Romero no percibió advertencia alguna en la repentina pregunta de Miriam, sino la misma urgencia que unos días atrás había empleado en insinuarle que hablara con él. Hizo como que no la había oído mientras salía del aula para calcular la respuesta más adecuada. El súbito interés de su amiga le había reavivado la romántica obsesión que el fugaz encuentro con Charo unos meses atrás le había encendido y a la que los más recientes acontecimientos dotaban de una inesperada esperanza.
Por no
dejar pasar la oportunidad, se volvió con un mal disimulado gesto de sorpresa
que la otra recibió con otro de sincero alivio.
“Que si
has contado algo”.
“Lo
siento…”, empezó Romero.
“¿A
quien?”
El
muchacho le confirmó sus mejores presagios.
“Ya te
dije que…”
Suficiente
como protesta ficticia, la chica prosiguió el interrogatorio:
“Bueno, ¿qué le contaste?”
“Pues
eso…que Charo y Antonio habían cortado”.
Innecesaria
ya la hipócrita fachada, Miriam asintió satisfecha. De ninguna manera habría
consentido que un estudiante (capaz de difundir el bulo por toda la ciudad) y
una paletilla despechada, hubieran imaginado por un momento que su íntima amiga
era de las que le consiente infidelidades a un chulito de tres al cuarto.
Seguro que Charo se lo agradecía algún día.
“Me
pidió que…”, interrumpió Romero sus reflexiones, temeroso de que, como así
parecía, la otra diera por zanjado el asunto, “…le dijera que lo siente mucho”,
improvisó sonrojándose hasta las orejas.
La
mueca de sorpresa de la chica le resultó tan vejatoria como desconcertante.
“¡Qué
lo va a sentir!”, espetó despectiva, clavándole una mirada que no le dejó más
opción que seguir inventando.
“Pues
parecía muy afectado”.
“Ese lo
que tiene es un trastorno de inestabilidad emocional que no puede con él”.
Romero
valoró el diagnóstico con aire profesional, pero antes de que pudiera formular
su propia opinión, Miriam continuó:
“¿Pues
detrás de que andará?”
En el
tono de la otra, el chico intuyó a lo que se refería y, para evitar que se
llevara a engaño, intentó justificarle:
“¡Oye!
Que era su compañero”.
“Pues
vaya compañero”, criticó Miriam, ante la creciente estupefacción de Romero.
“Tú qué
sabrás”, replicó casi indignado.
Miriam,
que se había alejado unos pasos hacia la calle, se volvió con un insoportable aire
de superioridad.
“Tú si
que estás en la inopia”.
A
Romero no se le ocurrió qué más decir y dejó que se fuera. Con una inquietud
mucho mayor que la decepción por no haber logrado una cita con Charo, tiró para
la residencia a toda prisa, como apremiado por una urgencia desconocida y muy
molesta.
Miriam
no pudo quitarse de la cabeza la desagradable idea de que aquel don nadie, que
además había resultado ser un traidor chismoso, pudiera estar pensando en
aprovecharse de la fragilidad de su amiga. Para cuando se hubo encerrado en su
cuarto de un escandaloso portazo, una ira desmedida le roía las entrañas y, a
duras penas, logró disimularla para bajar al comedor.
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