Ni
siquiera sabía para qué le habían convocado, los términos de la oferta eran
demasiado vagos, pero empezaba a intuir que sus expectativas excedían
ampliamente cuanto él podía o estaba dispuesto a ofrecerles. Aceptó cada gesto
de bienvenida con una sonrisa, pero no pronunció una palabra. Debía calcular
con cuidado la excusa para rechazar su oferta y prefirió no dar muestras de
disgusto hasta que no se hallara en privado con quien estuviera al cargo de
aquel recibimiento. Le diría que, muy a su pesar, iba a serle imposible aceptar
su hospitalidad pues asuntos de gran importancia requerían su inmediato
regreso.
Para
cuando descendió del estrado, entre vítores y alabanzas, el desagrado se le
había transformado en franca repulsa que, a duras penas, logró disimular
mientras le llevaban a una sala de espera acristalada donde una multitud
sonriente continuó observándole mientras se sentaba en una silla frente a una
mesa vacía. Sin mirarles, percibió la corrosiva atención bobalicona de sus
espectadores, y, tratando de ignorarles, calculó el discurso justo que habría
de sacarle de allí.
Pero le
fallaron las palabras y la memoria. En
cuanto la puerta del despacho se cerró a su espalda y se encontró enfrentado a
cinco sonrisas idénticas, atravesado por sus diez ojos rapaces, el objeto de
sus pesares se diluyó de inmediato, dejándole a merced de una inquietud
injustificada y eterna que sólo supo disimular con el mismo gesto afable de
cuantos desde entonces y para siempre, compartieron su común existencia.
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