domingo, 8 de abril de 2012

XIII

“¿No habrás contado nada?”

Romero no percibió  advertencia alguna en la repentina pregunta de Miriam, sino la misma urgencia que unos días atrás había empleado en insinuarle que hablara con él. Hizo como que no la había oído mientras salía del aula para calcular la respuesta más adecuada. El súbito interés de su amiga le había reavivado la romántica obsesión que el fugaz encuentro con Charo unos meses atrás le había encendido y a la que los más recientes acontecimientos dotaban de una inesperada esperanza.

Por no dejar pasar la oportunidad, se volvió con un mal disimulado gesto de sorpresa que la otra recibió con otro de sincero alivio.

“Que si has contado algo”.

“Lo siento…”, empezó Romero.

“¿A quien?”

El muchacho le confirmó sus mejores presagios.

“Ya te dije que…”

Suficiente como protesta ficticia, la chica prosiguió el interrogatorio:

 “Bueno, ¿qué le contaste?”

“Pues eso…que Charo y Antonio habían cortado”.

Innecesaria ya la hipócrita fachada, Miriam asintió satisfecha. De ninguna manera habría consentido que un estudiante (capaz de difundir el bulo por toda la ciudad) y una paletilla despechada, hubieran imaginado por un momento que su íntima amiga era de las que le consiente infidelidades a un chulito de tres al cuarto. Seguro que Charo se lo agradecía algún día.

“Me pidió que…”, interrumpió Romero sus reflexiones, temeroso de que, como así parecía, la otra diera por zanjado el asunto, “…le dijera que lo siente mucho”, improvisó sonrojándose hasta las orejas.

La mueca de sorpresa de la chica le resultó tan vejatoria como desconcertante.

“¡Qué lo va a sentir!”, espetó despectiva, clavándole una mirada que no le dejó más opción que seguir inventando.

“Pues parecía muy afectado”.

“Ese lo que tiene es un trastorno de inestabilidad emocional que no puede con él”.

Romero valoró el diagnóstico con aire profesional, pero antes de que pudiera formular su propia opinión, Miriam continuó:

“¿Pues detrás de que andará?”

En el tono de la otra, el chico intuyó a lo que se refería y, para evitar que se llevara a engaño, intentó justificarle:

“¡Oye! Que era su compañero”.

“Pues vaya compañero”, criticó Miriam, ante la creciente estupefacción de Romero.

“Tú qué sabrás”, replicó casi indignado.

Miriam, que se había alejado unos pasos hacia la calle, se volvió con un insoportable aire de superioridad.

“Tú si que estás en la inopia”.

A Romero no se le ocurrió qué más decir y dejó que se fuera. Con una inquietud mucho mayor que la decepción por no haber logrado una cita con Charo, tiró para la residencia a toda prisa, como apremiado por una urgencia desconocida y muy molesta.

Miriam no pudo quitarse de la cabeza la desagradable idea de que aquel don nadie, que además había resultado ser un traidor chismoso, pudiera estar pensando en aprovecharse de la fragilidad de su amiga. Para cuando se hubo encerrado en su cuarto de un escandaloso portazo, una ira desmedida le roía las entrañas y, a duras penas, logró disimularla para bajar al comedor.

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