miércoles, 30 de noviembre de 2011

Entre sombras

El foco se movió unos centímetros a la derecha, muy despacio, como invitándole a seguirle sobre el escenario y él así lo hizo.

Sus primeros pasos fueron torpes y medidos por no perder el centro del círculo de luz, pero muy pronto pudo relajar sus movimientos al comprobar que era el halo el que había empezado a seguirle. Aprovechando el silencio irreal del teatro y, asumiendo el masivo desinterés que despertaba, se deslizó sobre la superficie de madera pulida, entre sombras que se apartaban a su paso con cierta reticencia, como si le consideraran un intruso. Tan negra era la oscuridad, más allá de su burbuja de luz, que pronto perdió la noción del espacio alrededor y ya no supo discernir si estaba de cara al público o si les daba la espalda. Para su sorpresa, el vértigo que aquello le produjo fue una de las sensaciones más intensas y adictivas que había experimentado.

A partir de ese momento sería capaz de hablar y de moverse a su antojo sin preocuparse de su apariencia o sus palabras. Aquel era su territorio, su soledad; e iba a explorarlos hasta alcanzar cualquier límite físico o emocional. Entre tanto, disfrutaría del inquietante aislamiento multitudinario y de la frágil oscuridad, amenazada por infinidad de focos apagados sobre su cabeza.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El Hombre Universal

El padre llegó más cansado de lo habitual y con un poquito de mala uva. No le agradaba ser ignorado por sus jefes, pero lo que de verdad se le llevaban los demonios era que sus subordinados tampoco le tomaran en serio. Al entrar en casa y cerrar la puerta hizo sonar las llaves como reclamo, ansioso de que los niños se percataran de su llegada y salieran jubilosos a recibirle como todavía acostumbraban hacer. Pero el silencio y la oscuridad del pasillo confirmaron que no había nadie en casa. Tras dejar la cartera en la entrada se fue a la cocina a por un vaso de agua. Lo bebió de un trago y el estómago se le revolvió en una nausea que empezaba a resultarle demasiado familiar. Al pasar por el salón encendió el televisor que, tras unos segundos de titubeos tecnológicos, empezó a vomitar noticias a cual más aterradora y espeluznante. Sujeto por algún oscuro deseo masoquista, se quedó de pie frente al aparato con el mando a distancia en la mano, incapaz de apartar la vista de tanta miseria, hasta que sonó el teléfono.

“Buenas tardes, ¿hablo con el titular de la linea?”

“¿Qué linea?”

“Esta, por la que hablamos”.

“¿El teléfono?”

“Claro, ¿está a su nombre?”

“No, al de mi mujer”.

“Verá, es que tenemos una promoción…”

“Mi mujer no está”.

“No importa, usted se lo cuenta”.

“Mire, no…”

Cortó la comunicación, incapaz de continuar con aquel despropósito y se fue al dormitorio. Sobre la mesita descansaba un sobre abierto. En cuanto vio el membrete de la carta se echó a temblar. Le comunicaban que la mujer había dado parte. Pero si no le había hecho más que un rasguño en el guardabarros que apenas se notaba. Empezó a dar vueltas por el cuarto anticipando los quebraderos de cabeza de otro lío con el seguro. Cuando logró parar se obligó a desvestirse y, en albornoz, se fue al baño. El inmenso espejo iluminado por apliques laterales dio buena cuenta del resto de su mermada confianza. Su pelo lacio resultaba ya incapaz de disimular la imparable calvicie que le coronaba desde hacía meses y que su corta estatura hacía evidente para casi todos. Entró en la ducha, evitando el reflejo de su figura (también en irreversible decadencia) y cerró la cortina con cuidado de que la barra no volviera a soltarse como la semana anterior. Recibió el agua caliente sobre su cuerpo como un bálsamo milagroso y prolongó el merecido placer ignorando a sus hijos cuando entraron en casa llamándole a gritos. Sintió debilitarse la presión del agua sólo un instante antes del brutal cambio de temperatura que le hizo saltar hacia atrás.

"¡Ese grifo!", imploró en vano.

Tuvo que esperar, aterido, a que el agua caliente retornara a la ducha para aclararse y salir de la bañera maldiciendo su suerte. Cruzó un beso vertiginoso y cuatro frases con su mujer antes de que saliera disparada a su turno de noche. Las mismas instrucciones  de cada miércoles, pero los críos volvieron a rechazar la cena y, como siempre, tardaron en acostarse.

Cuando se sentó en el salón, el partido estaba ya en la segunda parte y su equipo no tuvo tiempo de remontar una derrota que les condenó a una nueva y prematura eliminación de la liga de campeones. Sin ganas de cenar, tragó una tortilla y abrió un libro que se estaba obligando a terminar.

Al cabo de unos minutos se vio asaltado por un repentino silencio y no pudo evitar preocuparse por su hijos. La niña había estado canturrenado hasta hacía poco mientras su hermano la mandaba callar sin ningún éxito. Se levantó del sofá, sujetándose la renqueante rodilla y, ahogando un lamento, salió al pasillo con un temor irracional. Encendió la luz con la misma aprensión de cuando niño y se maldijo por envejecer y degenerarse sin haber tenido la oportunidad de librarse  de sus antiguos miedos. Con cautela se acercó al dormitorio de su hijo, que respiraba tranquilo y, sin duda, dormía ya. Escuchó un zumbido muy sordo antes de asomarse al cuarto de la niña. La nausea volvió a estrujarle las entrañas mientras se acercaba al lecho. Con alivio, comprobó que el ruido provenía del mecanismo giratorio de un proyector que iluminaba de estrellas el techo de la habitación  como un planetario. Al acercarse por ver si dormía, se dio cuenta con desagrado de que su hija no había bajado la persiana; la última inconveniencia de otro día intrascendente, perdido en el tiempo y la mediocridad. Se inclinó sobre la mesa para alcanzar la cinta y tirar de ella cuando el corazón le dio un vuelco en el pecho.

