jueves, 4 de octubre de 2012

Moses (Entre dos cartas)


Uno, dos, tres, contaba Moses para sí, dilatando la espera más allá de cuanto hubiera deseado su impecable confianza. Hombres más recios habíanse rendido a sus puños sin apenas recibir un solo golpe, tal era su destreza en las distancias cortas. Pero algo se enredaba en sus músculos reteniendo el ímpetu que en vano se obstinaba en mantener. Algo en la calma exasperante que albergaba la actitud, apenas inquieta, de su adversario, algo suspendido en el ambiente lúgubre del cuarto, susurrado a medias por las aguas oscuras del río helado; el miedo a una muerte inesperada entre sombras extrañas lejos del cálido abrigo del sol del desierto. Cuando el otro alzó al fin la vista y encontró  la mirada perpleja de Moses, no sólo la tarde se estremeció al caer, perdida para siempre; también sus ojos se enredaron en un odio infinito de noche de invierno, que no había nunca de abandonar sus almas ni las tinieblas que las unían. Cómo deseó entonces Moses haber perdido la razón en brazos de una mujer, cualquiera de las que amó; cómo despojarse de la justa fama de audaz bravucón, que le había llevado hasta allí. Habría así evitado el mirar fijo de la muerte en las enormes pupilas del espectro que tenía enfrente. Y con ello el pánico ancestral, la atávica angustia de perderse sin más en el silencio de una noche efímera. Trató en vano de aferrarse a la razón para calmar su espíritu aprensivo, alimentado en tardes de hogueras por los viejos rituales de su infancia. Mas nunca como entonces había sentido la absoluta certeza de lo inevitable, el frío, las sombras, el fin. Nada podía hacer por detenerlo, ni siquiera escapar era posible. Recordó trances similares superados con orgullo de guerrero; maridos ultrajados, bandidos emboscados, peleas desiguales como aquella que libró por defender una carta frente al muro en el desierto. Pero en ninguno descubrió el mismo miedo poderoso controlar su voluntad, nunca se había sentido acorralado de tal forma por un solo hombre cargado de sombras. Sin perderlo de vista respiró profundo Moses. Tres, dos, uno, descontó ahora forzando a su destino, cualquiera que fuese, a mostrarse de una vez en la penumbra de la tarde. Y al llegar a cero, sin más excusas que su propio miedo, dejó que sus instintos le guiaran hacia lo desconocido.

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