El
griterío ensordecedor de las aves le recibió al salir a la calle. La mañana de
Junio era fresca, pero un cielo azul inmaculado auguraba otro día de calor. Sus
pasos le llevaron como antaño por calles estrechas, siempre solitarias, hasta
el ábside de la fortaleza. Decidió bordear la muralla en busca del valle y la
sierra y, a medida que se aproximaba al alcázar, los dardos negros arreciaron
contra la pared milenaria, recordando antiguas batallas por el corazón de
Castilla. El rosetón de la iglesia de San Pedro le observó como un ojo
descomunal, mientras su figura menuda se perfilaba ante la entrada del arco.
Una Santa enorme, recostada, extendía su mano generosa, justo frente a su
imagen mística, encaramada al cielo, en el centro de la plaza.
Asomado
al talud del Rastro, sobre los tejados de la parte sur, se sintió como entonces
dueño y señor de las llanuras y las cumbres. Casi al alcance de su mano una
torre, tocada de nido de cigüeñas, se alzaba justo por encima del paseo,
desafiando a la mole de piedra almenada que se erguía a su espalda.
Como
una fría y repentina ráfaga de viento, sintió la ciudad demasiado vacía, la
meseta demasiado verde, la
Serrota desdentada y roma. Por momentos, percibió el canto
distinto de otro tipo de aves chillarle a la claridad de otro día incipiente
tras las cortinas echadas del cuarto.
Despertó
consciente ya del vertiginoso viaje que le había llevado de vuelta, con el
placer incomparable de un paseo matutino entre escudos y balcones, respirando
el aire tibio y quieto de un cielo altísimo atravesado de vencejos.
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