viernes, 28 de junio de 2013

XL

Cuando pudo darse cuenta ya le tenía a su lado; como una presencia molesta e inevitable se había plantado junto a ella y su reflejo en el cristal ignoraba cualquier información anunciada en el tablón, con la mirada fija en los ojos repentinamente angustiados de su compañera.

Nuria descartó la opción de hacerse la despistada y marcharse sin decir una palabra pues estaba segura de que iba a seguirla pasillo adelante y la posibilidad de que la acompañara de regreso al Paseo de la Estación le pareció del todo repulsiva e intolerable. Trató de imaginar el gesto con que Miguel Ángel habría celebrado aquella sospechosa casualidad y le odió aún más por no haberse presentado tampoco esa mañana.

“¿Está mejor?” Se volvió de sopetón, exagerando unas maneras bruscas que  no dejaran lugar a la duda.

Gerardo aceptó el exabrupto con una casi imperceptible  mueca de dolor. Supo de inmediato a quien se refería y bajó la mirada para contestar con bastante azaro:

“Anoche ya cenó algo”.

Asintió varias veces con la cabeza en un gesto precipitado que delató sus ganas de marcharse. Consciente de aquello, Gerardo se apartó un paso hacia la izquierda para dejar que se acercara a la escalera pero justo antes de que ella se despidiera, el muchacho consiguió mentir:

“Me preocupa mucho últimamente”.

Nuria le clavó una mirada de sorpresa y tuvo que detenerse al toparse con su rostro encendido de un rubor  escandaloso.

“¿Por qué?”

“No lo sé. A lo mejor es por tener la policía por todas partes”.

Nuria sintió un escalofrío. Durante semanas habían hablado del asunto y ella le había confiado sus más oscuros temores. Miguel Ángel los había escuchado con su habitual y magnánima prepotencia, demostrando tan solo un curioso interés por conocer los motivos para tales sospechas. Y ella había tenido que admitir la inconsistencia de sus pálpitos e intuiciones, lo injusto de la inquietante desazón que la sobrecogía cada vez que Gerardo la miraba desde el comienzo de aquel último curso. Su amigo había tratado de hacerla entrar en razón y, al cerrarse el caso del suicidio del muchacho, consiguió al fin contener la creciente repugnancia que le producía aquel personaje. El mismo que ahora volvía a mencionar a la policía con un tinte siniestro en la voz, recordándole que esta vez no era descabellado imaginar que sus vidas perfectas y tranquilas estaban expuestas a un final tan escabroso como el de los dos compañeros y que entre todas las almas que poblaban aquella ciudad (tal vez recorriendo los mismos pasillos y ocupando las mismas aulas) había al menos una que había sido y era aún capaz de convertir en realidad sus peores pesadillas.

“Era…mos muy amigos de Romero”, titubeó al percibir la angustia de la chica. “Y él fue la última persona que le vio antes de que…” Gerardo se detuvo sin saber como seguir.

Nuria había asentido como si ya estuviera al tanto. Por supuesto que Miguel Ángel le había confiado ese y cualquier otro detalle, duda o pesar. Por algo eran inseparables, imprescindibles el uno para el otro. Procuró disimularlo, pero Gerardo no pudo evitar apretar los dientes y, en el bolsillo, la mano derecha se le cerró en un puño tembloroso que agitó todo su cuerpo.


La chica le miró sin poder decir nada y, girándose despacio, se dirigió a la escalera con paso inestable. Sólo al comprobar que el chico no la seguía, se lanzó a la carrera desde el quinto peldaño hasta la planta baja y, sin parar de correr, salió a la calle, indiferente al chaparrón que azotaba la ciudad como una penitencia.

domingo, 23 de junio de 2013

Instante lúcido

Tan improbable como parecía, la realidad se tornó previsible y a la vez sorprendente, dotada de una capacidad inusitada para zarandearle sin reparos y no causarle la más mínima ansiedad. No supo si fue él o algo alrededor, pero, siendo todo igual, resultaba tan diferente, que el porvenir empezó a quedarse antes de tiempo y lo que ya fue, a dotar a cada instante preciso de un significado inesperado y mucho más lógico.

Fue como si, en la calma exasperante de los últimos tiempos estuviera asistiendo a la cuidadosa gestación de una existencia mucho más reconfortante y merecida, en la que a cada pena acompañaba su consuelo, a cada duda su certeza y a cada ansia su quietud.

lunes, 17 de junio de 2013

XXXIX

Le sorprendió encontrarles a todos juntos; tal era el silencio con el que compartían sus gestos sombríos. Miguel Ángel quedó de pie junto a la puerta mientras Díaz ocupaba la silla de la que acababa de levantarse. Lejos de su habitual falsa indiferencia, el veterano parecía verdaderamente molesto con la presencia de sus compañeros pero, incapaz de pedirles que se fueran en una noche como aquella, hacía de tripas corazón por soportar la responsabilidad de hallar las palabras justas con que aliviar tal carga de angustia y desazón.

“No sabíamos si vendrías”.

“Salimos con retraso y encontramos niebla”, resumió escueto, sin ganas de dar explicaciones, ni mucho menos de justificarse.

“Algunos no han vuelto aún”, insistió el mayor de los Vicente.

