“Pero
quédate”.
Miguel Ángel
negó con la cabeza.
“A mí
se me ha hecho tarde”, dijo.
Romero sonrió
nervioso y se acercó al grupo de muchachas que rodeaban a Charo a la puerta de
una taberna miserable que de día apenas acogía a un puñado de parroquianos
desocupados. Hasta allí había llegado, acompañado por el de medicina con la
esperanza consumada de encontrarla, arriesgándose por los arrabales del otro
lado del río. Romero se volvió a tiempo aún de haberle detenido antes de que
subiera en el coche, pero se obligó a seguir noche adelante a donde el destino
quisiera llevarle.
Mantuvo
un paso firme hacia ellas pero titubeó al no hallar ninguna que se percatara de
su presencia y casi se giró de vuelta sin decir una palabra. Levantó, sin
embargo, al fin los ojos en una mirada algo nublada y le sonrió a medias con un
gesto ambiguo que le obligó a quedarse.
Sus amigas
le abrieron paso y Romero se acercó algo solemne y sobrecogido, como si fuera
el sacrificio de una atávica ceremonia secreta.
“¿No
tomas nada? Le preguntó Charo, levantando su propia copa con un pulso sospechoso
que su aliento vino a corroborar.
“Yo sí,
fíjate”.
El grupito
se regocijó a su costa pero el futuro psicólogo estaba dispuesto a resistir. De
entre todas las tácticas de comunicación efectiva que había aprendido y,
consciente de las mermadas facultades de la chica, Romero optó por no perder
tiempo e ir directo al grano.
“Te he
estado buscando”, le dijo acercándose mucho para que las otras no se enteraran.
“Para ver que tal estabas”.
Charo
le miró a los ojos otra vez y se encogió de hombros.
“¿Cómo
quieres que esté?” Replicó y volvió a fijarse en el fondo de su vaso.
“¿Te
apetece charlar un rato?”
El chico
hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado de la calle, invitándola a
seguirle a un sitio más tranquilo, pero Charo no se movió. Bajó la cabeza y la
meneó muy despacio chasqueando la lengua varias veces. Cuando la levantó tenía
los ojos rojos y llenos de lágrimas.
“¿Por
qué no me dejáis todos en paz?” Gritó y le tiró la bebida que le quedaba en el
vaso ante la estupefacción de los que les rodeaban.
Romero se
quedó mudo e inmóvil mientras los murmullos se intensificaban, aderezados por
las primeras carcajadas. No quiso consolar su llanto ni evitar que Charo diera
media vuelta y se marchara a la carrera acompañada por dos de sus amigas. El resto
se apartaron despacio, dejándole solo con la cara empapada de alcohol. Respiró el
olor intenso y se le nublaron los sentidos, pero pudo mantener la compostura el
tiempo justo para retirarse dignamente antes de que el lugar recuperara su
algarabía habitual.
Al doblar
la esquina tuvo que apoyarse en la pared y ahogó un grito tapándose la boca con
las manos. Resistió una nausea salvaje y se obligó a respirar profundo y
despacio…tres, cuatro, cinco veces… Hasta que su mente racional volvió a
situarle en el preciso instante y lugar que el destino le había deparado. Mucho
más despacio, reemprendió la marcha de vuelta al colegio soportando el frío de
la madrugada al calor de la rabia y la vergüenza que aún le torturaban. Al cruzar
el río por el puente viejo se detuvo casi sin querer y se acercó a la
barandilla de metal que brillaba congelada a la luz de una farola muy baja. Cauto,
contempló las aguas negras que se deslizaban silenciosas entre los pilares anchísimos
de piedras centenarias pero, azuzado por una ridícula osadía de cobarde
resentido, se alzó de puntillas y asomó medio cuerpo, aferrándose firme a la
barra de metal que le presionaba la barriga. El recuerdo de Antonio que se había
ido perfilando en la bruma discreta que ascendía de las aguas se le presentó
sereno, apetecible pero inalcanzable. Romero exageró una sonrisa patética y forzó
una lágrima de rabia que no dejó caer al río pues secó con la manga en
un gesto furtivo antes de volverse a medias.
“Hola”,
saludó algo sorprendido.
Los últimos
pasos abandonaron el sigilo y el golpe resonó muy seco en su cabeza.
Romero
se tambaleó e instintivamente se inclinó hacia atrás contra la barandilla para
evitar un nuevo impacto del pedrusco. Desesperado, trató de asirse a las mismas
manos que le empujaron por el pecho hasta hacerle caer.
Sintió el agua helada y
la fuerza de la corriente con la certeza de que todo había terminado.