Pablo
pensó que Miguel Ángel querría dar parte del enojoso percance de Marcos. Tras la
muerte de Antonio, cualquier incidente sería motivo de escándalo para las
familias de los residentes y analizado con lupa por sus superiores. Así pues le
pareció oportuno reunirse con el de Medicina para aconsejarle discreción y
mesura si, llegado el caso, se le requería información sobre el asunto.
Para su
sorpresa, fue el propio estudiante quien le convenció de la absoluta
trivialidad del accidente. Apenas cinco puntos de sutura y podría seguir
sirviendo cafés en un par de días.
Pero al
director el alivio le duró un suspiro. Justo hasta que el muchacho cambió de
tema y le preguntó sin más:
“¿Sabías
que alguien anduvo revolviendo en las cosas de Antonio y sacó algo de su cuarto
el mismo día que se lo llevaron muerto? Me lo contó uno de los enfermeros que
vinieron aquel día”, explicó ante la mirada inquisitiva del cura.
“¿Uno
de los chicos?” Se atrevió a preguntar.
“No sé
cual”.
Usaron
ambos el silencio que siguió para ordenar sus respectivas sospechas.
“¿Por
qué me cuentas esto?”
Miguel
Ángel recordó el comentario de Díaz aquella misma tarde.
“No te
hace mucha gracia, ¿eh?”
No pudo
evitar un gesto de furia que logró suavizar al encontrar el gesto serio del
muchacho.
“No es
un asunto agradable”, replicó.
“Creí
que debías saberlo”.
Pablo
se levantó de la silla y le dio la espalda para asomarse a la ventana. La
persiana aún estaba levantada y un viento muy desagradable de invierno tardío
agitaba un paisaje desolador.
“Yo qué
voy a saber”, se lamentó al cabo de un par de minutos que se hicieron eternos.
“No me
refiero a…”
“Yo sé
de qué me hablo”, recalcó muy seco y, volviéndose hacia él, recalcó:
“Vaya
si lo sé”.
Después
de todo, pensó el director, tal vez Antonio sí hubiera escrito aquella nota de
disculpa y el chico del que le había hablado y cuya identidad se negó a
revelar, fuera en verdad uno de sus compañeros de residencia como él había
supuesto y Antonio insistió en negar. De estar en lo cierto, la importancia del
asunto, suficiente para provocar el expolio furtivo del que Miguel Ángel le
acababa de informar, excedía de cuanto en un principio había supuesto.
Antonio
le había confesado que se aprovechó de una muchacha un par de años atrás. Se lo
había contado con un lógico azoro que apenas mitigaba la urgencia evidentísima
que al cura le preocupó más que su mortal pecado.
“Cálmate”,
le había tenido que ordenar.
Mas el
pobre chico siguió aturullado entre excusas torpes, relatando su efímera
aventura de verano.
“¿Pero
tú la forzaste?”, había preguntado Pablo con aterrada cautela. Después de lo de Martín no podía soportar la posibilidad de
acoger otro violador bajo su techo.
El cura
tuvo que disimular el alivio que sintió al negar Antonio con la cabeza y forzó
un tono severo al recriminarle.
“Eso no
te exime de haber pecado contra el sexto mandamiento; valiéndote además de
malas artes”.
El
muchacho alzó una mirada implorante que el director atajó levantando su índice
derecho.
“Prometiendo
cosas que no cumpliste”.
Antonio
le había contado que se marchó al día siguiente y que no había vuelto a llamarla
ni escribirle. En realidad no habían tenido ningún tipo de contacto hasta que
recibió la primera carta unas semanas después de comenzar el curso.
“Eran
notas de su diario”, le había explicado, “poemas de amor y cosas así”, añadió
bajando la cabeza avergonzado.
“Así
que aún te quiere”
Recordaba
Pablo que a Antonio no le había consolado en absoluto aquel comentario, más
bien al contrario. Con una repentina, incontrolable congoja empezó a sollozar y
balbuceó unas cuantas palabras ininteligibles antes de escupir con rabia.
“Seguro
que él ya lo sabía”.
Intrigado
por el asunto, el director había tratado de indagar en las causas de tan
exagerada reacción (Antonio nunca le había parecido suficientemente piadoso
para tamaños remordimientos) pero el chico logró recomponerse y se evadió con
una escueta disculpa.
“Un
amigo común que debe haber leído también el diario”.
Aquí es
donde las pesquisas de Pablo se enredaron en la creciente reticencia de
Antonio, quien, superado el inicial impulso que le había llevado a su despacho
para desahogarse, se había ido sumiendo en un tenebroso estado de ánimo que
engulló sus palabras y su buen juicio.
