Tal vez
si la ventana de su habitación hubiera dado al aparcamiento, se habría asomado
al escuchar la sirena que, en su confuso estado de ánimo (mezcla de rabia y
preocupación) le había sonado lejana y ajena por completo. Quizás la escena le habría
devuelto entonces las sensaciones de aquella otra tarde en que se le llevaron
para siempre y habría así recuperado algo de la satisfacción que se le había
ido consumiendo en las últimas semanas.
Cumplido
el objetivo mucho más allá de sus mejores expectativas, aquel éxito empezaba a
perder el lustre y pronto parecería tan solo uno más de sus caprichos
pasajeros. Peor aún; enturbiado por la inicial amenaza de la policía y la más
reciente de los dos futuros psicólogos, estaba convirtiéndose en un constante
motivo de furia y de pánico.
¿Qué
más sabría Romero? ¿Qué les habría contado ya a sus amigos? Pensó que tal vez
no se hubiera perdido y fuera él quien lo encontrara. En un obsesivo ejercicio
de autodefensa, corrió al armario y abrió uno de los cajones. De debajo de su
ropa interior extrajo una hoja de papel doblada. La misma que, en un acto de
audacia que aún le causaba cierto orgullo, había conseguido recuperar de su
cuarto y que descubrió incompleta unos minutos después, al volver a leerla en
su habitación. Debía haberla destruido en ese mismo instante, pero le faltó
valor y la guardó con las otras.
Semanas
después, al repasar sus líneas hasta la esquina amputada, fue recuperando el
sosiego con la certeza de que bien poco podía delatarle un pedacito minúsculo
de papel con un puñado de palabras inconexas. Y el resto de las notas, aquellas
que le había enviado con anterioridad y cuyas copias había releído cientos de
veces, no mencionaban su nombre para poder incriminarle. Con un dolor repentino
que hacía tiempo no sentía ya, se preguntó qué habría hecho Antonio con
aquellas súplicas ingenuas, si las habría leído siquiera o las habría tirado
también como hizo con ella. De no haberlo hecho, quizás sus padres las
guardaban ahora celosos con los recuerdos de su hijo y, quien sabe, si algún
día las leerían y serían capaces de recordarla. La tercera opción, la de que
obraran en poder de Romero, podía resultar inconveniente pero (volvió a
repetirse) en ningún caso peligroso.
A lo
mejor no llegó a serenarse como había creído o el impacto de cruzársele en las
escaleras fue demasiado brutal. El caso es que el rostro lívido de Romero (a
quien la sangre le obnubilaba los sentidos) y el comentario que intercambió con
Luis mientras se alejaban, terminaron por ponerle en guardia y le azuzaron un
sentimiento de supervivencia que empezó a darle miedo.
“Tú no
le viste tambaleándose como yo, pero ya te lo contará tu hermano”, le había
dicho al menor de los Vicente. Y el otro recordó a Antonio tratando de
abandonar el cuarto de baño la noche que le estranguló.
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