miércoles, 19 de septiembre de 2012

XXVIII


A Pablo le costó un mundo escucharlo todo sin poder intervenir. Las carreras, los golpes, los insultos y amenazas le resultaban intolerables, pero no se atrevió a interrumpirlas por no tener que dar explicaciones. Había acudido una vez más a la habitación de Antonio tras colgar el teléfono en su despacho, dejando con la palabra en la boca a la mujer desquiciada que había sido su madre. Aunque la conversación había comenzado de forma correcta e inicialmente transcurrido por cauces civilizados (la señora sólo quería transmitirle parte de las innumerables muestras de cariño que seguían llegándole por doquier), el dolor desgarrado se le fue desbordando y, en su afán de controlarlo, había desviado sus desordenados sentimientos hacia una culpa que primero se cargó a sí misma para, casi de inmediato, arrojarle al director de una manera desproporcionadamente cruel e inmerecida.

Tal vez por acallar aquellos injustos reproches había regresado al cuarto del infortunado muchacho y, aunque al encerrarse allí no le hubiera importado que le vieran (dado lo agitado de su estado de ánimo) a medida que su ansiedad se le fue calmando, recuperó la discreción necesaria para aguardar momentos más propicios para salir de allí.

Tras la puerta había escuchado la trifulca que en un principio consideró irrelevante y que, tras las últimas palabras de Rubio le sumió en una profundísima desazón emponzoñada por una culpa, esta sí real y del todo merecida.

Tal vez nunca debería haber accedido a admitirle. Quizás se hubiera equivocado cuando aceptó el suculento donativo que el padre del muchacho había insistido en entregarles si a su hijo se le otorgaba la oportunidad de redimirse entre tan dignas paredes. El asunto le había llegado de esferas más altas, aquellas por las que el empresario, buen cristiano y mejor mecenas, se movía tanto en la provincia como en la capital. Tal vez parecidas influencias le habían servido para librar a su hijo de la cárcel y a toda su familia del escarnio público. Pablo nunca había deseado conocer más de lo que le fue dicho; que el chaval se había propasado con una muchacha durante una fiesta y que la chica y su familia habían decidido no denunciarle.

Para Pablo aquello habría sido suficiente, pero la catadura moral y la manga ancha de algunos de sus superiores, habían decidido por él sin tener en cuenta ninguna de sus objeciones. Desde entonces había tratado de olvidar el asunto y permanecer indiferente a todo cuanto tuviera que ver con Martín. El director prefería creer que, por esa misma indolencia (que su secreta satisfacción ante las penurias del chico, desmentía) había tolerado cada una de las barrabasadas a que fue sometido durante los primeros dos meses de su estancia. Y el chico, consciente sin duda de que  Pablo estaba al tanto de parte de su pasado y, temeroso de otros castigos más justos, soportó el vendaval lo mejor que pudo hasta que, con el tiempo, casi todos fueron olvidándose de él y el mismísimo director empezó a aceptarle como algo más que la indeseable imposición de un padre influyente y una curia corrupta.

Pero Antonio se quitó la vida y el dichoso inspector vino a llenarle la cabeza de miedos y sospechas. Pablo volvió a reprimir el mismo temblor que le asaltaba cada vez que se preguntaba si Andrés sabría del historial de Martín. Por miedo a admitir su complicidad él no había revelado nada sobre el asunto pero en su cabeza no podía quitarse la idea de que el muchacho era el candidato perfecto para el asesino que propuso el policía. Gracias a Dios, el asunto había quedado zanjado al no poder justificar el inspector nuevas investigaciones y la idea del crimen había vuelto por fin a parecerle absurda e inaceptable.

Hasta esa misma noche.

“Vas a acabar como él”, le había advertido Martín. Y Rubio había revelado amenazas previas de la misma índole.

En la penumbra del cuarto, entre las escasas sombras que la noche clara le arrancaba a la habitación casi vacía, Pablo recuperó cada tétrico  pensamiento, cada hipótesis abominable de lo que, a su desvariado juicio, podía haber sucedido aquella noche fatal. Y de todas las imágenes que, obsesivas, se le habían colado en sus peores pesadillas, volvió a toparse con aquella en la que Martín contemplaba impasible el cadáver de su compañero aún balanceándose bajo la barra de la que acababa de colgarle.

El director tuvo que menear la cabeza para sacudirse tan morbosas ideas, pero no logró calmarse lo suficiente para desterrarlas por completo y regresó a aquella tarde en que, en un lamentable arrebato de rabia y de culpa, le había confiado a Mariano los motivos de la más que inusual admisión de Martín y el pecado con el que cargaba. Le había pedido al portero que no le perdiera de vista en lugares comunes, pero al poco, y como sólo le daba parte de las excesivas novatadas por las que le hicieron pasar, el director le liberó de aquel deber y nunca más hablaron del asunto.

Pablo trató de aferrarse a aquel instante de cordura y a la fuerza consiguió serenarse lo suficiente para abrir la puerta con cuidado y salir sigilosamente al pasillo. Dudó un instante antes de pulsar el interruptor que iluminó el pasillo hasta la escalera. Fuera ya de aquel nicho no tenía porqué seguir amparándose entre sombras. No pudo, sin embargo, evitar una premura sospechosa al alejarse de la habitación, como si en el fondo, se supiera culpable de algo.

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