jueves, 25 de octubre de 2012

XXXII


Pablo pensó que Miguel Ángel querría dar parte del enojoso percance de Marcos. Tras la muerte de Antonio, cualquier incidente sería motivo de escándalo para las familias de los residentes y analizado con lupa por sus superiores. Así pues le pareció oportuno reunirse con el de Medicina para aconsejarle discreción y mesura si, llegado el caso, se le requería información sobre el asunto.

Para su sorpresa, fue el propio estudiante quien le convenció de la absoluta trivialidad del accidente. Apenas cinco puntos de sutura y podría seguir sirviendo cafés en un par de días.

Pero al director el alivio le duró un suspiro. Justo hasta que el muchacho cambió de tema y le preguntó sin más:

“¿Sabías que alguien anduvo revolviendo en las cosas de Antonio y sacó algo de su cuarto el mismo día que se lo llevaron muerto? Me lo contó uno de los enfermeros que vinieron aquel día”, explicó ante la mirada inquisitiva del cura.

“¿Uno de los chicos?” Se atrevió a preguntar.

“No sé cual”.

Usaron ambos el silencio que siguió para ordenar sus respectivas sospechas.

“¿Por qué me cuentas esto?”

Miguel Ángel recordó el comentario de Díaz aquella misma tarde.

“No te hace mucha gracia, ¿eh?”

No pudo evitar un gesto de furia que logró suavizar al encontrar el gesto serio del muchacho.

“No es un asunto agradable”, replicó.

“Creí que debías saberlo”.

Pablo se levantó de la silla y le dio la espalda para asomarse a la ventana. La persiana aún estaba levantada y un viento muy desagradable de invierno tardío agitaba un paisaje desolador.

“Yo qué voy a saber”, se lamentó al cabo de un par de minutos que se hicieron eternos.

“No me refiero a…”

“Yo sé de qué me hablo”, recalcó muy seco y, volviéndose hacia él, recalcó:

“Vaya si lo sé”.

Después de todo, pensó el director, tal vez Antonio sí hubiera escrito aquella nota de disculpa y el chico del que le había hablado y cuya identidad se negó a revelar, fuera en verdad uno de sus compañeros de residencia como él había supuesto y Antonio insistió en negar. De estar en lo cierto, la importancia del asunto, suficiente para provocar el expolio furtivo del que Miguel Ángel le acababa de informar, excedía de cuanto en un principio había supuesto.

Antonio le había confesado que se aprovechó de una muchacha un par de años atrás. Se lo había contado con un lógico azoro que apenas mitigaba la urgencia evidentísima que al cura le preocupó más que su mortal pecado.

“Cálmate”, le había tenido que ordenar.

Mas el pobre chico siguió aturullado entre excusas torpes, relatando su efímera aventura de verano.

“¿Pero tú la forzaste?”, había preguntado Pablo con aterrada cautela. Después de lo de  Martín no podía soportar la posibilidad de acoger otro violador bajo su techo.

El cura tuvo que disimular el alivio que sintió al negar Antonio con la cabeza y forzó un tono severo al recriminarle.

“Eso no te exime de haber pecado contra el sexto mandamiento; valiéndote además de malas artes”.

El muchacho alzó una mirada implorante que el director atajó levantando su índice derecho.

“Prometiendo cosas que no cumpliste”.

Antonio le había contado que se marchó al día siguiente y que no había vuelto a llamarla ni escribirle. En realidad no habían tenido ningún tipo de contacto hasta que recibió la primera carta unas semanas después de comenzar el curso.

“Eran notas de su diario”, le había explicado, “poemas de amor y cosas así”, añadió bajando la cabeza avergonzado.

“Así que aún te quiere”

Recordaba Pablo que a Antonio no le había consolado en absoluto aquel comentario, más bien al contrario. Con una repentina, incontrolable congoja empezó a sollozar y balbuceó unas cuantas palabras ininteligibles antes de escupir con rabia.

“Seguro que él ya lo sabía”.

Intrigado por el asunto, el director había tratado de indagar en las causas de tan exagerada reacción (Antonio nunca le había parecido suficientemente piadoso para tamaños remordimientos) pero el chico logró recomponerse y se evadió con una escueta disculpa.

“Un amigo común que debe haber leído también el diario”.

Aquí es donde las pesquisas de Pablo se enredaron en la creciente reticencia de Antonio, quien, superado el inicial impulso que le había llevado a su despacho para desahogarse, se había ido sumiendo en un tenebroso estado de ánimo que engulló sus palabras y su buen juicio.

