Dos
horas de avión fueron suficientes para borrar de un plumazo un verano
incipiente que amenazaba ya con sus implacables calores. Inmerso pues en este
junio otoñal sin visos de mejora, regresé a la rutina de volante y formularios,
envuelto en un aura gris que sólo consigo sacudirme cuando llego a casa cada
tarde.
En
estos días confusos, inestables, en los que cuesta un mundo descubrirle una
pizca de belleza a los escenarios de mis andanzas, hasta las palabras se acoquinan
y se esconden en los repliegues de un alma demasiado arrugada. Cuando se
muestran, aparecen disfrazadas de mediocridad, perezosas, aburridas; retóricos
epítetos con que adornar quejas antiguas, imperecederas.
Engullo
kilómetros de asfalto, envuelto en un tráfico ávido también de carretera, en
busca de ocho horas, de otro día. Tal vez no pudiera tolerarlo si no supiera
que allá de donde vengo no dejan las olas de romper y que eterno,
imperturbable, nos aguarda siempre el mar.
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