jueves, 2 de mayo de 2013

XXXVII


El inspector tuvo que aguantarse un sonrisa que, dadas las circunstancias, hubiera resultado fuera de lugar. Ante él y sus inmediatos superiores el forense se esforzaba en dotar con el tono de su voz de un ápice de emoción a la científica evidencia de su informe.

No cabía duda de que al muchacho le habían abierto la cabeza antes de caer al río y, aunque la muerte se produjo por ahogamiento, resultaba evidente que no se trataba de un accidente o de, como algunos se empeñaban en creer, otro lamentable suicidio.

Percibió el inspector algo de su discreta euforia reflejada en el proporcional y así mismo disimulado disgusto del comisario; el mismo que, unas semanas antes y tras una tensa conversación telefónica con cierto cura malencarado, le había ordenado olvidarse de los asuntos que atañían a su respetable institución. Tanto como en un principio había dolido (sobre todo a su orgullo), aquel revés no vino sino a azuzarle un afán de servil compostura y constante dedicación. Por nada del mundo podía permitirse arriesgar una prometedora carrera como la suya por un asunto de curas y de críos (por muy siniestro y estimulante que pareciera). Ya se presentarían mejores oportunidades en que mostrarse especial, sobresaliente, ¡único! Había temblado aún de rabia al alcanzar aquellos ocasionales momentos de éxtasis autocompasivo y a menudo se vio obligado a ausentarse de charlas o reuniones por disimular arrebatos de cólera o de profundo pesar.

Fue en uno de aquellas tediosas sesiones matinales donde dieron parte de la denuncia. Los padres del muchacho se habían plantado con Pablo en comisaría. Hacía más de dos días que su hijo  no pasaba por la residencia y nadie sabía de él. Poco tardaron en recopilar sus últimas andanzas conocidas y, tras un par de días de infructuosa búsqueda, el cadáver apareció varios kilómetros río abajo, para conmoción general y otras emociones particulares que iban de la absoluta desolación al gozo más sentido.

No era la suya profesión para remilgos ni medias tintas, de modo que no se empeñó en compasivas conmiseraciones ni siquiera cuando hubo de reunirse con los desgraciados progenitores ni, mucho menos, al volver a vérselas con el otro padre. Mantuvo, eso sí, el más controlado gesto de indiferencia profesional, que los unos aceptaron con resignación y el otro con hostil resistencia.

Al director le había costado reconocerse impotente ante aquella nueva desgracia cuyo sentido se le escapaba aún más que el de la primera. Que nunca vinieran solas, en nada justificaba el brutal ensañamiento con su, hasta entonces modélica comunidad. Nada podía explicar la muerte de dos jóvenes (apenas unos niños) y, ni la más remota casualidad parecía capaz de rebatir las acusaciones del inspector.

“Parece que esta vez no queda ninguna duda”.

Pablo no había podido evitar un gesto de desprecio, pero bajó la voz por si los padres aún pudieran oírles desde fuera.

“Le recuerdo que fue usted quien impidió que desalojáramos el colegio”.

“Y usted quien se negó a creerme y evitó que diéramos con él antes de que volviera a hacerlo”.

Al cura se le llenaron los ojos de lágrimas y el inspector dejo de mirarle con cierto pudor.

“No nos va a quedar más remedio que hacer esto juntos”, dijo sin un ápice de rencor antes de abrirle la puerta de su despacho para que saliera.  

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