jueves, 13 de octubre de 2011

¿En verso o en prosa?

Los primeros aplausos compensaron las cruentas batallas que, durante años, había librado contra sílabas y números. Mucho antes de empezar a escribir, cuando era todo un niño y aún no había decidido a lo que se dedicaría de mayor, tuvo siempre bien claro lo que nunca podría ser: poeta. Por alguna razón y a pesar de las incesantes historias que llenaban sus horas de insomnio, hacer versos le parecía tarea no sólo tediosa e ingrata, sino también indigna para cualquier héroe que se preciara. Es justo decir que, por aquel entonces, ni se arrimaba a escritos que no estuvieran bien cercados en bocadillos; primero fueron Mortadelo y Filemón, luego el Hombre Araña, más tarde Asterix y por último el incomparable Tintín. Sólo con precauciones se fue atreviendo con libros de verdad, sin dibujos. Enid Blyton fue su primera guía hacia los clásicos (no creáis, nada más allá de Verne y Salgari); después las intrigas veraniegas de Agatha Christie y de ahí en adelante. Con la edad empezó a carecer del tiempo necesario para leer a conciencia y él mismo comenzó a escribir (tal vez lo que ansiaba leer y no encontraba en ninguna parte).

Su primer encuentro con la lírica ocurrió de la mano de un profesor de literatura que en octavo de EGB les impuso la lectura colectiva de Alfanhuí y a menudo les recitaba poemas con sus gafitas posadas sobre la frente, el libro temblándole en la mano y un hilo de voz marcando cada acento y cada pausa del Cantar del Mío Cid. Él mismo escribía poesía y su alumno, admirador secreto de aquel hombre, se empeñó en emularle, qué digo, en superarle. Así pues su primera proeza poética respondió a aquellas mismas virtudes que de niño le habían apartado de los versos: su orgullo y su afán de aventura.

El reto no fue fácil; aquel mismo profesor, obsesionado con la rima consonante y el ritmo del soneto puro (catorce endecasílabos con acentos en la sexta y la décima o bien en la cuarta, octava y décima), le había inculcado la veneración por aquel prodigio de formas, mezcla de fórmula matemática y sopa de letras. Aunque  nunca se atrevió a enseñar a nadie aquel primer soneto, a partir de ese momento, su carrera creativa se encauzó por la métrica y la rima y se lanzó a la tarea, muchas veces obsesiva, de poner en verso cuanto disfrutaba, temía o anhelaba.

No fue tarea fácil, os lo aseguro, sobre todo cuando su natural pesimista, exacerbado en interminables años de pubertad, fue tomando el mando de su pluma  y los versos se le fueron adornando de tétricas metáforas. Hasta que un buen día, en un intento de despojarse de tanta miseria y recobrar la frescura de sus primeras ensoñaciones, extendió sus renglones hasta convertirlos en prosa (relatos cortos, cuentos y, finalmente, novelas).

Este periplo de formas narrativas no le aclaró cual era el mejor medio para transmitir experiencias y sentimientos y, como la lectura de Benedetti, Hugo, Neruda,  Saint-Exupéry, San Juan de la Cruz, o Alain- Fournier tampoco le ayudaron a resolver sus dudas, decidió que seguiría como hasta entonces; enfrentándose a un papel vacío (aún no se había acostumbrado a la pantalla blanca del ordenador) y dejando que las palabras le sorprendieran, como casi siempre. Así debía ser.

2 comentarios:

  1. Debemos dar rienda suelta a las palabras, ellas saben cómo colocarase :)

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  2. Mucho más aún, también a cada cual colocan donde corresponde.

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