domingo, 14 de octubre de 2012

XXXI


Tal vez si la ventana de su habitación hubiera dado al aparcamiento, se habría asomado al escuchar la sirena que, en su confuso estado de ánimo (mezcla de rabia y preocupación) le había sonado lejana y ajena por completo. Quizás la escena le habría devuelto entonces las sensaciones de aquella otra tarde en que se le llevaron para siempre y habría así recuperado algo de la satisfacción que se le había ido consumiendo en las últimas semanas.

Cumplido el objetivo mucho más allá de sus mejores expectativas, aquel éxito empezaba a perder el lustre y pronto parecería tan solo uno más de sus caprichos pasajeros. Peor aún; enturbiado por la inicial amenaza de la policía y la más reciente de los dos futuros psicólogos, estaba convirtiéndose en un constante motivo de furia y de pánico.

¿Qué más sabría Romero? ¿Qué les habría contado ya a sus amigos? Pensó que tal vez no se hubiera perdido y fuera él quien lo encontrara. En un obsesivo ejercicio de autodefensa, corrió al armario y abrió uno de los cajones. De debajo de su ropa interior extrajo una hoja de papel doblada. La misma que, en un acto de audacia que aún le causaba cierto orgullo, había conseguido recuperar de su cuarto y que descubrió incompleta unos minutos después, al volver a leerla en su habitación. Debía haberla destruido en ese mismo instante, pero le faltó valor y la guardó con las otras.

Semanas después, al repasar sus líneas hasta la esquina amputada, fue recuperando el sosiego con la certeza de que bien poco podía delatarle un pedacito minúsculo de papel con un puñado de palabras inconexas. Y el resto de las notas, aquellas que le había enviado con anterioridad y cuyas copias había releído cientos de veces, no mencionaban su nombre para poder incriminarle. Con un dolor repentino que hacía tiempo no sentía ya, se preguntó qué habría hecho Antonio con aquellas súplicas ingenuas, si las habría leído siquiera o las habría tirado también como hizo con ella. De no haberlo hecho, quizás sus padres las guardaban ahora celosos con los recuerdos de su hijo y, quien sabe, si algún día las leerían y serían capaces de recordarla. La tercera opción, la de que obraran en poder de Romero, podía resultar inconveniente pero (volvió a repetirse) en ningún caso peligroso.

A lo mejor no llegó a serenarse como había creído o el impacto de cruzársele en las escaleras fue demasiado brutal. El caso es que el rostro lívido de Romero (a quien la sangre le obnubilaba los sentidos) y el comentario que intercambió con Luis mientras se alejaban, terminaron por ponerle en guardia y le azuzaron un sentimiento de supervivencia que empezó a darle miedo.

“Tú no le viste tambaleándose como yo, pero ya te lo contará tu hermano”, le había dicho al menor de los Vicente. Y el otro recordó a Antonio tratando de abandonar el cuarto de baño la noche que le estranguló.

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