martes, 2 de octubre de 2012

XXX


“Os juro que había alguien”.

Si no hubiera sido por el gesto acongojado con que trató de convencerles, tal vez también él habría dudado.

El tono confidencial del conciliábulo en una esquina de la cafetería ya le había resultado amenazador y la presencia de Romero le había alertado lo suficiente para, arriesgándose a una reacción inesperada del futuro psicólogo, acercarse cuanto pudo al grupo. Julián, visiblemente alterado e incapaz de aguardar a momentos más privados, insistía en afirmar que vio una sombra moverse tras la puerta del cuarto de Antonio.

“No sé de qué hablas”, replicó Romero cuando su amigo solicitó su apoyo con una mirada intensa.

A su lado, Miguel Ángel, escuchaba atento, mientras Díaz y el mayor de los Vicente intercambiaban miradas de estupefacción intercaladas con su habitual estudio de la prensa deportiva.

“¿Creéis que debería contárselo a Pablo?”

“No creo que vaya a hacerle mucha gracia”, advirtió Díaz en un tonillo sarcástico que a Miguel Ángel le pareció bastante injusto.

Recordaba con perfecta claridad la expresión que un comentario similar a la mismísima sugerencia del de periodismo la tarde que le visitó abrazado a una pelota de baloncesto, había provocado. En aquella ocasión, Díaz había aceptado que no merecía la pena y había abandonado su cuarto con cierta renovada calma, dejando al de medicina sumido en aquella incertidumbre que le había durado unas semanas; las mismas durante las cuales y, para regocijo del resto de sus amigos, su relación con Gerardo se había ido congelando a fuerza de sospechas y conjeturas, en ningún caso aclaradas por el cada vez más esquivo personaje. Tal vez este pensamiento le despertó un sentimiento de rabia que concentró en su mordaz comentario:

“Aquí parece que cada día descubrimos algo nuevo”.

Consiguió controlar el impulso de mirarle a los ojos, seguro como estaba de que también Romero le estaría observando. Con una inseguridad de la que ya no se creía capaz, se levantó del sofá y salió al pasillo.

De haber aguardado cinco minutos más habría escuchado el juramento airado que estalló en la barra y asistido al alboroto que se organizó en cuestión de segundos.

Marcos se sujetaba el brazo con un gesto furioso que empezaba a perder color a medida que veía chorrear la sangre de su mano izquierda. De inmediato saltaron los que ocupaban los taburetes más próximos, pero ninguno se acercó hasta el compañero que ejercía de camarero, seguramente espantados por la escandalosa hemorragia.

Roberto fue el primero en asistir al herido, mientras el otro estudiante de medicina, menos entusiasmado por el trabajo sucio de campo, descolgaba el teléfono y solicitaba una ambulancia que, tan solo cinco minutos después, hacía estrepitosa entrada por el aparcamiento.

Miguel Ángel les había descrito con pericia profesional la naturaleza de la lesión que accidentalmente se había infligido el camarero y, en cuanto entraron en el vestíbulo, los enfermeros reclamaron la presencia experta del veterano, quien acabó arrastrado al interior del vehículo en el precipitado traslado de Marcos hasta el hospital.

Miguel Ángel aceptó resignado que tendría que acompañar a Marcos hasta que le hubieran cosido y dado el alta, pero prefirió esperar cuando, dada su condición de futuro colega, le invitaron a atender al tratamiento del muchacho.

“Estaré aquí mismo”, le recordó a su compañero con una sonrisa sincera pero poco entusiasta que ya se le había borrado cuando tomó asiento junto a un chavalín que se aguantaba las lágrimas mientras su madre le acariciaba la cabeza y chasqueaba la lengua, mirándole la pierna astillada.

“Menudo año lleváis”, le recordó el enfermero que había atendido a Marcos en la ambulancia. Aprovechando un respiro, se había sentado a su lado y revisaba una libretita de notas.

Miguel Ángel hizo un gesto de indiferencia que al hombre pareció descolocarle durante el par de minutos que siguieron.

“Buen gesto el de venir con tu amigo”, señaló al ponerse en pie tras guardarse la libreta en el bolsillo del pantalón.

Le miró con una mezcla de agradecimiento y admiración que explicaba aquel súbito interés.

“Para eso estamos”, replicó vagamente el muchacho.

“No todos sois tan considerados”.

El enfermero pareció dudar un instante antes de continuar.

“Otro de vuestros compañeros, sin ir más lejos, se coló en el cuarto de ese muchacho, el que se mató hace unas semanas”, aclaró con cierto azoro, “cuando aún  empujábamos la camilla con su cadáver por el pasillo. Le encontré revolviendo entre las cosas que había sobre la mesa y ni siquiera me miró cuando le pedí que dejara todo tal como estaba. Salió corriendo sin decir una palabra y con algo en la mano”.

Miguel Ángel, que se había inclinado hacia el hombre, dando muestras de toda su repentina curiosidad, no tuvo tiempo de preguntar antes que el otro acrecentara su duda.

“No sé si sería dinero, ni digo yo que le robara; pero podía al menos haber dado una explicación en vez de largarse de esa forma”.

“¿Dónde fue?” Preguntó el muchacho, tratando de concretar sus elucubraciones.

“No le seguí”, admitió algo avergonzado. “Tenía que recoger el instrumental y no me pareció oportuno…El pasillo estaba lleno de chavales curioseando desde sus cuartos. Seguro que alguien le vio salir”, añadió eximiéndose de una responsabilidad que debía haber empezado a aceptar y que sin duda explicaba que, aprovechando la oportunidad que el destino le brindaba, se estuviera sacando del pecho aquel asunto sin hablar con la policía.

“Una desgracia, si señor”, suspiró el enfermero mientras se ponía de pie y se alejaba; como si el carácter irreversiblemente trágico del suceso pudiera servir para ocultar aquella posible intriga que la policía parecía haber intuido y que, cada vez más, Miguel Ángel empezaba a creer.

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