La
masiva congregación, abocada hacia la minúscula puerta abierta al fondo de la
iglesia se sacudió su hálito de santidad y pesarosa benevolencia entre
apretujones y ahogos. Romero se abrió paso por el menos concurrido lateral, sin
perder de vista la coleta rubia de Charo, hasta quedar bloqueado por la
multitud que atestaba el escaso par de metros que le separaban de ella.
Los
minutos que siguieron fueron de frustrante abandono. Incapaces de moverse sino
llevados por la masa, aguardaron estoicos a alcanzar la salida. Una vez fuera se
desperdigaron por la placita para irse reagrupando algo después.
Roberto
exageró un inmenso bostezo que no mereció comentario de sus amigos. Para
algunos era su primer funeral y para ninguno había resultado plato de buen
gusto.
“Quien
me iba a decir a mí que iba a volver a pisar una iglesia”, reflexionó en voz alta el mayor de los
Vicente.
Julián
meneó la cabeza pero sujetó sus impulsos evangelizadores por no soliviantar a
su anticlerical amigo. A su lado, Díaz tiritaba bajo una chaqueta negra
demasiado fina.
“¿A qué
esperan esos?”, protestó con un gesto airado hacia Romero y Miguel Ángel que se
habían quedado parados muy cerca de la puerta del templo. No muy lejos, Gerardo
andaba remolón, como tratando de unírseles y, aunque nadie le dedicó el mínimo
gesto con que darle pie a hacerlo, se pegó al lado de su compañero de facultad
cuando éste dejó a Romero y se fue hacia ellos.
“Está
esperando a alguien”, les informó.
Y sin
más, tiraron para la residencia con la extraña sensación de un deber cumplido
sólo a medias.
“¿Charo?”,
acertó a pronunciar cuando la muchacha consiguió apartarse del grupo que aún
retenía a Miriam entre susurros y reservados gestos de pesar.
“Soy
Francisco”. “Nos conocimos en la fiesta de tu colegio”, añadió al comprobar la
indiferencia de la chica. “Era amigo de Antonio”, mintió a la desesperada.
Charo
esbozó entonces una sonrisa tan triste que al psicólogo se le turbó también el
gesto, haciendo más creíble su pretendida amistad.
“Lo
siento mucho”, balbuceó.
Ella
siguió en silencio con la mirada en el suelo, a punto de echarse a llorar.
“No
sabes cuánto me gustaría hacerte sentir mejor”, declaró sincero esta vez, con
una seguridad que le sorprendió a él mismo y que a la chica le alivió un tanto
su amargura.
“Gracias”,
replicó, ofreciéndole unos ojos verdes muy cansados.
“Vámonos,
Rosario”, ordenó Miriam con un tono tajante e inflexible que acompañó de una
mirada demoledora que su amiga no pudo ver.
Charo
dejó que le sujetara del brazo y ambas se alejaron, dejando a Romero a merced
de un entusiasmo afligido y una enojosa confianza; temblándole las manos de
frío y los labios de coraje; tratando desesperadamente de afianzar los
inmediatos recuerdos de aquel encuentro fugaz, en memorias fidedignas con que
alimentarse de su voz y de su rostro durante el éxodo penoso de un futuro
incierto sin verla.
Hermoso relato. El pasado de alguna manera vuelve...
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