Tan
pronto el último residente hubo abandonado el despacho, sin dedicarle siquiera
una mirada a su anfitrión, el inspector garabateó unas líneas en su libreta y,
de un vistazo, repasó el resto de sus notas. El director observó preocupado
como el policía marcaba tres páginas con
una cruz antes de exhalar un suspiro de cansancio, posar sus gafas sobre la
mesa y ponerse de pie.
A pesar
del frío intenso y la noche inminente uno de los estudiantes practicaba en la
cancha de baloncesto. Hasta aquel momento el inspector no se había percatado
del monótono ritmo del bote en el suelo de cemento y el ocasional estruendo del
metal oxidado al golpear la pelota en el aro sujeto sólo a medias del tablero.
Desde la ventana del despacho y a la escasa luz de la tarde, le resultó
imposible reconocer al muchacho, pero, en su manera violenta de lanzar el balón
y la desgana al recogerlo de vuelta, reconoció parte de la furia y la
frustración que le hubiera gustado presenciar durante sus interrogatorios.
“Entonces”,
empezó sin dejar de observar al muchacho, “¿cuántos chicos nuevos llegaron este
año?”
“Catorce”.
El
policía no le escuchó. Había quedado enganchado en una mirada efímera, como un
relámpago, que al muchacho pareció perturbarle tanto como a él. Sin soltar la
pelota, bajó la cabeza y tiró hacia la puerta abierta en la valla de metal que
bordeaba la pista.
“¿Quién
es?”, preguntó, volviéndose hacia Pablo.
Pero el
director no llegó a asomarse a tiempo de verle correr directo a la entrada del
edificio. Pablo hizo ademán de salir al pasillo con la intención de dar con él,
pero el inspector le detuvo.
“No hay
necesidad de alarmar a nadie. Estoy seguro de que podrá averiguarlo más tarde”.
Pablo
asintió aliviado.
“¿Cuántos?
Al otro
le llevó unos segundos comprender.
“Catorce,
sí”.
“Haga
el favor de escribirme una lista con sus nombres”.
El
director le miró molesto.
“Por
Dios, no querrá que vuelva a leerlas una por una”, protestó, señalando su
libreta con un gesto de hartura.
Le
dolía admitir que no había sido lo suficientemente metódico a la hora de
formular sus calculadas (y a la vista insuficientes) preguntas, pero no estaba
dispuesto a confesarle al cura que él solo no podría identificar a los catorce
en cuestión.
El
director meneó la cabeza, tratando de ignorar la vana mención del altísimo.
“¿Puedo?”
Preguntó antes de sentarse en su silla, tomar el bolígrafo de la mesa y ponerse
a escribir en la siguiente página en blanco tras las notas del policía.
“Dígame,
¿qué tipo de novatadas se han tolerado aquí?”
Pablo
dejó de escribir pero no le miró. El inspector supo que fingió forzar la
memoria cuando se detuvo al escuchar su malintencionada pregunta. Al cabo de un
par de segundos retomó su tarea y, en cuanto la hubo terminado, levantó los
ojos hasta encontrar los del policía, que se había quedado de pie a un palmo de
la mesa.
“¿A qué
se refiere?” Replicó sin perder la compostura.
“De
sobra sabe usted por lo que estoy aquí”, declaró sincero el otro. “Ya le
advertí que había indicios de…”
El cura
levantó la palma de la mano hacia el policía y éste se detuvo respetuoso.
“Indicios,
como bien apunta”.
Pero la
voz le tembló al decir aquello, dando muestras de gran parte de sus dudas y sus
miedos.
“Mira,
Pablo”, el tuteo le resultó demasiado artificial pero necesario dadas las
circunstancias, “si alguno de los chicos…estuviera implicado”, continuó tras
elegir cuidadosamente sus palabras, “el resto podría estar en peligro”.
El
director golpeó el cuero que recubría el brazo de su silla y apretó la madera,
sujetándose un impulso de rabia que logró controlar.
“Ya le
dije que debería haberlos mandado a sus casas”.
“¡En
mitad del curso!”
Él
mismo advirtió lo pueril de su comentario, pero la mirada despreciativa del
cura no dejó de ofenderle.
“¿Andrés?”
El
inspector asintió en silencio.
“Escuche,
Andrés. Empiezo a no estar seguro de que sepa usted lo que está haciendo y
estoy dispuesto a que sus superiores me saquen de dudas”.
El
inspector recibió la amenaza sin mover un músculo, pero acusó el golpe en pleno
orgullo. Lo último que necesitaba era un cura criticando su trabajo.
“No
pasará nada malo si se hacen las cosas como es debido”.
“¿Y
cómo deben hacerse las cosas según usted?”
El
inspector no respondió. A cambio, extendió la mano y recogió su libreta.
“Gracias”,
dijo, tras un vistazo rápido a la lista y descolgó su abrigo del perchero.
“Espero
por su bien que no suceda otra desgracia”.
El
policía se detuvo y le miró desafiante.
“Me
agrada saber que se preocupa usted por los chicos”.
La
mueca iracunda de Pablo no evitó que Andrés
se acercara a la puerta y la abriera con calma.
“Por cierto;
aún no ha contestado mi pregunta”, le recordó antes de salir.
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