterano. “Entonces, eran novios”, añadió con mala intención.

Gerardo carraspeó nervioso desde el banco de atrás y, al volverse, le dedicó una mirada estricta que casi le hizo sentirse culpable. El rumor de la congregación al sentarse tras la lectura del evangelio, le sirvió de excusa para ignorarle otra vez.

Nadie prestó demasiada atención al sermón, por otra parte aséptico y escueto, que Pablo dedicó a su finado pupilo. Quien más y quien menos tenía ya formada su propia opinión de quién y cómo había sido Antonio y las palabras del cura no lograron alterarlas lo más mínimo. Para aquellos que le apreciaron en vida, la lágrima que Rubio se secó del ojo derecho antes que resbalara por su mejilla, fue motivo de orgullo gregario y notorio chismorreo para buena parte de la comunidad universitaria durante los meses que siguieron. Los que no le tenían como santo de su devoción y hasta aquellos que le aborrecían abiertamente, mantuvieron también la misma emoción con que, forzados la mayoría, se habían acercado por allí aquella mañana.

Miriam escuchó las palabras generosas y conciliadoras  con las que Pablo concluyó su homilía como el que oye llover; la mirada severísima clavada en el tipejo que había osado importunar a su amiga para después pretenderla. Desde su última conversación con Romero, la indignación que el otro le provocaba se había ido enturbiando de miedo y de envidia. Miedo a volver a empezar con las inevitables precauciones y vigilancias, a no poder mantenerlas en secreto esta vez; envidia por el inagotable influjo que su amiga del alma seguía ejerciendo sobre todo aquel que tenía la fortuna de cruzarse con ella. Viéndole allí, entre sus amigos, simulando un pesar que le era ajeno, llevando su traición ante el Santísimo, volvió a convencerse de que ninguno de ellos merecía la pena y de que bien podían darse por satisfechas si eran capaces de mantenerles a raya, lejos de ellas.

 Un murmullo general se esparció por los últimos bancos al llegar el ofertorio.

“No sabía yo que en los funerales también pasaran la bandeja”, protestó Roberto sin ninguna gana de rascarse el bolsillo. Casi todos miraron para otro lado cuando una anciana demasiado lenta y persistente se plantó en el pasillo al lado de Díaz, quien mantuvo el tipo cuando la mujer meneó la cesta provocando el tintineo acusatorio de unas escasas monedas. A su lado, Julián no pudo, sin embargo, soportar el reclamo insistente y tuvo que dejar algo de calderilla. Los Vicente debieron considerar que aquel era suficiente tributo conjunto pues le dedicaron a la anciana una sonrisa muy sincera de agradecimiento invitándola a seguir pasillo abajo.

“Démonos fraternalmente la paz”.

Gerardo resistió la tentación de tocarle en el hombro al comprobar que Miguel Ángel no se giraba para tenderle la mano y de mala gana aceptó las de Carlos y Martín que le flaqueaban en el banco. En silencio se maldijo por su falta de coraje para desvelarle el secreto que le torturaba y que podía separarles para siempre, pero recuperó la serenidad y fervor necesarios para salir a comulgar.

Al verle incorporarse a la fila detrás de Gonzalo un temblor repentino obligó a Pablo a sujetar el cáliz con firmeza. De haber confiado en la beatitud de todos ellos habría suspirado de alivio al verles acercarse a recibir el cuerpo de Cristo. Pero no le costaba imaginar cuán fácil le resultaría a un asesino profanar la gracia de Dios comulgando en pecado mortal. Cuando llegó su turno, el director le miró fijamente a los ojos antes de ofrecerle la eucaristía y, al percibir la súplica fugaz de su mirada, le puso el pan en la boca sin pronunciar palabra.

“Amén”, replicó el muchacho sin embargo, dejándole abatido sin ánimo para darles la bendición.

jueves, 12 de abril de 2012

La recepción

Supo que no quería quedarse desde el momento justo en que llegó. Demasiado alboroto para su gusto, mucho ir y venir de gentes elegantes y  exceso de palabrería y gestos vacíos. Le habían dicho que le acogerían con los brazos abiertos y así fue. El agasajo resulto tan desmedido y falso que apenas hubo puesto un pie en la estación, resolvió que, con las mismas, se marcharía en el siguiente tren que abandonara el lugar. No se lo comunicó allí mismo, consciente de que tal descortesía podría disgustarles y decidió mostrase cordial y tan agradecido como le fuera posible.

Ni siquiera sabía para qué le habían convocado, los términos de la oferta eran demasiado vagos, pero empezaba a intuir que sus expectativas excedían ampliamente cuanto él podía o estaba dispuesto a ofrecerles. Aceptó cada gesto de bienvenida con una sonrisa, pero no pronunció una palabra. Debía calcular con cuidado la excusa para rechazar su oferta y prefirió no dar muestras de disgusto hasta que no se hallara en privado con quien estuviera al cargo de aquel recibimiento. Le diría que, muy a su pesar, iba a serle imposible aceptar su hospitalidad pues asuntos de gran importancia requerían su inmediato regreso.

Para cuando descendió del estrado, entre vítores y alabanzas, el desagrado se le había transformado en franca repulsa que, a duras penas, logró disimular mientras le llevaban a una sala de espera acristalada donde una multitud sonriente continuó observándole mientras se sentaba en una silla frente a una mesa vacía. Sin mirarles, percibió la corrosiva atención bobalicona de sus espectadores, y, tratando de ignorarles, calculó el discurso justo que habría de sacarle de allí.

