jueves, 26 de abril de 2012

Tránsitos


Andrómeda le contemplaba desde el firmamento. No es que él lo supiera, ni que le interesara en absoluto. Por entonces nada le importaba ya, más allá de la paz que le rodeaba y la belleza imponente de cuanto observaban sus ojos. Tuvo que esforzarse para mover su mano y sentir la suavidad de la hierba fresca, suficientemente mullida para acomodar su cabeza empapada.

La galaxia tampoco era consciente del cuerpo tumbado que miraba al cielo nocturno. Desde su remanso de vacío universal, sujeta al ajetreo de una aparente y eterna quietud, iluminaba vastísimas distancias de desolada negrura frente a otra mancha de luz que albergaba multitud de cuerpos celestes transitando en órbitas constantes entre estrellas descomunales y astros más modestos con mundos habitados de atmósfera espesa, océanos inabarcables, cordilleras abruptas y llanuras verdes como la que le sostenía.

Por su pie descalzo ascendía tranquila una hormiga que se detuvo en el borde del pantalón. La pierna doblada había dejado de dolerle y, en su pecho, la respiración se le había calmado hasta casi detenerse. Su mano izquierda sujetaba una brizna de hierba y la derecha descansaba junto a su cabeza, manchada de la sangre que manaba más lenta de su herida abierta. Unos metros por detrás el coche humeaba volcado en la cuneta, frente a la carretera solitaria.

Lo último que vieron sus ojos fue aquel punto de luz que comenzó a acercarse lentamente a medida que regresaba con la serenidad del que se sabe esperado. Parte de su esencia quedó en aquel prado, en los mares, las montañas y las nubes; parte se mezcló con la materia cósmica sin perder un ápice de su tamaño ni el impulso de su marcha.

No se detuvo al alcanzar Andrómeda.

Su energía continuó expandiéndose hasta volver al origen y ocuparlo todo.

2 comentarios:

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    1. Comentario eliminado por error. Me temo que no podré recuperarlo para el blog. Tus palabras, sin embargo las recuerdo para siempre. Muchas gracias, Alba.

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