En
momentos como aquel se imponía mantener la calma pero todo alrededor invitaba
al jolgorio y el desenfreno propio de aquellas horas intempestivas cuando,
desde hacía rato ya, las voluntades luchaban por mantenerse a flote en mares
alcohólicos bajo atmósferas intoxicadas.
Alguien se acercó curioso por detrás y en su ímpetu
por ver que pasaba, se plantó en el centro mismo del círculo que formaban
alrededor del bulto que seguía moviéndose lento y descoordinado bajo la manta.
Apenas se había arrastrado medio metro desde el punto donde, cinco minutos
antes, lo habían encontrado emitiendo gemidos escasos y muy débiles, como de
vida que empieza o está a punto de terminar.
El
chico que se había abierto paso a empujones evitó tropezar con aquello y se
quedó parado, mirándolo con cautela. Por un momento se acuclilló y acercó la
mano como si fuera a destaparlo, pero no se atrevió y volvió a erguirse con una
expresión mezcla de recelo y de bochorno.
“¿Qué
es?” Preguntó alternando la mirada entre los siete que le rodeaban.
Callaron
todos sobre el estruendo de la música que escapaba del bar más cercano. Algunos
alzaron los hombros con indiferencia pero la mayoría bajaron los ojos,
temerosos de dar muestra de la duda y el miedo que les atenazaban.
El
bulto, apenas más grande que una pelota de rugby, se había detenido y guardaba
también silencio, como si esperara así mismo una respuesta. Al cabo de un par
de minutos de tensa espera, dos de los curiosos aprovecharon la ocasión para
ignorarlo por fin y se alejaron con sigilo, sin prestarle más atención a la
jarana de la noche.
“¿Y
si…?” Empezó la muchacha y, como animado por un resorte, el chico que se había
aproximado tocó el bulto con el pie y, al ver que seguía inmóvil, insistió con
un golpecito que tampoco provocó efecto alguno, mas lanzó a la carrera a otros
cuatro de cuantos observaban consternados la escena.
El
muchacho miró a la chica negando despacio con la cabeza y se puso el dedo
índice cruzado sobre los labios antes de alejarse también.
La
chica se quedó un poco más, lo justo para convencerse de que no había nada que
pudiera ni debiera hacer. Sin dejar de mirarlo dio media vuelta y aún se giró
varias veces antes de doblar la esquina y tirar para casa. Cuando llegó a su
portal, la angustia culpable que le había ido creciendo en las entrañas se
desbordó imparable y la obligó a regresar a toda prisa con el aliento
atropellado de cansancio y de terror.
Cuando
llegó halló la manta arrugada entre la basura y, al levantarla, tan solo una
mancha oscura en el suelo. Con la mano sobre la boca ahogando un lamento buscó
ansiosa alrededor, pero no vio nada.
La
música retomó un ritmo salvaje y los gritos de la gente arreciaron
indiferentes; como cada noche.
¡Impresionante!
ResponderEliminarGracias, Aurea.
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