Pero a Díaz le importaba bien poco lo que no atañera en exclusiva a quienes ocupaban el cuarto aquella noche.

“He hablado con el policía”, informó.

Julián carraspeó nervioso y casi se puso en pie. Sentado a su lado en la cama de Miguel Ángel, Luis le sujetó por el brazo y exclamó una protesta de lo más vulgar en un tono que sorprendió a los demás. El menor de los Vicente parecía de verdad consternado y muy molesto por el afán del artista por evitar cualquier asunto peliagudo.

“De aquí no se mueve nadie hasta que estemos de acuerdo”.

Díaz buscó la mirada de su anfitrión quien, apoyado en la pared, meneaba la cabeza incrédulo por la machacona insistencia de su futuro colega.

“Está empeñado en que compartamos las habitaciones”

El periodista comprendió de inmediato y, en el temblor de sus ojos, encontró la primera señal de debilidad que el insensato matasiete había demostrado desde que le conociera un par de años atrás.

“Tú tienes a tu hermano”, señaló oportuno Julián,  empeñado en rechazar la estrambótica sugerencia de Luis por no quedar contagiado de su absurda paranoia. “A mí déjame en paz”, añadió, levantándose esta vez.

“Ya ha traído su colchón a mi cuarto”, intervino el hermano mayor con una seriedad inusitada. “Pero si quieres acabar como ellos…”

“No tienen nada que ver”, continuó resistiéndose.

“Tal vez Romero lo mereciera menos que Antonio, pero los dos están muertos”.

Miguel Ángel fue consciente de sus palabras desde el momento mismo en que decidió pronunciarlas con aquella autoridad que le hacía aparentemente infalible.

Julián le miró con un gesto de rabia que se deshizo a medida que los ojos se le llenaban de lágrimas.

“¿Sabes lo que hubiera opinado el psicólogo al vernos así?” Acertó a sugerir el veterano para evitar que la repentina congoja de Julián se extendiera por el resto de sus invitados.

Luis no disimuló una sonrisa amplia pero tuvo que secarse también los ojos con el dorso de la mano mientras su hermano se levantaba e iba hacia la ventana dándoles la espalda y Díaz aguardaba incómodo a que los demás recobraran la compostura antes de informarles:

“Me han dicho que estarán sólo unos días pero estoy seguro de que esta vez se llevan a alguien”.

Miguel Ángel recordó a su amigo el día que se sintió intimidado por la mirada del inspector y, al volverse  hacia él, le pareció notar un gesto de satisfacción que desentonaba de la general pesadumbre.

“¿A quien te refieres?” Preguntó Roberto.

Los golpes en la puerta desviaron  su atención lo justo para que su mueca de pánico pasara inadvertida. Desde el rincón al que se había retirado desde que los amigos de Miguel Ángel interrumpieron  su conversación con el veterano, consiguió sujetar su ansiedad mientras Lucas se asomaba al cuarto en busca de su compañero de facultad y Julián le seguía al pasillo. Como si aquello hubiera sido una señal, todos les siguieron casi de inmediato dejando al de medicina solo en su habitación.


“Ya veremos, ya”, insistió Díaz consciente de que aún podían oírle.  

martes, 11 de junio de 2013

En buena compañía


No hay nada como regresar en el momento justo en que te esperan.

Un verde glorioso pero demasiado familiar vino a desorientarme a la llegada, sugiriendo paisajes y lugares propios de la isla que acababa de abandonar y a la que ahora retorno. Las siluetas majestuosas de las cigüeñas vinieron, sin embargo, a situarme mucho más al sur y los chillidos incesantes de los vencejos al llegar a la ciudad, me colocaron al final de esta atípica primavera de olores ancestrales mezcla de tomillos, coladas y tascas.

El aire tibio y quieto, los paseos silenciosos entre almenas y ventanas dejaron paso al toro de chapa, la calavera y la rana y a los nombres casi míticos de aquellos con los que aún comparto un pedazo de latón labrado. Tiempos pretéritos que siguen sedimentando campos inabarcables salpicados de iglesias y castillos, que se acogen a horizontes generosos y, bajo un cielo hostil, nos abrieron paso hasta los picos y, por fin, el mar (seos de marea baja, alfombras florales, delicias escanciadas…).

De vuelta al centro mismo de esta tierra imaginamos aguas discurriendo sobre arcos milenarios y nos mojaron otras más reales, escupidas por criaturas doradas entre imponentes estatuas vegetales.

Quedará constancia de que estuvimos, en pantallas o marcos de tamaños diversos y, del rastro de nuestro humilde periplo, darán fe los gastos puntuales de nuestras tarjetas de crédito. Pero si alguno quisiera saber de cuanto en verdad viví en este tiempo escaso, de los incontables placeres y las violentas emociones que me zarandearon durante estas dos semanas, habrá de preguntar a quienes nos acompañaron (niños y grandes, familiares y amigos); aquellos por los que vinimos y a los que de nuevo nos cuesta tanto abandonar. Pues sólo ellos serán capaces de describirme tal y como fui, sin el disfraz con que la distancia y el miedo a sufrir me envuelven cada vez que cierro una maleta y subimos a un avión.