“Os
juro que había alguien”.
Si no
hubiera sido por el gesto acongojado con que trató de convencerles, tal vez
también él habría dudado.
El tono
confidencial del conciliábulo en una esquina de la cafetería ya le había
resultado amenazador y la presencia de Romero le había alertado lo suficiente
para, arriesgándose a una reacción inesperada del futuro psicólogo, acercarse
cuanto pudo al grupo. Julián, visiblemente alterado e incapaz de aguardar a
momentos más privados, insistía en afirmar que vio una sombra moverse tras la
puerta del cuarto de Antonio.
“No sé
de qué hablas”, replicó Romero cuando su amigo solicitó su apoyo con una mirada
intensa.
A su
lado, Miguel Ángel, escuchaba atento, mientras Díaz y el mayor de los Vicente intercambiaban
miradas de estupefacción intercaladas con su habitual estudio de la prensa
deportiva.
“¿Creéis
que debería contárselo a Pablo?”
“No
creo que vaya a hacerle mucha gracia”, advirtió Díaz en un tonillo sarcástico
que a Miguel Ángel le pareció bastante injusto.
Recordaba
con perfecta claridad la expresión que un comentario similar a la mismísima
sugerencia del de periodismo la tarde que le visitó abrazado a una pelota de
baloncesto, había provocado. En aquella ocasión, Díaz había aceptado que no
merecía la pena y había abandonado su cuarto con cierta renovada calma, dejando
al de medicina sumido en aquella incertidumbre que le había durado unas
semanas; las mismas durante las cuales y, para regocijo del resto de sus
amigos, su relación con Gerardo se había ido congelando a fuerza de sospechas y
conjeturas, en ningún caso aclaradas por el cada vez más esquivo personaje.
Tal vez este pensamiento le despertó un sentimiento de rabia que concentró en
su mordaz comentario:
“Aquí
parece que cada día descubrimos algo nuevo”.
Consiguió
controlar el impulso de mirarle a los ojos, seguro como estaba de que también
Romero le estaría observando. Con una inseguridad de la que ya no se creía
capaz, se levantó del sofá y salió al pasillo.
De
haber aguardado cinco minutos más habría escuchado el juramento airado que
estalló en la barra y asistido al alboroto que se organizó en cuestión de segundos.
Marcos
se sujetaba el brazo con un gesto furioso que empezaba a perder color a medida
que veía chorrear la sangre de su mano izquierda. De inmediato saltaron los que
ocupaban los taburetes más próximos, pero ninguno se acercó hasta el compañero que ejercía de camarero, seguramente espantados por la escandalosa
hemorragia.
Roberto
fue el primero en asistir al herido, mientras el otro estudiante de medicina,
menos entusiasmado por el trabajo sucio de campo, descolgaba el teléfono y
solicitaba una ambulancia que, tan solo cinco minutos después, hacía
estrepitosa entrada por el aparcamiento.
Miguel
Ángel les había descrito con pericia profesional la naturaleza de la lesión que
accidentalmente se había infligido el camarero y, en cuanto entraron
en el vestíbulo, los enfermeros reclamaron la presencia experta del veterano,
quien acabó arrastrado al interior del vehículo en el precipitado traslado de
Marcos hasta el hospital.
Miguel
Ángel aceptó resignado que tendría que acompañar a Marcos hasta que le hubieran
cosido y dado el alta, pero prefirió esperar cuando, dada su condición de
futuro colega, le invitaron a atender al
tratamiento del muchacho.
“Estaré
aquí mismo”, le recordó a su compañero con una sonrisa sincera pero poco
entusiasta que ya se le había borrado cuando tomó asiento junto a un chavalín
que se aguantaba las lágrimas mientras su madre le acariciaba la cabeza y
chasqueaba la lengua, mirándole la pierna astillada.
“Menudo
año lleváis”, le recordó el enfermero que había atendido a Marcos en la
ambulancia. Aprovechando un respiro, se había sentado a su lado y revisaba una
libretita de notas.
Miguel
Ángel hizo un gesto de indiferencia que al hombre pareció descolocarle durante
el par de minutos que siguieron.
“Buen
gesto el de venir con tu amigo”, señaló al ponerse en pie tras guardarse la
libreta en el bolsillo del pantalón.
Le miró
con una mezcla de agradecimiento y admiración que explicaba aquel súbito
interés.
“Para
eso estamos”, replicó vagamente el muchacho.
“No
todos sois tan considerados”.
El
enfermero pareció dudar un instante antes de continuar.
“Otro
de vuestros compañeros, sin ir más lejos, se coló en el cuarto de ese muchacho,
el que se mató hace unas semanas”, aclaró con cierto azoro, “cuando aún empujábamos la camilla con su cadáver por el
pasillo. Le encontré revolviendo entre las cosas que había sobre la mesa y ni
siquiera me miró cuando le pedí que dejara todo tal como estaba. Salió
corriendo sin decir una palabra y con algo en la mano”.
Miguel
Ángel, que se había inclinado hacia el hombre, dando muestras de toda su
repentina curiosidad, no tuvo tiempo de preguntar antes que el otro
acrecentara su duda.
“No sé
si sería dinero, ni digo yo que le robara; pero podía al menos haber dado una
explicación en vez de largarse de esa forma”.
“¿Dónde
fue?” Preguntó el muchacho, tratando de concretar sus elucubraciones.
“No le
seguí”, admitió algo avergonzado. “Tenía que recoger el instrumental y no me
pareció oportuno…El pasillo estaba lleno de chavales curioseando desde sus
cuartos. Seguro que alguien le vio salir”, añadió eximiéndose de una
responsabilidad que debía haber empezado a aceptar y que sin duda explicaba
que, aprovechando la oportunidad que el destino le brindaba, se estuviera
sacando del pecho aquel asunto sin hablar con la policía.
“Una
desgracia, si señor”, suspiró el enfermero mientras se ponía de pie y se alejaba; como si el
carácter irreversiblemente trágico del suceso pudiera servir para ocultar
aquella posible intriga que la policía parecía haber intuido y que, cada vez
más, Miguel Ángel empezaba a creer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario