sábado, 30 de septiembre de 2023

De vuelta

Hace nueve meses, al quejarme yo de ciertos males, un buen amigo me recordó que  no estaba solo. Con una simpleza abrumadora me repitió varias veces " Jesús te quiere". Aquello activó una bomba de relojería que, al cabo de unas semanas,  hizo explosión con una magnitud devastadora. Poco dejó en pie de lo que durante años había ido construyendo y acumulando alrededor a modo de escudo protector y apenas quedé con vida, desnudo y frágil, como si hubiera vuelto a nacer.


Mi confusión inicial fue disipándose y pronto acepté aquella nueva oportunidad no sólo como un regalo, sino también como un encargo de Dios. Entendí con absoluta claridad que había de emprender la marcha, volver a crecer, a madurar y a rastrear su presencia en busca del camino tanto tiempo olvidado.

Alguno de los que os habéis asomado a este cuaderno de historias, recordaréis que en sus primeras páginas me quejaba irónicamente de haber sufrido y de aún sufrir la falta de "espelde", término esquivo, tal vez inexistente pero a menudo en boca de mi madre, imprescindible al parecer no sólo para prosperar sino también para ser feliz en la vida.

Concluí entonces que mi madre poseía un conocimiento extraordinario del lenguage popular y que debía enorgullecerme por sus enseñanzas. Lo que no supe discernir cuando escribí aquellas palabras es que, quizás sin saberlo, mi madre hablaba de algo más. Que desde su fe inmensa, comprendía la necesidad de anhelar y poseer algo intangible pero real. Tan real como un padre, un hermano o un amigo que camina a tu lado.

Hace cinco meses, de vuelta a mi vida cotidiana, incluido un trabajo que hasta entonces odiaba y un sinfín de problemas inquietando a mi famila, me reconocí distinto, mucho más tranquilo y confiado, casi valiente, capaz de afrontar situaciones hasta entonces intolerables, más alto, más guapo incluso, más querido y apreciado, mucho más útil para todo y para todos.

Sé que nada de esto sería posible sin mi esposa y sin mis hijos. Sin embargo, hay alguien más. Siempre lo hubo aunque no me diera cuenta. Ese "espelde" que me mejora y nos mejora, que nos llena de gracia para enfrentarnos a la vida disfrutando de cada momento. Esa compañía que nos alienta y nos instruye, que nos protege y nos ilumina el camino, que vela nuestro descanso.

Mi buen amigo estaba en lo cierto. Jesús nos quiere, tanto como nos quiso antes de morir y regresar con nosotros. Sólo tienes que hacerte a un lado y aceptar su presencia.




lunes, 19 de septiembre de 2022

Inmortal


Al tiempo que España se batía el cobre en Lyon contra los correosos daneses, el autobús renqueaba puerto arriba por las curvas del Pico. Los lamentos por el temprano gol de Lerby habían dado paso a un silencio atípico, salpicado de imprecaciones que el cura pasaba por alto, tan nervioso como el resto de parroquianos.

La jornada había empezado demasiado temprano para un domingo. Cuando llegué a la plaza de Santa Ana el autobús aguardaba ya con el maletero abierto y arrancado el motor, por ir quitándose el relente de la noche. Mi madre, que aún no daba crédito de que fuera de buena gana, seguía vendiéndome las excelencias del santuario sin imaginar que, aunque nunca supe siquiera su nombre y apenas hoy recuerdo su rostro,  compartir viaje con una muchachita de pelo rubio y corto con la que a veces coincidía en la cola del confesionario, era la única razón por la que me embarqué en aquella excursión, rodeado de beatas y catequistas.

Pronto comprendí, sin embargo, que sin el coraje de dirigirle la palabra, ni siquiera por la intercessión del santo se percataría de mi presencia y para cuando hicimos un alto en Arenas, habia ya asumido que iba a echar el día entero en valde.

Merendé un bocadillo elástico de tortilla sentado solo en un banco de piedra al fresco de una arboleda muy cerca del río. Me coloqué los cascos y la cinta en el walkman envió las cuatro notas en bucle de Sirius, preludio perfecto a la voz de Woolfson ("Don't think sorry is easily said...") y el estribillo de Eye in the sky me devolvió el placer de las vacaciones recién estrenadas, me congració con el mundo y sus gentes y, tal vez por la cercanía de lo divino, me imbuyó de un bienestar casi irracional muy cercano al delirio. En aquel estado retomé divagaciones sobre lo eterno y la inmortalidad. Cálculos inverosímiles que a veces daban vértigo, me enardecían y asustaban a partes iguales sin llevarme a puerto alguno.

De aquel éxtasis de andar por casa me sacaron a gritos unas crías del grupo de primera comunión. Que el conductor no esperaba, que quería al menos ver el final del partido de vuelta en casa. Así que apagué mi música y todo lo demás, y volví a sentarme al fondo del autobús.

Maceda, que ya nos había vuelto locos con su cabezazo a la red alemana casi al final de los cuartos, marcó de nuevo, esta vez el empate a los daneses. Era el minuto sesentaysiete de partido y nosotros acabábamos de pasar por la Cueva del Maragato. Por los altavoces del autobús el locutor seguía exagerando la excelencia del gol y en los asientos los pasajeros compartíamos un alivio excitado, mezcla de alegría y ansiedad. "Es que si juega España", decían las beatas que de futbol ni sabían ni gustaban. El párroco también había dado rienda suelta a sus pasiones más terrenales al celebrar como el que más con aspavientos poco litúrgicos, aunque luego se santiguó varias veces de vuelta a su asiento. Hasta la chica rubia de pelo corto y sus amigas se habían unido al alboroto varias filas por delante. Tal vez hubiera sido aquella la perfecta excusa para acercarme, pero el eco cercano de mi afán inmortal mezclado con el sagrado balompié, me dejaron clavado al asiento como un pelele.

Fue algo más allá de Solosancho cuando el motor dijo basta. Tras parar en el arcén, el conductor cruzó unas palabras con el cura y anunció que hasta alllí habìamos llegado. Un intenso olor a goma quemada atestiguaba sus palabras. Al menos, la radio funcionaba y, aun a riesgo de agotar la batería, el conductor la dejó encendida. De ninguna manera iba él a quedarse en ascuas justo cuando empezaba la prórroga, treinta minutos de espera que se consumieron en un suspiro. Y llegaron los penaltis. Nadie falla hasta que Larsen tira el quinto a las nubes y Sarabia clava el que nos lleva a la final.

Recuerdo la noche de aquel 24 de junio del 84, fresca aún, de cielo morado limpísimo, perdido en la sierra abulense, celebrando entre extraños la mayor gesta futbolística de España en décadas, compartiendo un sueño de grandeza que podía completarse tres días después. Pero el autobús de reemplazo acudió al rescate rompiendo el hechizo y la selección perdió ante Francia la final de París. Arconada, tantas veces salvador, nos había condenado con una cantada clamorosa y todo el derrotismo de los últimos tiempos nos cayó de nuevo encima para derrengarnos por los venideros.

Con el paso de los años y los sucesivos cambios de escenario, mis éxitos y mis frustraciones fueron adquiriendo un cariz más personal y, lastradas de realidad, mis inquietudes se alejaron de lo patriótico y lo metafísico. Hasta que veinticuatro años después de aquella jornada memorable , el fútbol le dio otra puntada a nuestro destino común cuando España ganó la primera copa de Europa de mi vida y dos años más tarde el primer mundial de su historia. Aquel hito sería ya para siempre, un pedacito de la eternidad que volvía a presentarse posible y merecida. Un paso más hacia lo inmortal que, de forma inesperada hace tan solo unos días y para cerrar el círculo, sugirió aquella misma voz, esta vez desde un video de Youtube que me esperaba en la red desde hacía doce años, los mismos desde que, enhebrado al hilo de Maceda y Torres, Iniesta nos llevó a la gloria en Sudáfrica.

"Si me recuerdas, soy inmortal"  (Immortal, Eric Woolfson)


 https://youtu.be/mb9NgIciBaU

martes, 5 de abril de 2022

Compatriotas



Tan increible como "Tiempo de Juego" consumiendo gigas en mi Samsung por un callejón de Manchester, resultó el ser testigo de una riña de pareja en mi propio idioma, ese por el que hace unos días en Londres alguien fue increpado mientras es acosado en su propia casa.

Ambos visiblemente azorados, el hombre parecía desesperado por justificar quién sabe qué oprobio y su compañera trataba en vano de librarse de sus melindres. En lo familiar de  su aspecto y ademanes (imposibles de disimular) los identifiqué como compatriotas en cuanto entraron en la calle. Al llegar a la altura de mi coche, apagué el fútbol y bajé la ventanilla por confirmar mi buen juicio,  algo preocupado, eso sí, por el cariz que tomaba el asunto. Inconsciente de mi presencia tras el volante, la chica balbuceaba palabras de protesta y el otro repetía "pues yo no me enteré". Un par de veces intentó abrazarla y plantarle un beso en la mejilla pero ella logró zafarse sin esfuerzo. Tiraron calle alante unos metros y luego de vuelta, aún sin percatarse de mi presencia, hasta que se perdieron por donde habían llegado.

Una mezcla de culpa y decepción me asaltó entonces, como si hubiera dejado escapar la oportunidad de demostrar mi don de gentes, intentando al menos mediar en aquella porfía. He de reconocer que por momentos temí por la seguridad de la mujer y que no pasé por alto la posibilidad de ser yo mismo objeto de la ira del hombre (o tal vez de ambos) de haber intervenido. No fue el caso, pues en su camino de regreso cejó él en su empeño de forzar una inmediata reconciliación, caminando algo más separado sin volver a alzar la voz.

