Cuando
pudo darse cuenta ya le tenía a su lado; como una presencia molesta e
inevitable se había plantado junto a ella y su reflejo en el cristal ignoraba
cualquier información anunciada en el tablón, con la mirada fija en los ojos
repentinamente angustiados de su compañera.
Nuria descartó la opción de hacerse la despistada y marcharse sin decir una palabra
pues estaba segura de que iba a seguirla pasillo adelante y la posibilidad de
que la acompañara de regreso al Paseo de la Estación le pareció del todo
repulsiva e intolerable. Trató de imaginar el gesto con que Miguel Ángel habría
celebrado aquella sospechosa casualidad y le odió aún más por no haberse
presentado tampoco esa mañana.
“¿Está
mejor?” Se volvió de sopetón, exagerando unas maneras bruscas que no dejaran lugar a la duda.
Gerardo
aceptó el exabrupto con una casi imperceptible
mueca de dolor. Supo de inmediato a quien se refería y bajó la mirada
para contestar con bastante azaro:
“Anoche
ya cenó algo”.
Asintió
varias veces con la cabeza en un gesto precipitado que delató sus ganas de
marcharse. Consciente de aquello, Gerardo se apartó un paso hacia la izquierda
para dejar que se acercara a la escalera pero justo antes de que ella se
despidiera, el muchacho consiguió mentir:
“Me
preocupa mucho últimamente”.
Nuria le clavó una mirada de sorpresa y tuvo que detenerse al toparse con su rostro
encendido de un rubor escandaloso.
“¿Por
qué?”
“No lo
sé. A lo mejor es por tener la policía por todas partes”.
Nuria sintió un escalofrío. Durante semanas habían hablado del asunto y ella le había
confiado sus más oscuros temores. Miguel Ángel los había escuchado con su
habitual y magnánima prepotencia, demostrando tan solo un curioso interés por
conocer los motivos para tales sospechas. Y ella había tenido que admitir la
inconsistencia de sus pálpitos e intuiciones, lo injusto de la inquietante
desazón que la sobrecogía cada vez que Gerardo la miraba desde el comienzo de
aquel último curso. Su amigo había tratado de hacerla entrar en razón y, al
cerrarse el caso del suicidio del muchacho, consiguió al fin contener la
creciente repugnancia que le producía aquel personaje. El mismo que ahora
volvía a mencionar a la policía con un tinte siniestro en la voz, recordándole
que esta vez no era descabellado imaginar que sus vidas perfectas y tranquilas
estaban expuestas a un final tan escabroso como el de los dos compañeros y que
entre todas las almas que poblaban aquella ciudad (tal vez recorriendo los
mismos pasillos y ocupando las mismas aulas) había al menos una que había sido
y era aún capaz de convertir en realidad sus peores pesadillas.
“Era…mos
muy amigos de Romero”, titubeó al percibir la angustia de la chica. “Y él fue
la última persona que le vio antes de que…” Gerardo se detuvo sin saber como
seguir.
Nuria había
asentido como si ya estuviera al tanto. Por supuesto que Miguel Ángel le había
confiado ese y cualquier otro detalle, duda o pesar. Por algo eran
inseparables, imprescindibles el uno para el otro. Procuró disimularlo, pero
Gerardo no pudo evitar apretar los dientes y, en el bolsillo, la mano derecha
se le cerró en un puño tembloroso que agitó todo su cuerpo.
La
chica le miró sin poder decir nada y, girándose despacio, se dirigió a la
escalera con paso inestable. Sólo al comprobar que el chico no la seguía, se
lanzó a la carrera desde el quinto peldaño hasta la planta baja y, sin parar de
correr, salió a la calle, indiferente al chaparrón que azotaba la ciudad como
una penitencia.