martes, 18 de diciembre de 2012

Me dejo de historias


A tres días del solsticio de invierno y a la espera de un Apocalipsis remolón al que le van a faltar agallas, me dispongo yo a concluir otra creación que comenzó hace algo más de un año.

Con ambiguas sensaciones hago balance de estos catorce intensos meses durante los cuales me empeñé en un afán creativo que ha resultado excitante y agotador a partes iguales y que no del todo me deja satisfecho.

Ni en mis mejores sueños habría  yo imaginado que alguno de mis poemas antiguos o ensoñaciones modernas iban a provocar comentarios tan positivos como los que alguno de vosotros me habéis dedicado; ni que gentes repartidas por medio mundo iban a seguir, fieles, el devenir de estos monólogos. No creo, sin embargo, haber sido capaz de suscitar la atención necesaria para hacer de esto algo más que un mero ejercicio y, concluida con éxito la primera parte de la improvisada historia que comenzó con un “Prólogo sin libro”, me retiro discreto para continuar este y otros relatos en la intimidad y con el recogimiento necesario. No tengo ninguna duda de que volveremos a escribirnos y leernos en un futuro no  muy lejano. De momento os recuerdo que mi novela “Entre dos cartas” que, aunque inspirada en estas fechas que afrontamos, hará buena lectura en cualquier época del año, seguirá disponible en “Amazon” y que las entradas de este blog permanecerán abiertas. A parte de estas, con vuestro permiso y sin más dilación, me dejo de historias por una temporada.

viernes, 7 de diciembre de 2012

XXXVI


“Pero quédate”.

Miguel Ángel negó con la cabeza.

“A mí se me ha hecho tarde”, dijo.

Romero sonrió nervioso y se acercó al grupo de muchachas que rodeaban a Charo a la puerta de una taberna miserable que de día apenas acogía a un puñado de parroquianos desocupados. Hasta allí había llegado, acompañado por el de medicina con la esperanza consumada de encontrarla, arriesgándose por los arrabales del otro lado del río. Romero se volvió a tiempo aún de haberle detenido antes de que subiera en el coche, pero se obligó a seguir noche adelante a donde el destino quisiera llevarle.

Mantuvo un paso firme hacia ellas pero titubeó al no hallar ninguna que se percatara de su presencia y casi se giró de vuelta sin decir una palabra. Levantó, sin embargo, al fin los ojos en una mirada algo nublada y le sonrió a medias con un gesto ambiguo que le obligó a quedarse.

Sus amigas le abrieron paso y Romero se acercó algo solemne y sobrecogido, como si fuera el sacrificio de una atávica ceremonia secreta.

“¿No tomas nada? Le preguntó Charo, levantando su propia copa con un pulso sospechoso que su aliento vino a corroborar.

“Yo sí, fíjate”.

El grupito se regocijó a su costa pero el futuro psicólogo estaba dispuesto a resistir. De entre todas las tácticas de comunicación efectiva que había aprendido y, consciente de las mermadas facultades de la chica, Romero optó por no perder tiempo e ir directo al grano.

“Te he estado buscando”, le dijo acercándose mucho para que las otras no se enteraran. “Para ver que tal estabas”.

Charo le miró a los ojos otra vez y se encogió de hombros.

“¿Cómo quieres que esté?” Replicó y volvió a fijarse en el fondo de su vaso.

“¿Te apetece charlar un rato?”

El chico hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado de la calle, invitándola a seguirle a un sitio más tranquilo, pero Charo no se movió. Bajó la cabeza y la meneó muy despacio chasqueando la lengua varias veces. Cuando la levantó tenía los ojos rojos y llenos de lágrimas.

“¿Por qué no me dejáis todos en paz?” Gritó y le tiró la bebida que le quedaba en el vaso ante la estupefacción de los que les rodeaban.

Romero se quedó mudo e inmóvil mientras los murmullos se intensificaban, aderezados por las primeras carcajadas. No quiso consolar su llanto ni evitar que Charo diera media vuelta y se marchara a la carrera acompañada por dos de sus amigas. El resto se apartaron despacio, dejándole solo con la cara empapada de alcohol. Respiró el olor intenso y se le nublaron los sentidos, pero pudo mantener la compostura el tiempo justo para retirarse dignamente antes de que el lugar recuperara su algarabía habitual.

Al doblar la esquina tuvo que apoyarse en la pared y ahogó un grito tapándose la boca con las manos. Resistió una nausea salvaje y se obligó a respirar profundo y despacio…tres, cuatro, cinco veces… Hasta que su mente racional volvió a situarle en el preciso instante y lugar que el destino le había deparado. Mucho más despacio, reemprendió la marcha de vuelta al colegio soportando el frío de la madrugada al calor de la rabia y la vergüenza que aún le torturaban. Al cruzar el río por el puente viejo se detuvo casi sin querer y se acercó a la barandilla de metal que brillaba congelada a la luz de una farola muy baja. Cauto, contempló las aguas negras que se deslizaban silenciosas entre los pilares anchísimos de piedras centenarias pero, azuzado por una ridícula osadía de cobarde resentido, se alzó de puntillas y asomó medio cuerpo, aferrándose firme a la barra de metal que le presionaba la barriga. El recuerdo de Antonio que se había ido perfilando en la bruma discreta que ascendía de las aguas se le presentó sereno, apetecible pero inalcanzable. Romero exageró una sonrisa patética y forzó una lágrima de rabia que no dejó caer al río pues secó con la manga en un gesto furtivo antes de volverse a medias.

“Hola”, saludó algo sorprendido.

Los últimos pasos abandonaron el sigilo y el golpe resonó muy seco en su cabeza.

Romero se tambaleó e instintivamente se inclinó hacia atrás contra la barandilla para evitar un nuevo impacto del pedrusco. Desesperado, trató de asirse a las mismas manos que le empujaron por el pecho hasta hacerle caer. 

Sintió el agua helada y la fuerza de la corriente con la certeza de que todo había terminado.