Seguramente nuestros caminos no vuelvan a cruzarse y nunca sepa de las razones del tremendo disgusto que, para el momento de escribirlo, deseo forme parte ya de sus anecdóticos avatares de pareja.

No puedo, sin embargo, dejar de admitir que gran parte de lo que me hicieron sentir se debe al vínculo invisible que a los tres nos envolvía en aquel escenario extraño, tan lejos de un hogar que se desmorona entre traiciones de enamorados, con el beneplácito de testigos silenciosos.

Cadáveres

Me detuve a pensar y decidí seguir, casi de inmediato, incapaz de asumir la evidencia del desastre, insoportable e incongruente hasta el absurdo, macabro delirio que no se disipa con el alba.  



viernes, 24 de diciembre de 2021

Nochebuena

Corremos por guijarros congelados,
el aliento empapando la bufanda,
los primos no dan tregua en la batalla
de chiflas, pescozones y de abrazos.

Los padres se retrasan cada año
enredados en cánticos de espadas
y después amenazan bofetadas
si no tiramos recto para el gallo.

Carlitos escondió su pandereta
y al trote tintinea el muy tunante.
Le sigo en arrebato de corneta
como escudero a caballero andante.
Mi brújula, mi estrella rutilante,
el héroe de la infancia que aún me espera.

lunes, 13 de diciembre de 2021

Sin importancia

Alicaído le encontraron. Sin una pizca de la gracia que solía desprender, el gesto sombrío, el hablar escueto, lento y apenas perceptible. Los que consiguieron alzarle la mirada se la hallaron vidriosa y evasiva, casi temerosa aunque más bien hastiada. De tan huraño aspecto empezaron a recelar los que menos le conocían pero al poco empezaron a evitarle incluso sus más allegados. A distancia le observaron apocarse, encogerse en una quietud nada apacible y a cada paso alejándose, fue haciéndoseles más y más pequeño. Cuando ya no pudieron distinguirle, les pareció oportuno no darle importancia y al cabo de unos minutos empezar a olvidarle.


miércoles, 31 de marzo de 2021

Él

Es miércoles. Paseo intranquilo por las calles vacías esperando a que anochezca. Me acuerdo de verle pasar entre los suyos en silencio, a la luz de cirios encendidos. No es la primera vez que le busco sin éxito, que regreso con el alma vacía, pero nunca hasta hoy había compartido el desaliento de tantos otros, huérfanos como yo, en este tiempo de tinieblas.

 

Es mi camino una mezcla de adoquines inestables, tierra y barro y en las sombras apenas se distinguen contornos del pasado de oníricas visiones. Entre ellos, como un destello efímero, se desliza de pronto su presencia, inconfundible incluso desde la distancia. Me detengo entonces, seguro de que viene hacia mí pero al mismo tiempo incapaz de dar un paso más, paralizado por la excitación, tratando de calcular un saludo, un halago, cualquier cosa con que llamar su atención. Todo en vano, pues mudo recibo su mirada tranquila al pasar a mi lado y el suave tacto de su mano en mi hombro invitándome a seguirle.

 

Me uno pues a aquellos que le acompañan, mantengo su ritmo sosegado a distancia prudencial, pues aún experimento un respeto rayano en el temor. Los gestos que me rodean instilan, sin embargo, una paz desconocida que me arroba por momentos. Nada se escucha sobre el rumor de nuestros pasos y una esquila cercana que viene por detrás. En silencio continuamos por senderos que apenas reconozco mas presiento seguros como ningún otro lugar. Cuando por fin nos detenemos, no siento cansancio ni apetito alguno. A unos metros le observo volverse hacia nosotros, desprenderse de su hatillo y sentarse sobre una roca. Se mesa el cabello y se tienta la ropa sobre los brazos como si tuviera frío. Pronuncia algo que no puedo entender y continúa hablando mientras me siento alrededor como todos los demás.

 

Se mueve despacio y habla pausado, como si acariciara las palabras, dotándolas de un gusto embriagador imposible de ignorar. Escucho con la certeza del entendimiento, aprendiendo en cada frase, en cada gesto. Su lógica es sencilla y abrumadora, pura como las miradas que nos dedica. Sin atisbo de vanidad comparte esa grandeza con un entusiasmo sereno de buen maestro y en su voz se va entregando poco a poco, por entero. En uno de sus silencios, cierra los ojos y los abre alzando al cielo una mirada que parece de angustia. Sé que tiene miedo y me estremece lo que habrá de sucederle. Él también lo sabe, como todo lo demás. Pero sonríe al fin en una muestra de valor incalculable, como si anticipara la gloria que le aguarda.

 

Entonces decide que es hora de marchar. Muy despacio se levanta y camina lento entre los que le observamos sentados en el suelo. Al llegar hasta mí, posa la mano en mi cabeza como hizo con el resto. Siento un temblor ligerísimo de sus dedos al tiempo que una pena inmensa que me impulsa a sujetarle, a no dejarle ir. Pero no me muevo. Ni él se demora un solo instante más.