“Aclara las cosas con el otro chico. Y a ella escríbele una carta de disculpa. Es lo menos que puedes hacer”, le había recomendado el director mientras el estudiante abandonaba el despacho para siempre.

Pablo observó el gesto preocupado de Miguel Ángel y a punto estuvo de hablarle de aquello. Hasta entonces había considerado improbable que su secreto hubiera sido motivo suficiente para que se quitara la vida. Por otro lado, si el muchacho había decidido marcharse devastado por aquel asunto, era demasiado tarde para remediarlo, y airearlo sólo serviría para hacerles daño a otros.

Aquella tarde, sin embargo, asumida la existencia cercana de un anónimo protagonista (tal vez furioso de celos) en la trama, el recuerdo de las sospechas de el inspector retornó con un ímpetu incontenible que acrecentó sus dudas de los últimos días.

“¿Sabes que Martín y Rubio se enzarzaron la otra noche?”

Miguel Ángel le miró algo sorprendido y asintió en silencio.

El director apretó los puños. Aquel por el que no sentía el deber de guardar silencio, le imponía sin embargo más prudencia que cualquier otro. Cambió por ello el guión de sus pensamientos justo antes de convertirlos en palabras:

“¿Y a ti, qué te parece?”

Por más que no le acabara de agradar, Pablo era consciente del estatus que el veterano ostentaba en la comunidad. Si algo se sabía o se presumía entre los residentes, a buen seguro que Miguel Ángel estaría al tanto y habríase formado una opinión al respecto que, dadas las circunstancias, el director no podía dejar de valorar.

“Que esos dos ya no se arreglan”.

Pablo exageró un gesto de decepción, dando a entender que eso era evidente para todos.

“Me refiero a qué piensas del nuevo”.

Pronunció aquel adjetivo con un desprecio que al otro no le pasó desapercibido.

El veterano, poco amigo de los chismes y menos de las coacciones, dudó un buen rato y aún no estuvo seguro de estar haciendo lo correcto cuando respondió:

“Martín no habla mucho y casi nadie le conoce”.

“¿No te parece un chico violento?” Fue concretando el cura.

“No más de lo que lo fueron con él”.

Pablo puso un gesto de incredulidad.

“Vamos, no sería para tanto”.

Alzó los hombros Miguel Ángel en señal de indiferencia y replicó:

“¿Para qué me preguntas entonces?”

“Y tú, ¿para qué vienes con historias?” Repitió furioso Pablo.

Aunque el muchacho se hizo la misma pregunta, odiándose aún más que al propio director, consiguió controlar el impulso de salir del despacho.

“¿Qué te parece a ti Gerardo?

No era la primera vez que hablaban de él. La segunda semana de novatadas, cuando se hizo evidente que, a pesar de su edad, el nuevo era incapaz de plantarles cara a los veteranos, Miguel Ángel intercedió por él y Pablo sugirió a sus secuaces que exoneraran a Gerardo de las rutinas de iniciación.

“¿Eso a qué viene?”

“¿Sabes si le pasa algo?”

Miguel Ángel había imaginado que las crecientes visitas de su amigo a la capilla debían responder a alguna culpa no resuelta y se aventuró a tentar la integridad y la memoria del cura.

“Tampoco este habla demasiado”, declaró Pablo con un repentino alivio en su tono de voz y una sonrisa que el otro aceptó con agrado.

“Tal vez andemos demasiado suspicaces”, añadió al cabo de unos segundos.

“Puede”, aceptó el estudiante.

“Conociste a Antonio de niño, ¿verdad?”

Por alguna razón, aquella pregunta no le resultó ya entrometida.

“Somos paisanos y fuimos al mismo colegio”.

“¿Puedo preguntar porqué ya no os tratáis?”

El uso del presente se le escapó y tal vez por aquello, Miguel Ángel volvió a decidir responderle.

“No era de fiar”.

“¿Le creías capaz de traicionar y mentir sin reparo?”

“Sí”, confirmó sin más.

Siguió un silencio durante el que ambos analizaron la facilidad con que estaban accediendo a charlar sobre el muerto tras sus respectivas reticencias a hacerlo de los vivos y, como si a los dos les pareciera como poco inapropiado, decidieron dar por zanjado el asunto.

“Entonces…”, empezó Pablo al tiempo que Miguel Ángel se ponía de pie, “…Marcos está bien”.

“Marcos, sí”, respondió enigmático el muchacho antes de despedirse.

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