“Aclara
las cosas con el otro chico. Y a ella escríbele una carta de disculpa. Es lo
menos que puedes hacer”, le había recomendado el director mientras el
estudiante abandonaba el despacho para siempre.
Pablo
observó el gesto preocupado de Miguel Ángel y a punto estuvo de hablarle de
aquello. Hasta entonces había considerado improbable que su secreto hubiera
sido motivo suficiente para que se quitara la vida. Por otro lado, si el muchacho
había decidido marcharse devastado por aquel asunto, era demasiado tarde para
remediarlo, y airearlo sólo serviría para hacerles daño a otros.
Aquella
tarde, sin embargo, asumida la existencia cercana de un anónimo protagonista
(tal vez furioso de celos) en la trama, el recuerdo de las sospechas de el
inspector retornó con un ímpetu incontenible que acrecentó sus dudas de los
últimos días.
“¿Sabes
que Martín y Rubio se enzarzaron la otra noche?”
Miguel
Ángel le miró algo sorprendido y asintió en silencio.
El
director apretó los puños. Aquel por el que no sentía el deber de guardar
silencio, le imponía sin embargo más prudencia que cualquier otro. Cambió por
ello el guión de sus pensamientos justo antes de convertirlos en palabras:
“¿Y a
ti, qué te parece?”
Por más
que no le acabara de agradar, Pablo era consciente del estatus que el veterano
ostentaba en la comunidad. Si algo se sabía o se presumía entre los residentes,
a buen seguro que Miguel Ángel estaría al tanto y habríase formado una opinión
al respecto que, dadas las circunstancias, el director no podía dejar de
valorar.
“Que
esos dos ya no se arreglan”.
Pablo
exageró un gesto de decepción, dando a entender que eso era evidente para
todos.
“Me
refiero a qué piensas del nuevo”.
Pronunció
aquel adjetivo con un desprecio que al otro no le pasó desapercibido.
El
veterano, poco amigo de los chismes y menos de las coacciones, dudó un buen
rato y aún no estuvo seguro de estar haciendo lo correcto cuando respondió:
“Martín
no habla mucho y casi nadie le conoce”.
“¿No te
parece un chico violento?” Fue concretando el cura.
“No más
de lo que lo fueron con él”.
Pablo
puso un gesto de incredulidad.
“Vamos,
no sería para tanto”.
Alzó
los hombros Miguel Ángel en señal de indiferencia y replicó:
“¿Para
qué me preguntas entonces?”
“Y tú,
¿para qué vienes con historias?” Repitió furioso Pablo.
Aunque
el muchacho se hizo la misma pregunta, odiándose aún más que al propio
director, consiguió controlar el impulso de salir del despacho.
“¿Qué
te parece a ti Gerardo?
No era
la primera vez que hablaban de él. La segunda semana de novatadas, cuando se
hizo evidente que, a pesar de su edad, el nuevo era incapaz de plantarles cara
a los veteranos, Miguel Ángel intercedió por él y Pablo sugirió a sus secuaces
que exoneraran a Gerardo de las rutinas de iniciación.
“¿Eso a
qué viene?”
“¿Sabes
si le pasa algo?”
Miguel
Ángel había imaginado que las crecientes visitas de su amigo a la capilla
debían responder a alguna culpa no resuelta y se aventuró a tentar la
integridad y la memoria del cura.
“Tampoco
este habla demasiado”, declaró Pablo con un repentino alivio en su tono de voz
y una sonrisa que el otro aceptó con agrado.
“Tal
vez andemos demasiado suspicaces”, añadió al cabo de unos segundos.
“Puede”,
aceptó el estudiante.
“Conociste
a Antonio de niño, ¿verdad?”
Por
alguna razón, aquella pregunta no le resultó ya entrometida.
“Somos
paisanos y fuimos al mismo colegio”.
“¿Puedo
preguntar porqué ya no os tratáis?”
El uso
del presente se le escapó y tal vez por aquello, Miguel Ángel volvió a decidir
responderle.
“No era
de fiar”.
“¿Le
creías capaz de traicionar y mentir sin reparo?”
“Sí”,
confirmó sin más.
Siguió
un silencio durante el que ambos analizaron la facilidad con que estaban
accediendo a charlar sobre el muerto tras sus respectivas reticencias a hacerlo
de los vivos y, como si a los dos les pareciera como poco inapropiado,
decidieron dar por zanjado el asunto.
“Entonces…”,
empezó Pablo al tiempo que Miguel Ángel se ponía de pie, “…Marcos está bien”.
“Marcos,
sí”, respondió enigmático el muchacho antes de despedirse.