No he
tenido más que abrir los ojos esta mañana y sentir aliviado este eterno dolor
de cabeza para reconocer un día especial; un par de pliegos de hoja natural
(corteza de árboles centenarios) enrollados sobre mi mesilla así lo han
confirmado, algo antes de que, ya en la autopista camino de Liverpool y
aprovechando una tregua de la lluvia, un sol espléndido recién amanecido me haya
seguido imperturbable como un foco de gloria merecida.
Permitidme
cierta (o infinita) vanidad en un día como hoy, cuando los tiempos empiezan a
acelerarse mientras mis obras aguardan pacientes, enredadas en un limbo
artificial. Dejadme saborear las memorias agridulces de otros otoños antiguos
de Kalkitos y olores a libros recién forrados. Concededme la licencia de contarme
entre los pupilos de un genio que se fue hace casi un año, pero que a mi se me
murió ayer, cuando lo supe (aquel a quien ya mencioné en este blog, instigador
anodino de mi afán por hilvanar palabras para hacer historias).
Aún me
aguardan quehaceres y compromisos que cumplir en este veintisiete de septiembre
y, tal vez, todavía alcance otros méritos inesperados. Mientras tanto haced a
bien reconocerme la valía de sobrevivir a tormentas interminables, decepciones
pasajeras (no las hay definitivas) y a la marcha de poetas octogenarios.
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