...un año más tarde el joven comerciante regresó al
fortín y volvió a encontrarse con la enorme tienda de los Magos plantada en el
patio. Mucho se cuidó esa vez de acercarse por allí, tanto que no dudó un
instante en colocar su campamento tras el último barracón, en el lugar más
oscuro y siniestro de todo el patio, con tal de verse lejos de aquellos
chiflados. Por aquel entonces Hasim no era un hombre rico; apenas ganaba lo
suficiente para disimular su miseria y sólo su infinito tesón le había
permitido salir un año más de su aldea hacia los mercados de Occidente. Dos
tiendas, cuatro mulas y un montón de baratijas era lo único que hubiera podido perder
Hasim antes de quedarse sin nada y sólo sus tres porteadores le recordaban que
aún cabía ser más desgraciado. Eran aquellos, tres miserables que se
arrastraban por el desierto con la única esperanza de encontrar un necio al que
desvalijar; ellos y otros aún peores eran lo único entre lo que un pobre
comerciante podía elegir a la hora de encontrar mano de obra barata. Nunca le
gustaron, por supuesto, pero les necesitaba para poner en marcha su modesta
caravana y no dudó en comenzar con ellos el largo viaje. Pronto descubrió, sin
embargo, que no eran tan holgazanes como parecían y el buen mercader les
concedió su aprecio y confianza. Mas cuán equivocado estaba el pobre Hasim;
detrás de su aparente mansedumbre e interés ocultaban el indigno deseo de arrebatar
a su amo lo poco que tenía. Durante mucho tiempo lo habían planeado pero fue
aquella noche la que les ofreció la mejor oportunidad; tras el último barracón
nadie pudo ver cómo atacaban a Hasim mientras dormía, cómo cargaban
precipitadamente lo que de algún valor encontraron en las tiendas ni cómo huían
por la brecha del muro llevándose las mulas consigo. Nadie escuchó siquiera los
gritos de Hasim, ni olió el fuego que consumía su campamento; la paz del
desierto no podía turbarse por la desgracia de un pobre infeliz. El mercader
sólo pudo llorar; arrodillado en la arena y con el cuerpo magullado, esperó a
que las llamas convirtieran en cenizas los últimos restos de su tesoro antes de
abandonarse en los brazos de la muerte.
Cuando abrió los ojos se encontró en la penumbra
de un incierto amanecer; lejos se oían los rumores de los que aún vivían y al
tacto en sus manos sintió la suavidad de un cálido sudario. Una luz se deslizó
entre las sombras y tres figuras se plantaron frente a él; cerró otra vez los
ojos y volvió a soñar con su aldea.
Los Magos cuidaron de él hasta que sanó de todos
sus males. Nadie en el campamento había querido hacerse cargo de Hasim cuando
le encontraron inconsciente sobre la arena y sólo Ibrahim, uno de los criados
de Gaspar le llevo ante sus amos, con la esperanza de que pudieran curarle con
su ciencia. Inmediatamente los Reyes se pusieron al cuidado del hombre y
decidieron alojarle en su tienda como lugar mas apropiado para el reposo que
aconsejaba su crítico estado. Día tras día velaron sus sueños y aplacaron sus
delirios con la misma dulzura con la que hubieran tratado a un hijo. Lavaron
sus heridas, prepararon ungüentos y brebajes, rezaron por él cuanto pudieron e
incluso Gaspar se levantó cada noche en silencio para ahuyentarla cada vez que
sintió la muerte rondar el lecho del enfermo...
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