domingo, 22 de abril de 2012

XV


La masiva congregación, abocada hacia la minúscula puerta abierta al fondo de la iglesia se sacudió su hálito de santidad y pesarosa benevolencia entre apretujones y ahogos. Romero se abrió paso por el menos concurrido lateral, sin perder de vista la coleta rubia de Charo, hasta quedar bloqueado por la multitud que atestaba el escaso par de metros que le separaban de ella.

Los minutos que siguieron fueron de frustrante abandono. Incapaces de moverse sino llevados por la masa, aguardaron estoicos a alcanzar la salida. Una vez fuera se desperdigaron por la placita para irse reagrupando algo después.

Roberto exageró un inmenso bostezo que no mereció comentario de sus amigos. Para algunos era su primer funeral y para ninguno había resultado plato de buen gusto.

“Quien me iba a decir a mí que iba a volver a pisar una iglesia”,  reflexionó en voz alta el mayor de los Vicente.

Julián meneó la cabeza pero sujetó sus impulsos evangelizadores por no soliviantar a su anticlerical amigo. A su lado, Díaz tiritaba bajo una chaqueta negra demasiado fina.

“¿A qué esperan esos?”, protestó con un gesto airado hacia Romero y Miguel Ángel que se habían quedado parados muy cerca de la puerta del templo. No muy lejos, Gerardo andaba remolón, como tratando de unírseles y, aunque nadie le dedicó el mínimo gesto con que darle pie a hacerlo, se pegó al lado de su compañero de facultad cuando éste dejó a Romero y se fue hacia ellos.

“Está esperando a alguien”, les informó.

Y sin más, tiraron para la residencia con la extraña sensación de un deber cumplido sólo a medias.


“¿Charo?”, acertó a pronunciar cuando la muchacha consiguió apartarse del grupo que aún retenía a Miriam entre susurros y reservados gestos de pesar.

“Soy Francisco”. “Nos conocimos en la fiesta de tu colegio”, añadió al comprobar la indiferencia de la chica. “Era amigo de Antonio”, mintió a la desesperada.

Charo esbozó entonces una sonrisa tan triste que al psicólogo se le turbó también el gesto, haciendo más creíble su pretendida amistad.

“Lo siento mucho”, balbuceó.

Ella siguió en silencio con la mirada en el suelo, a punto de echarse a llorar.

“No sabes cuánto me gustaría hacerte sentir mejor”, declaró sincero esta vez, con una seguridad que le sorprendió a él mismo y que a la chica le alivió un tanto su amargura.

“Gracias”, replicó, ofreciéndole unos ojos verdes muy cansados.

“Vámonos, Rosario”, ordenó Miriam con un tono tajante e inflexible que acompañó de una mirada demoledora que su amiga no pudo ver.

Charo dejó que le sujetara del brazo y ambas se alejaron, dejando a Romero a merced de un entusiasmo afligido y una enojosa confianza; temblándole las manos de frío y los labios de coraje; tratando desesperadamente de afianzar los inmediatos recuerdos de aquel encuentro fugaz, en memorias fidedignas con que alimentarse de su voz y de su rostro durante el éxodo penoso de un futuro incierto sin verla. 

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