"Papi está lleno de…"

La niña titubeó un instante, buscando una palabra que se le escapaba y el padre se temió lo peor (de bichos, de bultos , de manchas…).

"Papi", probó de nuevo su hija, alborozada, "¡está lleno de constelaciones!"

jueves, 17 de noviembre de 2011

La pregunta correcta

“Alguien debería decírselo”, murmuraban desde hacía tiempo sus amigos, conocidos y allegados varios; por caridad, si  no por amistad, compromiso o agradecimiento. Verle de aquella manera tan distraído, escucharle desbarrar e ignorarles por sistema les incomodaba de tal forma que muchos empezaron a reprocharle en secreto que les estuviera haciendo pasar por tamaña tortura.

“A ti te pasa algo”, se habían aventurado los más ofendidos, aquellos a quienes, no alcanzando a entender, les consumían la curiosidad y la duda. Pero como el otro se limitaba a declarar que era feliz sin desvelar la causa y a instigarles deseos de serlo ellos mismos, le dejaron por imposible, maldiciendo unos su falsedad y la mayoría su egoísmo.

“Tú estás malo”, le alertaron, bien intencionados, sus familiares pero no llegaron a creerle cuando les dijo que nunca antes se había encontrado mejor. “Parece grave” pronosticaron los médicos que le examinaron antes de declarar su cordura a regañadientes.

“¿A quien le ha robado?”, “¿de qué pobre incauto se aprovecha?”, le señalaron acusadores los representantes de la justicia, incapaces de cargarle culpa alguna.

Así continuaron haciéndose cruces y preguntas miles sin acertar a comprender que en verdad nada pasaba, o que pasaba todo lo que tenía que pasar. El hombre siguió prosperando ante los ojos atónitos de sus vecinos y un buen día un joven que se le acercó le preguntó al fin: “¿cómo haces para parecer tan dichoso?

“Me dejo serlo” contestó el hombre. Y en tan simple respuesta reconoció el joven la inevitable felicidad que sin ninguna excusa habría de disfrutar durante el resto de sus días.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Le faltó valor

Llegado el momento se acobardó, le faltaron las fuerzas, quedó sin aliento y la voz se le apagó. Buscó alrededor pero no halló nadie en quien poder encontrar aquel último impulso necesario para completar su cometido; demasiado solo para complacer las ansias de reconocimiento y notoriedad que le habían motivado en un principio.

El mar, como un punto final, se extendía infinito al pie del acantilado, confirmando la insignificancia con que, durante los últimos meses se había ido difuminando entre los lugares y las gentes que le habían conocido y pronto empezaron a olvidarle. La soledad y el anonimato no siempre fueron dolorosos. Al principio le resultaron llevaderos, casi convenientes para un espíritu ya de por si algo huraño y vergonzoso, pero el desasosiego de los días por venir, extrañándolo todo, incapaz de reconocerse, empezó a llenarle el alma de dudas y de miedos. En cada momento de debilidad, había tratado de recuperar las ilusiones de gloria prometidas por sus maestros e instigadores, pero nunca fue capaz de sentirlas tan reales como entonces y, a medio camino, empezó a sospechar que tal vez le hubieran engañado, que al final no habría recompensa ni felicitaciones, que la misma miseria e ignorancia que abandonó en su día le habían perseguido hasta allí mismo, cortándole la retirada, empujándole al abismo.

En aquella verdad descorazonadora halló el incentivo final para acabar con aquello.

Pero le faltó valor.

Observó el arma en su mano derecha y la sombra de su víctima a sus pies. Con un grito de rabia la arrojó al vacío y, dando media vuelta, emprendió el camino de regreso a casa.

viernes, 4 de noviembre de 2011

De viajes y héroes

No hay nada como un coro de Cosacos del Volga, cantando en la radio del coche para despertarle a uno sus viejas fantasías infantiles de camino al trabajo un viernes por la mañana. Yo ya conocía esa simple melodía (apenas venticinco segundos) repetida una y otra vez por las profundas voces de aquellos seres míticos. “Moscow nights”, anunció la locutora; “una canción rusa muy popular en los años cincuenta”. Fue allá por los ochenta cuando yo escuchaba aquel disco de vinilo cuya funda mostraba un imponente edificio de torres exóticas sobre un cielo azul que hacía daño a la vista. Una tras otra, las pegadizas melodías me iban contagiando de un ímpetu romántico que me transportaba de un plumazo a las estepas solitarias e inhóspitas de Miguel Strogoff y a los dorados palacios del Doctor Zhivago. Ambientado en aquella música, me sentía yo capaz de las proezas sin igual del correo del Zar o la pasión atormentada de Yuri; iconos, prototipos de una tierra donde nunca estuve pero que, como otras muchas, creí conocer como la palma de mi mano.

De modo muy similar descubrí Malasia, piratendo impunemente al lado de Sandokan, el perro Buck tiró de mi trineo en mi paso por Alaska y anduve en Africa cazando tesoros a las órdenes de Quatermain. Medio mundo, ya veis; lugares todos ellos que todavía no he tenido ni la fortuna ni la ocasión de visitar.

Pero no está de más haber estado (aún de esta manera simbólica) y habernos codeado con héroes tan principales; pues sólo con un poquito de lo que cada uno nos enseñó, podremos hacerle frente a cualquiera de los desafíos que esta vida diaria (nuestra propia aventura) nos tenga preparados.