Pero le fallaron las palabras y la memoria.  En cuanto la puerta del despacho se cerró a su espalda y se encontró enfrentado a cinco sonrisas idénticas, atravesado por sus diez ojos rapaces, el objeto de sus pesares se diluyó de inmediato, dejándole a merced de una inquietud injustificada y eterna que sólo supo disimular con el mismo gesto afable de cuantos desde entonces y para siempre, compartieron su común existencia.

domingo, 8 de abril de 2012

XIII

“¿No habrás contado nada?”

Romero no percibió  advertencia alguna en la repentina pregunta de Miriam, sino la misma urgencia que unos días atrás había empleado en insinuarle que hablara con él. Hizo como que no la había oído mientras salía del aula para calcular la respuesta más adecuada. El súbito interés de su amiga le había reavivado la romántica obsesión que el fugaz encuentro con Charo unos meses atrás le había encendido y a la que los más recientes acontecimientos dotaban de una inesperada esperanza.

Por no dejar pasar la oportunidad, se volvió con un mal disimulado gesto de sorpresa que la otra recibió con otro de sincero alivio.

“Que si has contado algo”.

“Lo siento…”, empezó Romero.

“¿A quien?”

El muchacho le confirmó sus mejores presagios.

“Ya te dije que…”

Suficiente como protesta ficticia, la chica prosiguió el interrogatorio:

 “Bueno, ¿qué le contaste?”

“Pues eso…que Charo y Antonio habían cortado”.

Innecesaria ya la hipócrita fachada, Miriam asintió satisfecha. De ninguna manera habría consentido que un estudiante (capaz de difundir el bulo por toda la ciudad) y una paletilla despechada, hubieran imaginado por un momento que su íntima amiga era de las que le consiente infidelidades a un chulito de tres al cuarto. Seguro que Charo se lo agradecía algún día.

“Me pidió que…”, interrumpió Romero sus reflexiones, temeroso de que, como así parecía, la otra diera por zanjado el asunto, “…le dijera que lo siente mucho”, improvisó sonrojándose hasta las orejas.

La mueca de sorpresa de la chica le resultó tan vejatoria como desconcertante.

“¡Qué lo va a sentir!”, espetó despectiva, clavándole una mirada que no le dejó más opción que seguir inventando.

“Pues parecía muy afectado”.

“Ese lo que tiene es un trastorno de inestabilidad emocional que no puede con él”.

Romero valoró el diagnóstico con aire profesional, pero antes de que pudiera formular su propia opinión, Miriam continuó:

“¿Pues detrás de que andará?”

En el tono de la otra, el chico intuyó a lo que se refería y, para evitar que se llevara a engaño, intentó justificarle:

“¡Oye! Que era su compañero”.

“Pues vaya compañero”, criticó Miriam, ante la creciente estupefacción de Romero.

“Tú qué sabrás”, replicó casi indignado.

Miriam, que se había alejado unos pasos hacia la calle, se volvió con un insoportable aire de superioridad.

“Tú si que estás en la inopia”.

A Romero no se le ocurrió qué más decir y dejó que se fuera. Con una inquietud mucho mayor que la decepción por no haber logrado una cita con Charo, tiró para la residencia a toda prisa, como apremiado por una urgencia desconocida y muy molesta.

Miriam no pudo quitarse de la cabeza la desagradable idea de que aquel don nadie, que además había resultado ser un traidor chismoso, pudiera estar pensando en aprovecharse de la fragilidad de su amiga. Para cuando se hubo encerrado en su cuarto de un escandaloso portazo, una ira desmedida le roía las entrañas y, a duras penas, logró disimularla para bajar al comedor.

jueves, 5 de abril de 2012

Tras tus pasos


Cuánto añoro el dolor y el sufrimiento,
la muerte desfilando por las calles.
Echo de menos la alegría insana
de toda tu belleza desangrada
colgada en dos maderos.

Cómo olvidar la esquila repicando
entre el paso arrastrado de fantasmas
de ojos torvos y manos ateridas,
aguantando sus cirios derretidos
en lágrimas de cera.

Eccehomo de espalda descarnada,
de ojos entreabiertos que no miran,
de cabeza torcida y pelo sucio;
descoyuntado al desfilar del paso
por calles empinadas.
 
La sombra de tu cruz en la muralla
nos vuelve a señalar de amor y culpa.

Ignoraré la burla y el escarnio
en procesión festiva acostumbrados;
asistiré azorado a tu agonía
entre esa multitud que año tras año
te acompaña al calvario en primavera;
hasta que un día, falsas penitentes,
nuestras manos, cobardes y serenas,
te maten para siempre.

lunes, 2 de abril de 2012

El alma por un pico


Un fin de semana mezclando, intoxicado hasta la nausea, perdido, confuso, gritando en cien portales y cada vez más ignorado. Nunca creyó que sería tan adictivo, tan necesariamente urgente; que, tras unos comienzos inofensivos y reconfortantes, perdería el control en autoimpuestas fechas límite cada vez más rígidas y cercanas y en objetivos inalcanzables. Las primeras mezclas de letras  y de cifras se saldaron con alguna indigestión ocasional que pudo sobrellevar con perseverancia, dedicación y grandes dosis de optimismo; pero a medida que los números  siguieron sin cuadrar y las estadísticas se aplanaron cual encefalograma de difunto, la ansiedad y el desánimo le fueron dominando hasta dejarle a merced de los efectos efímeros de aquella  droga virtual y bendita que no estaba dispuesto a abandonar.