A Pablo
le costó un mundo escucharlo todo sin poder intervenir. Las carreras, los
golpes, los insultos y amenazas le resultaban intolerables, pero no se atrevió
a interrumpirlas por no tener que dar explicaciones. Había acudido una vez más
a la habitación de Antonio tras colgar el teléfono en su despacho, dejando con
la palabra en la boca a la mujer desquiciada que había sido su madre. Aunque la
conversación había comenzado de forma correcta e inicialmente transcurrido por
cauces civilizados (la señora sólo quería transmitirle parte de las
innumerables muestras de cariño que seguían llegándole por doquier), el dolor
desgarrado se le fue desbordando y, en su afán de controlarlo, había desviado
sus desordenados sentimientos hacia una culpa que primero se cargó a sí misma
para, casi de inmediato, arrojarle al director de una manera
desproporcionadamente cruel e inmerecida.
Tal vez
por acallar aquellos injustos reproches había regresado al cuarto del
infortunado muchacho y, aunque al encerrarse allí no le hubiera importado que
le vieran (dado lo agitado de su estado de ánimo) a medida que su ansiedad se
le fue calmando, recuperó la discreción necesaria para aguardar momentos más
propicios para salir de allí.
Tras la
puerta había escuchado la trifulca que en un principio consideró irrelevante y
que, tras las últimas palabras de Rubio le sumió en una profundísima desazón
emponzoñada por una culpa, esta sí real y del todo merecida.
Tal vez
nunca debería haber accedido a admitirle. Quizás se hubiera equivocado cuando
aceptó el suculento donativo que el padre del muchacho había insistido en
entregarles si a su hijo se le otorgaba la oportunidad de redimirse entre tan
dignas paredes. El asunto le había llegado de esferas más altas, aquellas por
las que el empresario, buen cristiano y mejor mecenas, se movía tanto en la
provincia como en la capital. Tal vez parecidas influencias le habían servido
para librar a su hijo de la cárcel y a toda su familia del escarnio público.
Pablo nunca había deseado conocer más de lo que le fue dicho; que el chaval se había
propasado con una muchacha durante una fiesta y que la chica y su familia
habían decidido no denunciarle.
Para
Pablo aquello habría sido suficiente, pero la catadura moral y la manga ancha
de algunos de sus superiores, habían decidido por él sin tener en cuenta ninguna
de sus objeciones. Desde entonces había tratado de olvidar el asunto y
permanecer indiferente a todo cuanto tuviera que ver con Martín. El director
prefería creer que, por esa misma indolencia (que su secreta satisfacción ante
las penurias del chico, desmentía) había tolerado cada una de las barrabasadas
a que fue sometido durante los primeros dos meses de su estancia. Y el chico,
consciente sin duda de que Pablo estaba
al tanto de parte de su pasado y, temeroso de otros castigos más justos,
soportó el vendaval lo mejor que pudo hasta que, con el tiempo, casi todos
fueron olvidándose de él y el mismísimo director empezó a aceptarle como algo
más que la indeseable imposición de un padre influyente y una curia corrupta.
Pero
Antonio se quitó la vida y el dichoso inspector vino a llenarle la cabeza de
miedos y sospechas. Pablo volvió a reprimir el mismo temblor que le asaltaba
cada vez que se preguntaba si Andrés sabría del historial de Martín. Por miedo
a admitir su complicidad él no había revelado nada sobre el asunto pero en su
cabeza no podía quitarse la idea de que el muchacho era el candidato perfecto para
el asesino que propuso el policía. Gracias a Dios, el asunto había quedado
zanjado al no poder justificar el inspector nuevas investigaciones y la idea del
crimen había vuelto por fin a parecerle absurda e inaceptable.
Hasta
esa misma noche.
“Vas a
acabar como él”, le había advertido Martín. Y Rubio había revelado amenazas
previas de la misma índole.
En la
penumbra del cuarto, entre las escasas sombras que la noche clara le arrancaba
a la habitación casi vacía, Pablo recuperó cada tétrico pensamiento, cada hipótesis abominable de lo
que, a su desvariado juicio, podía haber sucedido aquella noche fatal. Y de
todas las imágenes que, obsesivas, se le habían colado en sus peores
pesadillas, volvió a toparse con aquella en la que Martín contemplaba impasible
el cadáver de su compañero aún balanceándose bajo la barra de la que acababa de
colgarle.
El
director tuvo que menear la cabeza para sacudirse tan morbosas ideas, pero no
logró calmarse lo suficiente para desterrarlas por completo y regresó a aquella
tarde en que, en un lamentable arrebato de rabia y de culpa, le había confiado
a Mariano los motivos de la más que inusual admisión de Martín y el pecado con
el que cargaba. Le había pedido al portero que no le perdiera de vista en
lugares comunes, pero al poco, y como sólo le daba parte de las excesivas
novatadas por las que le hicieron pasar, el director le liberó de aquel deber y
nunca más hablaron del asunto.
Pablo
trató de aferrarse a aquel instante de cordura y a la fuerza consiguió
serenarse lo suficiente para abrir la puerta con cuidado y salir sigilosamente
al pasillo. Dudó un instante antes de pulsar el interruptor que iluminó el
pasillo hasta la escalera. Fuera ya de aquel nicho no tenía porqué seguir
amparándose entre sombras. No pudo, sin embargo, evitar una premura sospechosa
al alejarse de la habitación, como si en el fondo, se supiera culpable de algo.
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